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Bribón recibió a Javier con sus mejores ladridos. No bien lo dieron de alta en el sanatorio, Fermín, Rosario y Diego lo habían traído en el auto. En la víspera, Rosario había conseguido una confortable silla de ruedas, con movilidad propia. A Nieves la había traído Sonia. Los vecinos se acercaron a saludarlo y con mucho tacto se refirieron a Rocío. Con un gesto, Javier les agradeció esa discreción. Todavía no estaba en condiciones de recibir «sentidos pésames» y soportar pormenorizadas preguntas sobre el desastre. Por el sanatorio habían desfilado Leandro y Teresa, Sonia, Egisto, Alejo, Gaspar, Braulio y hasta el Tucán Velasco. El elenco completo.

—Mientras estés enyesado, siempre habrá alguno de nosotros que te acompañe.

Javier se negaba, consideraba exagerada tanta protección.

—Con esta magnífica silla que me consiguió Rosario puedo movilizarme sin problema. Hasta voy a cocinar, ya lo verán.

Nieves, Rosario y Diego fueron a la cocina con la intención de preparar café, algo que todos estaban necesitando.

A solas con Fermín, Javier se aflojó.

—Todavía no me hago a la idea de no tener a Rocío. Es como un eclipse. Además, la sensación de injusticia es insoportable. Después de todo lo que soportó la pobrecita, que ahora le ocurra esta catástrofe. No se me borra algo que me dijo una mañana, recién despierta: «El problema es que no creo en el futuro. Menos aún en mi futuro». Y todo por la soberbia y la curda de Vargas, ese hijo de puta. Cuando nos detuvimos en la estación de servicio, debí dejar que siguiera solo. Creo que hasta la pobre Gabriela estaba temblando. Estuve débil, no consigo desprenderme de esa culpa.

—Vamos, Javier. Nadie más que Vargas fue el responsable. Y bien que la pagó.

Todavía se sentía débil. De pronto se mareó, tuvo un breve desvanecimiento. No tan breve, sin embargo, como para no padecer un relámpago de pesadilla. Estaba en el andén de una estación cualquiera y un tren pasaba con lentitud, pero sin detenerse. En una ventanilla asomó la cabeza de Rita y él alcanzó a entender el grito: «Te había avisado que sabrías de mí». La respuesta de Javier, en cambio, se perdió en el bullicio de la estación: «¡Bruja de mierda!».

Cuando volvió en sí, se encontró con los ojos preocupados de Fermín.

—¿A quién le gritabas bruja de mierda?

—Yo qué sé. No fue nada —dijo él—. Sólo un mareo. En el sanatorio me mataban de hambre. Por eso estoy débil.

Sonó el teléfono y de inmediato el tableteo del fax.

Diego y Rosario aparecieron con los cafés. Nieves venía detrás, leyendo el mensaje recién llegado. Cuando se lo alcanzó a Javier, él notó que le brillaban los ojos.

El texto era breve: «Hace días que estamos llamando a todos los números de la agenda montevideana. Nadie responde. Es probable que todos los amigos estén cuidándote. Estamos tristes y también queremos cuidarte. Llegaremos el próximo jueves en el vuelo 6843 de Iberia. Besos y besos y besos, Raquel y Camila».