Salieron a cenar y se encontraron casualmente con el «diputado Vargas» y su mujer, Gabriela, una gordita simpática, charlatana imparable, que al parecer estaba enterada de todos los chismes de Punta y sus alrededores y les propuso excursiones («no me digan que no han visitado la Fundación Ralli, ese extraño bunker de la posmodernidad») y jolgorios varios, incluida una visita al Casino, pero ellos, con firmeza y amabilidad, dijeron que no.
Vargas les preguntó hasta cuándo pensaban quedarse y Javier dijo que hasta el miércoles.
—Bárbaro —aulló el diputado—. Entonces vienen con nosotros. Tengo que asistir a una reunión de comisión y sólo volveré a Punta el fin de semana. También Gabriela tiene no sé qué compromiso.
—¡Cómo no sé qué compromiso! ¡El cumpleaños de tu suegra, desalmado!
Javier dijo que les agradecía mucho, pero que ya tenían el billete de vuelta de la COT y que a ellos les gustaban los viajes en ómnibus.
—¡Pero cómo vas a preferir la incomodidad del ómnibus al confort de mi Mercedes!
La insistencia fue tan agobiante, que al final, ya superada por la obstinación de aquel pesado, Rocío le hizo un pestañeo en clave a Javier y tomó la decisión:
—Está bien, iremos con ustedes.
Y con ellos fueron. En principio iban a salir a las nueve de la mañana, pero luego Vargas telefoneó anunciando que partirían al mediodía, y al mediodía avisó que mejor viajaban a última hora de la tarde, porque entonces «la carretera está más libre».
Cuando por fin los recogieron, Rocío advirtió que el diputado estaba algo achispado, pero ya era tarde para retroceder. Gabriela se instaló junto a su marido, y ellos dos en los asientos posteriores. Desde que tomaron la carretera, Vargas pisó con decisión el acelerador y sólo cuando era imprescindible aflojaba la presión. Por la derecha, las torres residenciales desfilaban como fantasmas.
Cuando Javier vio que el cuentakilómetros andaba por los 160, se atrevió a comentar que no era necesario que volaran. Gabriela volteó entonces la cabeza y acotó con resignación:
—A éste no hay quién lo sujete. Ya son muchos años de paranoia. Mi padre dice que tiene la fiebre del caballo, o sea que si ve que otro coche lo precede, tiene que pasarlo a toda costa. Y si no hay nadie a sobrepasar, entonces le ataca la otra fiebre: la del camino libre.
—Lo importante es llegar ¿no? —osó balbucear Rocío, con plena conciencia de que había expresado un lugar común y además inútil, porque Vargas, sin pronunciar palabra, seguía instalado en su complejo de Schumacher.
Había empezado a oscurecer y los coches que venían de frente traían encendidos los faros. En una ocasión, al salir de una curva, Vargas se encandiló y casi se fue a la cuneta, pero logró a duras penas enderezar el rumbo y recuperar su condición de bólido.
Se detuvieron en una estación de servicio para cargar combustible y Javier hizo un aparte con Vargas.
—¿No podés ir más despacio? Rocío está muy nerviosa.
El otro respondió sin mirarlo:
—Siempre me entusiasma poner nerviosos a los tranquilos.
—Mirá, Vargas —dijo Javier, cada vez más molesto—, allá vos con tus hábitos suicidas, pero te comunico que nosotros nos quedamos aquí.
Sólo entonces el diputado lo miró de frente.
—No seas bobo, Anarcoreta. Te prometo que de aquí en adelante iré más despacio.
No cumplió su promesa. Sólo veinte kilómetros más adelante, ya iba a 140. Al salir de otra curva, el Mercedes se enfrentó a una masa enorme y oscura, un camión tanque o algo así. Llevaba cuatro focos encendidos al máximo. Javier abrió los ojos desmesuradamente, oprimió con fuerza la mano helada de Rocío y todavía alcanzó a ver cómo aquellas luces poderosas, deslumbrantes, irresistibles, cegadoras, se metían impertérritas en el Mercedes.