I

1

Un trino aislado saludó el amanecer. Siempre era el mismo pájaro, la misma voz. Como si el ave quisiese anunciar a sus polluelos la llegada del día. Jacob abrió los ojos. Las cuatro vacas yacían en sus esteras de paja y estiércol. En el centro del establo había unas piedras ennegrecidas y unos tizones: era el fogón en que Jacob cocía los panecillos de centeno y maíz que luego mojaba en leche. Jacob dormía en una cama de paja y heno; por la noche se cubría con una áspera sábana de lino que durante el día usaba para recoger la hierba destinada al ganado. Era verano, pero en las montañas hacía frío por la noche. Jacob se levantaba más de una vez para calentarse las manos y los pies en el cuerpo de los animales.

Todavía estaba oscuro en el establo, aunque por una rendija de la puerta se colaba ya el brillo rojizo del crepúsculo. Jacob se incorporó y terminó su última ración de sueño. Había soñado que estaba en la casa de estudios de Josefov explicando el Talmud a los jóvenes.

Tendió la mano buscando a tientas el cubo del agua. Tres veces se lavó las manos, primero la izquierda y después la derecha, alternativamente, como mandaba la ley. Antes de lavarse murmuró:

—Te doy las gracias.

Se trataba de una plegaria que, por no mencionar el nombre de Dios, podía pronunciarse antes de la ablución. Una de las vacas se levantó y volvió la cabeza para mirar por encima del lomo, como si sintiera curiosidad por ver cómo empezaba el día un hombre. Los grandes ojos del animal, casi todos pupila, reflejaban el resplandor púrpura del amanecer.

—Buenos días, Kwiatula —la saludó Jacob— ¿has dormido bien?

Se había acostumbrado a hablar a las vacas, y hasta a hablar consigo mismo para no olvidar el yiddish. Abrió la puerta del establo y contempló las montañas que ondulaban hacia el horizonte. Algunos picos, cuyas laderas aparecían cubiertas de bosques, parecían al alcance de la mano, gigantes de barba verde. Las brumas que en tenues rizos se alzaban de los bosques hicieron que Jacob pensara en Sansón. El sol que acababa de salir, lámpara del cielo, ponía en todas las cosas un vivo fulgor. Aquí y allá, nubes de humo se elevaban de las montañas, como si ardieran por dentro. Un halcón planeaba tranquilamente, con extraña lentitud, ajeno a las ansiedades terrenas. A Jacob le pareció que aquella ave llevaba volando ininterrumpidamente desde la Creación.

Los picos más lejanos eran azulados, y había otros, todavía más distantes —inmateriales—, que apenas se divisaban. En aquella remota región moraba siempre el crepúsculo. Gorros de nubes cubrían las cabezas de aquellos titanes extraterrestres, habitantes del fin del mundo, donde el hombre no había puesto el pie, donde no pastaban las vacas. Wanda, la hija de Jan Bzik, decía que allí vivía la Baba Yaga, una bruja que volaba en un enorme mortero, que conducía con la mano de éste. La escoba de la Baba Yaga era más grande que el abeto más alto, y con ella barría la luz del mundo.

Jacob, alto, erguido, de ojos azules, el cabello y la barba largos y de color castaño, se quedó mirando las montañas. Vestía unos pantalones de lino que no le llegaban a los tobillos y una chaqueta rota y cubierta de remiendos. En la cabeza llevaba un gorro de piel de cordero, e iba descalzo. Aun cuando pasaba mucho tiempo al aire libre, su tez seguía siendo tan pálida como la de un hombre de la ciudad.

Su piel no se curtía, y Wanda afirmaba que se parecía a los personajes de las pinturas sagradas que colgaban en la capilla del valle. Las otras campesinas opinaban igual que Wanda. Los gazdas, como se llamaba a los montañeses, habían querido casarlo con alguna de sus hijas, construirle una cabaña y convertirlo en miembro del pueblo, pero Jacob se había negado a abjurar de la religión judía, y Jan Bzik, su dueño, lo tenía durante todo el verano y parte del otoño en lo alto de la montaña, donde el ganado no encontraba pasto y debido a ello había que alimentarlo con hierbas arrancadas de entre las rocas. El pueblo se hallaba a gran altura y no tenía suficientes pastizales.

Antes de ordeñar las vacas, Jacob rezó su plegaria introductoria. Al llegar a la frase: «Tú no me hiciste esclavo», se interrumpió. ¿Podía él pronunciar esas palabras? Él era esclavo de Jan Bzik. Si bien de acuerdo con la ley polaca ni siquiera los nobles tenían derecho a esclavizar a un judío, ¿quién obedecía la ley en aquel remoto pueblo?

Y ¿qué valor había tenido el código de los gentiles incluso antes de la matanza de Jmelnitski? Jacob de Josefov aceptaba con resignación las penalidades que la Providencia le enviaba. En otras regiones los cosacos habían decapitado, ahorcado, dado garrote y empalado a muchos judíos buenos. Castas mujeres habían sido profanadas y evisceradas. Sin embargo, él, Jacob, no había sido llamado al martirio. Consiguió escapar de los asesinos y unos bandoleros polacos lo llevaron a un lugar de las montañas y lo vendieron como esclavo a Jan Bzik. Hacía cuatro años que vivía allí, y no sabía si su esposa y sus hijos seguían con vida. No tenía chal de oración, ni filacteria, ni prenda con flecos, ni libro sagrado. La única señal de judío que conservaba en el cuerpo era que estaba circuncidado. Gracias a Dios, él conocía sus oraciones de memoria, unos cuantos capítulos de la Mishná, varias páginas de la Guemará, un montón de salmos y algunos pasajes de la Biblia. A veces despertaba por la noche repitiendo líneas de la Guemará que no sabía que recordase. Su memoria jugaba al escondite con él. De haber tenido pluma y papel, habría escrito lo que le venía a la mente; pero ¿dónde encontrar allí esos utensilios?

Volvió el rostro hacia el este y mirando al frente en línea recta recitó las palabras sagradas. Los riscos relucían al sol y, muy cerca, un vaquero rompió a cantar a la tirolesa, modulando lentamente cada nota con resonancias de vivo sentimiento, como si también él estuviese cautivo y ansiara lanzarse en busca de la libertad. Costaba trabajo creer que esas melodías surgieran de la garganta de unos hombres que comían perros, gatos o ratones de campo y caían en todas las abominaciones imaginables. Aquellos campesinos ni siquiera habían alcanzado el nivel de los cristianos. Seguían aún las costumbres de los antiguos paganos.

Hubo un tiempo en que Jacob pensó en escapar; pero sus planes quedaban siempre en el aire. No conocía aquellas montañas; los bosques estaban infestados de predadores. Incluso en verano nevaba. Los campesinos lo vigilaban y no le permitían cruzar el puente del pueblo. Habían convenido que el que lo viese al otro lado del arroyo lo mataría de inmediato. Y entre los campesinos no faltaban quienes estaban deseando matarlo. Temían que Jacob fuese un hechicero o un amigo de los duendes. Sin embargo, Zagayek, el administrador del conde, ordenó que dejaran vivir al extranjero. Jacob no sólo recogía más hierba que ningún otro pastor, sino que su ganado estaba muy lustroso, daba leche en abundancia y paría terneras sanas. Mientras en el pueblo no hubiera hambre, epidemias ni fuego, dejarían en paz al judío.

Había llegado la hora de ordeñar, de modo que Jacob recitó rápidamente sus oraciones. Cuando volvió al establo mezcló con la hierba del pesebre la paja cortada y los nabos que había dispuesto la víspera. En un estante se hallaba el cubo de ordeñar y varios recipientes grandes de barro; la mantequera estaba en un rincón. Todos los días, al atardecer, Wanda subía con dos grandes cántaros en los que transportar la leche al pueblo.

Jacob siempre tarareaba una tonada de Josefov mientras ordeñaba. El sol se alzó sobre las montañas y los rizos de niebla se disolvieron. Llevaba ya tanto tiempo allí, se había familiarizado tanto con las plantas, que era capaz de distinguir el perfume de cada flor y de cada hierba; inhaló profundamente el olor de vegetación que penetraba por la puerta del establo. Cada amanecer en las montañas representaba un milagro. La mano de Dios se distinguía con nitidez entre las inflamadas nubes. Él había castigado a Su pueblo y le había ocultado Su rostro, pero aún gobernaba el mundo. En señal de la alianza sellada tras el Diluvio, colgó en el cielo el arco iris para indicar que ni de día ni de noche, ni en invierno ni en verano, cesarían la siembra y la recolección.

2

Jacob anduvo por la montaña durante todo el día. Cada vez que llenaba el paño de hierba, regresaba con la carga al establo, la dejaba allí y volvía al bosque. Recién llegado, los otros pastores lo atacaban y le pegaban, pero ya había aprendido a devolver los golpes, y siempre llevaba un bastón de roble. Trepaba por las peñas con la agilidad de un mono, buscando la hierba buena y dejando la mala. Sabía todo aquello que debe saber un pastor: encender fuego frotando entre sí dos trozos de madera, ordeñar las vacas y ayudar a nacer a los terneros. Para su propio sustento recogía setas, fresas silvestres, arándanos, todo cuanto daba la tierra, y todas las tardes Wanda le llevaba una rebanada de pan moreno del pueblo y, a veces, un rábano, una zanahoria, una cebolla e incluso una manzana o una pera del huerto. Al principio, Jan Bzik, bromeando, había tratado de meterle en la boca una salchicha, pero Jacob se negaba obstinadamente a tomar alimentos prohibidos. No recogía hierbas en sábado, sino que daba a los animales el alimento que había preparado durante la semana. Los hombres ya no lo molestaban.^

Sin embargo, no sucedía lo mismo con las muchachas que dormían en el establo y cuidaban de los corderos. Lo perseguían noche y día. Atraídas por su alta figura, lo provocaban, charlando, riendo y comportándose casi como animales. Hacían sus necesidades en presencia de él sin el menor recato y continuamente se remangaban la falda para enseñarle picaduras de insectos en muslos y caderas. Jacob se comportaba como si fuese sordo y ciego, y no lo hacía solamente porque fornicar constituyese un pecado mortal, sino porque aquellas mujeres eran impuras, llevaban piojos en la ropa y siempre estaban despeinadas; muchas tenían la cara cubierta de granos y costurones, comían roedores y carroña de aves. Algunas apenas sabían hablar, gruñían como animales, gesticulaban con las manos, daban chillidos y reían como necias. En el pueblo abundaban los lisiados, chicos y chicas con bocio, con la cabeza deforme o desfigurados por marcas de nacimiento. También había mudos, epilépticos y tipos raros con seis dedos en cada mano o en cada pie. Durante el verano, los padres que tenían hijos deformes mandaban a éstos a la montaña, con el ganado, donde vivían como criaturas salvajes. Hombres y mujeres copulaban allí a la vista de todos; ellas quedaban encinta, pero como se pasaban el día trepando por las rocas y acarreando grandes pesos, muchas abortaban. En el distrito no había comadrona y cuando se producía un parto la propia madre tenía que cortar el cordón umbilical. Si la criatura moría, la enterraban en una zanja, sin ritos cristianos, o la arrojaban al arroyo. También eran muchas las mujeres que morían desangradas. De nada servía bajar al valle para avisar a Dziobak, el cura, a fin de que confesase a la moribunda y le administrase la extremaunción. Dziobak era cojo.

En comparación con aquellos salvajes, Wanda, la hija viuda de Jan Bzik, parecía una señorita de ciudad. Vestía falda, blusa y delantal, y se cubría la cabeza con un pañuelo. Además, hablaba de forma inteligible. Un rayo había matado a Staj, su marido, y desde entonces la cortejaban todos los solteros y viudos del pueblo, cuyas proposiciones no cesaba de rechazar. A sus veinticinco años, era más alta que la mayoría de las mujeres. Rubia y de ojos azules, su tez era clara y poseía unas facciones armoniosas. Llevaba el cabello recogido en una trenza que le rodeaba la cabeza igual que una corona de trigo. Cuando sonreía, se formaban unos hoyuelos en sus mejillas, y sus dientes eran tan fuertes que podían partir las cáscaras más duras.

Tenía la nariz recta y el mentón fino. Se le daba bien la costura y sabía tejer, cocinar y contar unos cuentos que ponían los pelos de punta. En el pueblo la llamaban «la señorita». Bien sabía Jacob que para obedecer la ley debía rehuir a Wanda, pero de no ser por ella habría olvidado que tenía lengua en la boca. Asimismo, ella le ayudaba a cumplir con sus deberes de judío. Si al llegar el invierno un sábado el padre le ordenaba a Jacob que encendiese el fuego, Wanda se le adelantaba y no sólo lo encendía sino que lo mantenía. Sin que sus padres lo supieran, le llevaba gachas de cebada, miel, frutas y pepinos del huerto. En una ocasión en que Jacob se dislocó el tobillo, ella le puso el hueso en su sitio y le aplicó unturas hasta que el pie se deshinchó. Y cuando una serpiente lo picó en el brazo, Wanda succionó el veneno de la herida. No fue ésa la única vez que le salvó la vida.

Si bien sabía que todo aquello eran ardides de Satanás, Jacob se pasaba el día pensando en ella, incapaz de dominar su deseo. En cuanto despertaba, se ponía a contar las horas que faltaban para que ella llegase. Una y otra vez consultaba el reloj de sol que se había hecho con una piedra, a fin de comprobar cuánto se había movido la sombra. Si una tormenta o un aguacero impedían que ella se presentara, Jacob vagaba como un alma en pena. Aunque también pedía a Dios que lo preservara de los malos pensamientos, los malos pensamientos volvían a él una y otra vez. ¿Cómo conservar el corazón puro si no tenía filacteria ni vestidura con fleco? Por falta de calendario ni siquiera podía observar debidamente los días sagrados. Como los antiguos, calculaba el comienzo del mes por la aparición de la luna nueva, y al término del cuarto año corrigió sus cálculos añadiendo otro mes. No obstante, era consciente de que quizá se hubiese equivocado.

Según dedujo, aquel largo y caluroso día debía de ser el cuarto del mes de Tamuz. Recogió gran cantidad de hierbas y hojas; oró, repasó varios capítulos de la Mishná y declamó las páginas de la Guemará que repetía a diario. Por último, recitó uno de los salmos y cantó una oración en yiddish que había compuesto para pedir al Todopoderoso que lo redimiera del cautiverio y le permitiese volver a vivir como un judío. Ese día comió una rebanada de pan que había guardado la víspera y coció una olla de avena machacada. Después de pronunciar la bendición se sintió cansado, salió del establo y se tendió bajo un árbol. Llevaba consigo un perro para proteger al ganado de los animales salvajes. Al principio le había repugnado aquella criatura negra, de hocico puntiagudo y dientes afilados que ladraba con estrépito y lo lamía obsequiosamente. Recordaba lo que decía el Talmud acerca de ello, y que el venerable Isaac Luria y otros cabalistas habían comparado a los perros con las huestes de Satanás. Pero Jacob acabó por acostumbrarse a su perro, y hasta le puso nombre. Lo llamó Balaam. En cuanto Jacob se tumbó al pie del árbol, Balaam se sentó a su lado, extendió las patas y permaneció vigilante.

Jacob cerró los ojos y percibió a través de los párpados el rojo resplandor del sol veraniego. Las ramas del árbol estaban cubiertas de pájaros que trinaban, cantaban y gorjeaban. No estaba despierto ni dormido; se había abandonado al cansancio de su cuerpo. Que así fuera. Así lo había querido Dios.

Muchas veces había pedido la muerte; incluso había pensado en la autodestrucción. Pero ese afán había pasado y se había resignado a vivir entre extranjeros, lejos de su hogar, realizando un arduo trabajo. Adormilado, oyó caer unas piñas y el grito lejano de un cuclillo. Abrió los ojos. La tupida malla de ramas y agujas de pino tamizaba la luz del sol, cuyos reflejos tenían tornasoles irisados. Una última gota de rocío flameó y estalló en finas fibras, que se hundieron en el aire. Ni una nube manchaba el límpido azul del cielo. Era difícil creer en la misericordia de Dios cuando había asesinos que enterraban vivos a los niños; pero Su sabiduría se manifestaba en todas las cosas.

3

El sol se había desplazado hacia poniente; el día tocaba a su fin. En lo alto planeaba un águila, grande y lenta, como un velero celeste. El cielo aún estaba claro, pero en los bosques crecía una bruma lechosa. Los jirones de niebla se retorcían tratando de adquirir una forma concreta. Su elementalidad hizo pensar a Jacob en la sustancia primitiva que, según los filósofos, daba el ser a todas las cosas.

Desde el establo veía varios kilómetros de territorio a la redonda. Las montañas estaban tan desiertas como en los días de la Creación. Los bosques trepaban por sus laderas igual que escalones; primero, los de árboles de hoja caduca; más arriba, los pinos y los abetos. Por encima de los bosques, las peñas desnudas y la pálida nieve, que, como un lienzo gris que se desdoblara poco a poco, iba bajando de las cumbres para envolver al mundo en el invierno. Jacob recitó la oración de Minjá y se fue a la punta desde la que se veía el camino del pueblo. Sí, Wanda estaba subiendo. La reconoció por su figura, su pañuelo y su modo de andar. No era mayor que un dedo; parecía uno de esos duendecillos de sus cuentos que vivían en las grietas de las rocas, en los troncos de los árboles o debajo de las setas y que, al anochecer, salían a jugar vestidos con sus chaquetitas verdes, sus gorros azules y sus botas rojas. Jacob no podía apartar los ojos de aquella figura, embelesado por su manera de caminar, de pararse, de desaparecer entre los árboles y reaparecer más arriba de la cuesta. El cántaro de metal que llevaba en la mano despedía destellos diamantinos. Observó que traía la cesta de la comida.

A medida que se acercaba aumentaba de tamaño, y Jacob corrió a su encuentro con la excusa de ayudarla, si bien los cántaros estaban vacíos. Al verlo, la mujer se detuvo. Él avanzaba como el novio que va en busca de su novia. Cuando estuvo a su lado, sintió que en su interior se mezclaban, por partes iguales, la timidez y el afecto. La ley judía —bien lo sabía Jacob— le prohibía mirarla, pero Jacob no se perdía detalle: sus ojos, que unas veces eran azules y otras verdes, sus labios carnosos, su cuello delgado y esbelto, su busto de mujer. Ella trabajaba la tierra como todas las campesinas, pero sus manos eran femeninas. Jacob se sintió torpe en su presencia. Llevaba el pelo enmarañado y sus pantalones eran cortos y andrajosos como los de un mendigo. Por línea materna, él descendía de judíos que siempre habían tratado con la nobleza y arrendado sus tierras, por lo que, siendo niño, aprendió el polaco, que durante su cautiverio había llegado a dominar como un gentil. Algunas veces incluso olvidaba el nombre yiddish de algún objeto.

—Buenas tardes, Wanda.

—Buenas tardes, Jacob.

—Te he visto subir la montaña.

—¿Me has visto?

Jacob notó que la sangre se agolpaba en su rostro.

—No eras más grande que un guisante.

—Eso pasa por la distancia.

—Sí, así es —reconoció Jacob—. Las estrellas son grandes como el mundo entero, pero están tan lejos que semejan motas de polvo.

Wanda guardó silencio. A veces él decía palabras extrañas que ella no comprendía. Jacob le había contado su vida, y ella ya sabía que descendía de una familia de judíos que vivía a gran distancia de allí, que había estudiado y que, en otro tiempo, había tenido esposa e hijos, a quienes los cosacos habían asesinado. Sin embargo, ¿qué eran los judíos? ¿Qué estaba escrito en sus libros? ¿Quiénes eran los cosacos? Ella no comprendía esa clase de cosas. Y tampoco comprendía aquello de que las estrellas fuesen tan grandes como la Tierra, porque en tal caso, ¿cómo podían reunirse tantas encima del pueblo? En cambio, Wanda sí había comprendido, hacía mucho tiempo, que Jacob era un gran pensador. Según cuchicheaban las mujeres del valle, se trataba de un hechicero, pero fuera lo que fuere, ella lo quería. Para Wanda, el atardecer representaba la hora grata del día.

Jacob cogió los cántaros y, juntos, terminaron de subir la cuesta. Otro hombre la habría tomado del brazo o le habría rodeado los hombros, pero Jacob caminaba a su lado con la timidez de un niño, exhalando el calor del sol y dejando tras de sí un rastro de olor a hierba y a establo. Y pese a que Wanda le había propuesto que se casaran, si él no deseaba comprometerse, que convivieran sin la bendición del cura. Jacob fingió no oírla y después comentó que le estaba prohibido fornicar. Dios lo veía todo desde el cielo y premiaba y castigaba a cada cual según lo mereciera.

¡Como si ella no lo supiese! Pero en el pueblo no se daba la menor importancia al amor. Ningún hombre habría rehusado la proposición que ella había hecho a Jacob. ¿Acaso no la perseguían todos, incluyendo a Stefan, el hijo del administrador? No pasaba semana sin que la madre o la hermana de alguno hablase con ella de noviazgo. Constantemente estaba recibiendo y devolviendo regalos. Wanda encontraba desconcertante la actitud de Jacob, y caminaba cabizbaja a su lado cavilando acerca de aquel enigma que ella era incapaz de resolver. Se enamoró del esclavo en cuanto lo vio, y a pesar de que durante todos aquellos años pasaron mucho tiempo juntos, él siempre se mostraba reservado. A menudo se repetía que de aquella masa no iba a salir pan, y que estaba malgastando su juventud; sin embargo, la atracción que él ejercía sobre la joven no disminuía, y ella esperaba con impaciencia la llegada de la noche. La gente del pueblo murmuraba. Las mujeres se reían y hacían comentarios socarrones. Se decía que el esclavo la había embrujado. Como quiera que fuese, ella no conseguía librarse.

Pensativa, se agachó, arrancó una flor y empezó a deshojarla.

—Me quiere, no me quiere…

El último pétalo le dijo que la respuesta era «sí». Entonces, ¿cuánto tiempo seguiría atormentándola?

El sol se hundía ahora rápidamente detrás de las montañas. El día terminaba entre graznidos y trinos de aves. De los matorrales salía humo, y los pastores lanzaban gritos al estilo tirolés. Las mujeres preparaban la cena; tal vez asaran algún animal que hubiese caído en el cepo.

4

Además de pan y verduras, Wanda había llevado a Jacob un delicado obsequio: un huevo de su mejor gallina, y lo había hecho sin que su madre ni su hermana se enteraran. Mientras ella ordeñaba las vacas, él preparaba la cena. Puso unas ramas secas sobre las piedras, encendió el fuego y coció el huevo. La puerta del establo estaba abierta; ya había oscurecido, y el resplandor de las llamas iluminaba las mejillas de Wanda y se reflejaba en sus ojos. Él, sentado en un tronco, recordaba la comida de antes del ayuno del día noveno del mes de Ob. Entonces se tomaba un huevo en señal de duelo: el huevo rodante simboliza la mutabilidad del destino. Se lavó las manos, dejó que se secaran, dio gracias y hundió el pan en la sal. Como en el granero no había mesa utilizó un cubo vuelto del revés. Se alimentaba a base de frutas y verduras; nunca comía carne. Mientras cenaba, miró a Wanda con el rabillo del ojo; a Wanda, más abnegada que una esposa y que todos los días le preparaba algo especial. «En la misericordia de las naciones está el pecado», se dijo, citando un comentario de un pasaje de la Biblia, mientras trataba de sofocar su amor por ella. ¿Obraba Wanda de ese modo sólo por amor a Dios? No; la movía el deseo. Su amor se inspiraba en las apariencias, y si él, que Dios no lo permitiera, quedaba inválido o perdía su virilidad, aquel amor moriría. Sin embargo, era tan fuerte el poder de la carne, que el hombre sólo miraba la superficie y no profundizaba detenidamente en tales asuntos. Se oía el sonido de la leche al caer en el cubo, y él dejó de comer para escuchar. Cantaban las cigarras y zumbaban las abejas, los mosquitos y las moscas, cada criatura con su propia voz. En el cielo, las estrellas habían encendido sus hogueras. La hoz de la luna brillaba en lo alto.

—¿Está bueno el huevo? —preguntó Wanda.

—Bueno y fresco.

—Más fresco no puede ser. Vi a la gallina ponerlo. En cuanto cayó en la paja, pensé: «Para Jacob». La cáscara todavía estaba caliente.

—Eres una buena mujer, Wanda.

—También sé ser mala. Depende de con quién esté. Fui mala con Staj, que en paz descanse.

—¿Por qué?

—No lo sé. Él siempre exigía las cosas, nunca las pedía. Si por la noche quería estar conmigo, me despertaba, y de día se me echaba encima en mitad del campo.

—Eso no está bien.

—¿Qué sabe del bien y del mal un campesino? Él toma lo que quiere. En una ocasión estaba yo enferma, me ardía la cabeza, pero él se acercó a mí, y tuve que entregarme.

—Está escrito en la Torá que el hombre no debe forzar a su esposa —dijo Jacob—, sino que debe cortejarla hasta que ella consienta.

—¿Dónde está la Torá? ¿En Josefov?

—La Torá está en todas partes.

—¿Cómo en todas partes?

—La Tora explica cómo debe comportarse el hombre.

Wanda guardó silencio.

—Eso valdrá en la ciudad —dijo por fin—. Aquí los hombres son toros salvajes. Júrame que nunca repetirás lo que voy a decirte.

—¿A quién quieres que se lo diga?

—Hasta mi propio hermano se echó sobre mí. Yo tenía once años recién cumplidos. Él venía de la taberna. Nuestra madre dormía, pero mis gritos la despertaron. Le arrojó encima un cubo de agua sucia.

Jacob reflexionó un instante antes de hablar.

—Esas cosas no suceden entre los judíos.

—Eso lo dirás tú. Ellos mataron a nuestro Dios.

—¿Acaso puede un hombre matar a un dios?

—A mí no me preguntes; yo sólo repito lo que afirma el cura. ¿De verdad eres judío?

—Sí, soy judío.

—Me cuesta trabajo creerlo. Hazte de los nuestros y podremos casarnos. Seré una buena esposa y tendremos nuestra cabaña en el valle. Zagayek nos dará nuestra parte de las tierras. Trabajaremos el tiempo estipulado para el conde y el resto será para nosotros. Tendremos de todo: vacas, cerdos, gallinas, gansos, patos. Tú sabes leer y escribir, y cuando Zagayek se muera, ocuparás su puesto.

Jacob tardó en contestar.

—No; no puedo —dijo al fin—. Soy judío. Es probable que mi esposa todavía esté viva.

—Has dicho muchas veces que los habían asesinados a todos. Pero aunque ella no haya muerto, ¿qué importa? Ella está allí y tú estás aquí.

—Pero Dios está en todas partes.

—¿Y se ofenderá Dios si dejas de ser esclavo para convertirte en un hombre libre? Estás descalzo y medio desnudo. Pasas los veranos en el establo, y en el invierno te hielas en el granero. Un día u otro te matarán.

—¿Me matarán? ¿Quién me matará?

¡Oh!, ya lo verás.

—Pues entonces estaré con los espíritus de los santos.

—Me das pena, Jacob. Me das pena.

Quedaron en silencio. En el establo sólo se oía, de vez en cuando, el pateo de una vaca. Se apagaron las últimas brasas del fogón y, cuando terminó la cena, Jacob salió a decir la bendición en un lugar que no se hallase contaminado por el estiércol.

Ya era de noche, pero al oeste remoloneaban los últimos resplandores del día. Las mujeres que llevaban la comida a los pastores no solían quedarse en la montaña, ya que se consideraba peligroso regresar al pueblo de noche. Wanda, empero, no tenía prisa en volver, pese a los reproches de su madre y las murmuraciones de las mujeres. Era tan fuerte como un hombre y conocía las palabras mágicas que ahuyentaban a los malos espíritus. Acabó de ordeñar las vacas y en el establo en semipenumbra vertió la leche del cubo en los cántaros. Fregó la mantequera con paja y limpió las ancas de las vacas. Se movía con rapidez y habilidad. Una vez terminadas estas labores salió del establo, y el perro de Jacob corrió hacia ella moviendo la cola. Wanda se inclinó y el animal le lamió la cara.

—Basta, Balaam —le ordenó—. Es más cariñoso que tú —añadió dirigiéndose a Jacob.

—Un animal no tiene obligaciones.

—Pero los animales también tienen alma.

Dilataba el momento de volver al pueblo. Se sentó cerca del establo y Jacob hizo otro tanto. Siempre pasaban un tiempo juntos, e invariablemente en las mismas peñas. Si no había luna, ella lo miraba a la luz de las estrellas; pero aquella noche era muy clara, como de luna llena. Jacob, que la observaba en silencio, sintió que lo invadía el deseo. Le costó dominarse. La sangre le zumbaba en las venas como el agua cuando va a romper a hervir, y un escalofrío recorrió su columna vertebral. «Recuerda que este mundo sólo es un corredor —se dijo—. El verdadero palacio está más allá. No hagas que por un momento de placer te cierren las puertas».

5

—¿Que hay de nuevo por tu casa? —preguntó Jacob.

Wanda salió de su ensoñación.

—¿Qué quieres que haya? Mi padre va al bosque a cortar árboles y los lleva arrastrando a casa. Ya está tan débil que casi no puede con los troncos. Quiere reconstruir la cabaña, o Dios sabe el que. ¡A sus años! Por la noche está tan cansado que ni siquiera cena, y se desploma en la cama como si le cortasen las piernas de un solo tajo. No vivirá mucho.

Jacob frunció el entrecejo.

—Ése no es modo de hablar.

—Es la verdad.

—Nadie conoce los designios del Cielo.

—-Tal vez, pero cuando las fuerzas se te acaban, te mueres. Sé muy bien quiénes se han de ir: no sólo los viejos y los enfermos, sino también los jóvenes y sanos. Me basta mirar alrededor para saberlo. A veces me da miedo decirlo, porque no quiero que me tomen por bruja. Pero lo sé. Mi madre sigue igual, hilando un poquito, guisando otro poquito y jugando a estar enferma. A Antek sólo lo vemos el domingo, y a veces ni el domingo. Marisha está embarazada; ya le toca pronto. Basha es una holgazana. «Gata perezosa» la llama mi madre; pero siempre está dispuesta cuando se trata de ir a un baile o a una fiesta. Wojciej está cada día más loco.

—¿Y el grano? ¿Ha sido buena la cosecha?

—¿Cuándo lo ha sido? La tierra del valle es negra y buena, pero aquí todo es pedregal. Entre espiga y espiga podrías hacer pasar una carreta de bueyes. A nosotros aún nos queda centeno del año pasado, pero la mayoría de los campesinos no tienen nada que llevarse a la boca. La poca tierra buena que hay es del conde, y, además, Zagayek nos roba lo que le da la gana.

—¿El conde nunca viene por aquí?

—Casi nunca. Vive en otro país y ni siquiera sabe que este pueblo es suyo. Hace unos seis años nos cayó encima un hatajo de señores. Era por esta época, a mediados del verano, poco antes de la recolección. Se empeñaron en ir a cazar y nos pisotearon los campos con sus perros y sus caballos. Sus criados se llevaban terneros, gallinas, cabras y hasta conejos. Zagayek se arrastraba tras ellos, besándoles el trasero. Él, tan déspota y altivo con nosotros, les lame las botas a los de la ciudad. Cuando se fueron, todo estaba devastado. Los campesinos pasaron mucha hambre aquel invierno. Los niños se ponían amarillos y se morían.

—¿Y por qué no habló alguien con ellos?

—¿Con los nobles? Siempre estaban borrachos. Los campesinos les besaban los pies y, a cambio, recibían unos cuantos golpes con la fusta. Las muchachas volvían a casa con la camisa_ensangrentada, y al cabo de nueve meses parían bastardos.

^Entre los judíos no existen malhechores de ésos.

—¿No? ¿Qué hacen los aristócratas judíos?

—No hay aristocracia judía.

—¿Y quién posee la tierra?

—Los judíos no poseen tierras. Cuando contaban con un país propio, ellos mismos cultivaban la tierra y tenían viñas y olivares. Pero aquí, en Polonia, viven del comercio y de la artesanía.

—¿Y eso por qué? Nosotros estamos mal, pero si trabajas mucho y consigues una buena esposa, al menos posees algo. Staj era tan fuerte como vago. No debió casarse conmigo sino con Basha. Todo lo postergaba; si cortaba el heno, lo dejaba esparcido por el campo hasta que se pudría a causa de la lluvia. Sólo le gustaba sentarse a charlar en la taberna. La verdad es que le había llegado la hora. En nuestra noche de bodas soñé que estaba muerto, con la cara tan negra como el puchero. No se lo dije a nadie, pero estaba segura de que no duraría mucho. El día en que ocurrió, no hacía mal tiempo. Sin embargo, de repente, un rayo entró por la ventana. Rodaba como una manzana de fuego buscando a Staj. No estaba en la cabaña, pero el rayo entró en el granero y allí lo encontró. Cuando llegué a su lado, tenía la cara como el hollín.

—¿Nunca ves nada bueno en tus sueños?

—Sí, ya te lo he dicho. Vi que llegabas tú. Pero no soñaba, sino que estaba despierta. Mi madre freía tortas de centeno y mi padre había matado a una gallina que se moría de hambre porque le había salido una verruga en el pico. Mojé las tortas con caldo y miré en el cuenco, en que flotaban círculos de grasa. Entre el vapor que se elevaba, te vi como te veo ahora.

—¿De dónde sacaste esos poderes? —preguntó Jacob tras una pausa.

—No lo sé, Jacob; pero hace mucho tiempo que sé que tú y yo nacimos el uno para el otro. El día en que mi padre te trajo de la feria, el corazón me golpeaba el pecho como un martillo. Estabas sin camisa, y te di una de Staj. Iba a prometerme a Wacek, pero en cuanto te vi su imagen se borró de mi corazón. Marila no ha dejado de reírse desde entonces. Él cayó en sus manos igual que una fruta madura. Hace poco lo vi en una boda. Estaba borracho y empezó a gritar y a hablarme como antes. Marila se puso furiosa. Pero yo no lo quiero, Jacob.

—Wanda, debes quitarte esas ideas de la cabeza.

—¿Por qué, Jacob, por qué?

—Ya te he dicho por qué.

—No consigo entenderte, Jacob.

—Tu religión no es mi religión.

—¿No te he dicho ya que estoy dispuesta a cambiar?

—Nadie puede pertenecer a mi religión a menos que crea en Dios y en su Torá. Querer a un hombre no es suficiente.

—Yo creo lo que creas tú.

—¿Y dónde viviríamos? Aquí, si un cristiano se hace judío lo queman en la hoguera.

—Tiene que haber algún sitio.

—Tal vez con los turcos.

—De acuerdo, huyamos.

—No conozco las montañas.

—Yo sí.

—El país de los turcos está muy lejos. Nos atraparían por el camino.

Volvieron a quedar en silencio. Las sombras ocultaban por completo el rostro de Wanda. En la distancia, se oyó el canto de un pastor, lánguido y amortiguado, como si quien lo emitía expresara el dilema de Wanda y Jacob y lamentase su triste suerte. Soplaba una leve brisa y el murmullo de las hojas se mezclaba con el gorgoteo del arroyo que corría entre las peñas.

—Ven —dijo Wanda, y en su voz se mezclaban la orden y la súplica—. Te necesito.

—No. No puedo. Está prohibido.