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Todo blanco. Cielo raso blanco. Pared blanca. Todo blanco. O quizás no. Me consta que soy Javier, piensa Javier. ¿Un Javier blanco? Sábana blanca. Mano vendada y blanca. Luces blancas, enceguecedoras, brillantes, blanquísimas, que se meten en el Mercedes. Quisiera tragar, pero no puede. En la boca, algo como un tubo. Algo que le impide tragar una saliva espesa, probablemente blanca. Un dolor va emergiendo de la nada. No sabría decir dónde. Quizá en las piernas. Aumenta de a poco, blanco a blanco. Soy Javier, piensa Javier. ¿Y qué más soy? Pequeños trazos de colores van avanzando en la memoria blanca. Amarillos, verdes, rojos, azules. El cielo raso sigue blanco, al menos eso lo tiene controlado. No puede llamar, mucho menos gritar. Hay un alarido silencioso que está a la espera. Quizá si alguien le quitara el tubo. Quizá si más tarde pudiera tragar. La sed no es blanca sino pavorosa. Sed hecha de arena, de cal, de tierra, de aserrines. Sed multicolor e insoportable. El cielo raso sigue blanco. Como si fuera a derrumbarse sobre el dolor, cada vez más intenso. Imposible quejarse con ese maldito tubo en la garganta. Imposible pedir auxilio. Quién va a auxiliarle en esta soledad intolerable y blanca. ¿Qué otras cosas ha conocido así de blancas? Tal vez el poder. Qué momento para acordarse del poder. El poder de otros. Pero cuando el poder se quita la túnica impoluta aparece su ropón de fajina, sotana o clámide, uniforme o levita, de distintos colores pero rojo de sangre y de calvario. El color blanco es apenas una síntesis, un compendio de vida. ¿O será de muerte? ¿Javier estará muerto? se pregunta Javier, entre ensueño y pesadilla, pero llega a la estimulante conclusión de que no. El dolor es un síntoma de vida. Y el dolor crece. Hasta que en el pequeño campo visual surge una presencia también blanca, de túnica blanca, y un rostro fresco de carne amable, mejor dicho un rostro amable de carne fresca, se inclina sobre su boca entubada, sonríe pero no le quita el tubo, levanta la sábana blanca y él siente un pinchazo taladrante, tal vez en la nalga. En medio de la niebla subsiguiente alcanza a oír la palabra «calmante» y el intenso dolor empieza a disminuir, hasta que por fin desaparece, junto con su conciencia.