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Rocío vino con la noticia de que Severo Argencio, un antiguo compañero de liceo, ahora arquitecto y casado con una psicóloga, les prestaba por unos días su piso en Punta del Este.

—No me atrae Punta del Este —arguyó tímidamente Javier—, es como ir al extranjero.

—A mí —dijo Rocío—, me gustan el sitio, la naturaleza, la península metiéndose en el mar, la Brava, el puerto, pero en cambio no me agrada la clientela, eso que Graham Greene llamaba el factor humano. Allí ni siquiera se pueden hacer encuestas. Todos mienten. Es una clase social que disfruta mintiendo. Se hacen lifting hasta en las cuentas bancarias. La patria financiera, que le dicen. No quisiera pasar allí un verano. Pero esto de ahora sería un paréntesis y además no nos cuesta nada. Son unos pocos días, y el apartamento, un noveno piso, tiene una espléndida vista sobre el puerto. ¿No te seduce?

Al final Javier accedió, sólo para darle un gusto a Rocío, que en las últimas semanas había trabajado duro y necesitaba una tregua, aunque fuese breve.

Fueron en un ómnibus de la COT y, una vez instalados en ese noveno piso, hasta Javier quedó impresionado por el panorama que aparecía en los ventanales: algo así como un Albert Marquet en vías de desarrollo.

—Algunos ricos —dijo Javier— son depravados, frívolos o esperpénticos, pero otros, como tu amigo Severo, indudablemente tienen buen gusto y saben vivir.

—Severo no es rico. Este piso fue parte de los honorarios que le correspondieron por una urbanización muy importante que proyectó y dirigió en Bahía Blanca. Él, que en el fondo es muy clase media, vive en una casita nada suntuosa del Prado, y para financiar los gastos comunes y los impuestos de este piso lo oferta en alquiler todos los veranos. Casi siempre consigue algún candidato. Entre inquilino e inquilino viene a pasar unos días con su familia, pero ahora se iban de viaje y por eso me lo ofrecieron.

—Está bien —asintió él—, resignado y con cierto sabor a mala conciencia. La sobriedad de Nieves siempre había pesado en su conducta. Lo que ganes con tu trabajo, decía ella, no tengas vergüenza ni remordimiento en disfrutarlo. Pero sólo lo que ganes con tu trabajo, no con el trabajo de los demás.

Fueron a almorzar a un restaurante de Gorlero. Disimularon como pudieron su estupor ante los precios. Estuvieron de acuerdo: en Montevideo se comía bastante mejor y mucho más barato. Luego entraron en uno de los grandes supermercados, no para comprar, sino como quien emprende un safari. Después, en la calle, ya no había que cuidarse de los precios pero sí de las motos, enormes y estentóreas, y de los coches deportivos, con chapa argentina, tripulados por los primogénitos de la patria financiera.

Más tarde, un poco fatigados del Welfare State criollo, retornaron al noveno piso y durmieron a pierna suelta su primera siesta de seudomillonarios. Y tras la siesta, el amor, que, desplegado en aquella cama enorme, casi de triple dimensión, tenía un sabor, ni mejor ni peor, pero distinto.

De nuevo fatigados, pero ahora con un cansancio alegre, se ducharon a dúo pero no se vistieron. Les gustaba verse los cuerpos. Pensando que la solitaria altura los protegía de toda mirada indiscreta (enfrente sólo estaba el puerto), se acercaron al enorme ventanal para disfrutar otra vez del paisaje. Así, primitivos y en cueros, parecían una escultura de Rodin. Estaban tan absortos en aquel panorama desusado, que sólo advirtieron la presencia del helicóptero cuando éste irrumpió en su campo visual. Volaba muy bajo, bajísimo, y el piloto, al verlos abrazados y desnudos, festejó con muestras de entusiasmo aquel descubrimiento inesperado y acabó haciéndoles la V de la victoria. Sólo entonces les sobrevino un poco de tardía e inexplicable vergüenza y cerraron las cortinas, por si el helicóptero les hacía otra visita. A fin de superar la extraña invasión (al menos ése fue el pretexto invocado), Javier propuso un trago y ella apareció con whisky, hielo y unos vasos retacones pero elegantísimos.

De pronto Rocío se puso seria.

—Cuando dormías, nombraste dos veces a Raquel.

Él la miró, sorprendido. No recordaba haber soñado con Raquel, y así se lo dijo.

—A veces no es obligatorio soñar para decir un nombre.

—Fueron muchos años de convivencia, Rocío. Tenés que comprenderlo.

—Claro —dijo ella—, ya sonriendo. No me molesta lo que digas en sueños. Prefiero acordarme de lo que decís despierto.

—Rocío —dijo él.

—Suavecito —dijo ella.

Rocío empezó a revisar entre los discos de Severo y al fin se decidió por un CD con boleros. Javier vino por detrás y la abrazó. Sabían que, a pesar de sus letras cursis, blanduzcas («te fuiste de mi vida sin una despedida / dejándome una herida / dentro del corazón», «dices tú que la juventud / ya se me fue / pero me queda mucho corazón / a mi manera»), los boleros traían tristeza, pero también una paz aderezada con deseo. Y en paz y deseo, bolero tras bolero, empezaron a bailar, diciéndose cariño al oído y besándose (improvisaron esa regla) cada vez que el o la cantante pronunciaba la palabra «corazón», que era más o menos cada quince segundos («ya no estás más a mi lado / corazón / en el alma sólo tengo soledad»). Entonces permanecían balanceándose con suavidad, moviendo apenas los pies descalzos, sólo meneando las cinturas, y de nuevo la clave («porque el corazón de darse / llega un día que se parte / el amor acaba»), obediencia debida, el mandato era boca a boca. La siguiente norma era aguardar que, después de tanto corazón apareciera la palabra «felicidad» para que la empírica, deseada unión se llevara a cabo, por favor basta de corazón, para cuándo esa esquiva felicidad, y ya que aquel remiso vocalista seguía sin nombrar la palabra esperada, ahí nomás resolvieron decir felicidad a dos voces y se volcaron de nuevo en aquella cama, que más que una cama era un territorio libre de América. Mientras tanto, y en medio del vaivén, Javier recordaba que ese deporte del baile afrodisíaco también lo había jugado antes, mucho antes, con Raquel, sólo que no con boleros sino con tangos. Altri tempi.

Cuando subieron de nuevo el volumen del Portable Stereo CD System, la voz, cualquier voz, había encontrado por fin la palabra perdida: «Es inútil que pienses / en la felicidad».