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Las voces del regreso, o también: Los rostros del regreso. Podría ser el título para uno de sus artículos. Pero —piensa Javier— ¿a quién puede interesar en España el panorama que encuentra a su regreso un exiliado latinoamericano? La verdad es que tampoco demostraron mucho interés cuando algunos de sus propios y más conocidos exiliados (en esa época se escribía exilados) fueron regresando. ¿Recuerdan a Max Aub? Ni siquiera hoy, a más de veinte años de su muerte, se han permitido recuperarlo. ¿Cuántos años demoraron en otorgarle a Alberti el premio Cervantes? El desexiliado siempre promueve recelos en aquel que se quedó. No, no voy a escribir un artículo sobre un tema que provoca tantos escozores en quien lo escribe como en quien lo lee. Sin embargo, el regreso tiene rostros y tiene voces. Está, por ejemplo, el rostro de las calles, de las manifestaciones, de la primera página de los diarios, de los homenajes, de los repudios. Y está la voz de los mercados, de los estadios, de las ferias, de los vendedores ambulantes, de los políticos en cuarentena que se defienden acusando, de las víctimas que perdonan y de las que seguirán odiando de por vida, de los desaparecidos, de los memoriosos, de los amnésicos. Y sobre todo están las voces del silencio, que pueden llegar a ser ensordecedoras.

Uno regresa —se dice Javier— con la imagen de una calle en agfacolor o kodacolor o kakacolor, y se encuentra con una calle en blanco y negro. Uno vuelve con una postal de cafés tradicionales, donde todos discutíamos de todo, y se topa con los McDonalds y otras frivolidades alimenticias. Uno se repatria con nostalgia de los abuelos y se encuentra con las zancadillas de los nietos.

Las calles del regreso tienen basura, casi tanta como la de antes, pero es una basura posmoderna. Los desperdicios ya no se componen de sobras tradicionales, sino de carencias y largas nóminas de lo que falta. Antes eran miserables aficionados, individualistas, los que hurgaban en los tachos. Ahora los hurgadores son profesionales, dueños de carritos con jamelgo escuálido y niño cochero, y otorgan por fin a las calles la identidad tercermundista que hasta aquí ocultábamos con pudor patriótico. La desocupación se ha vuelto bagayera y sus motivos tiene.

Los rostros —piensa Javier—, si no han sido estirados por los «cirujas», padecen las honorables arrugas del tiempo. El sábado se cruzó con una antigua vecina, que doce años atrás era una veterana jacarandosa y ahora es la viejita del Mazawattee. Las voces, si no han sido acalladas por el pánico, padecen afonías o farfullan improperios. Siempre hay algún hijo de desaparecidos al que no le hacen gracia las reapariciones. Los padres postizos están de moda. Cuando alguien reclama pruebas de sangre, sólo falta que algún doctor en leyes proponga pruebas de linfa. Pero no es lo mismo. Nada es lo mismo.

Y sin embargo, cuando un español bienintencionado viene aquí por unas semanas, regresa a la Península encantado con Montevideo y sobre todo con Punta del Este, nuestra peninsulita de bolsillo y balcón de gala. Somos amables —según ellos—, generosos, casi no hay atascos en las calles céntricas (¡ah, si la Gran Vía fuera tan moderada en coches como 18 de Julio!). El churrasco es exquisito; los restaurantes del Mercado del Puerto, una preciosura con folklore incluido; el dulce de leche y el fainá todo un descubrimiento aunque sin carabelas; los ombliguitos femeninos son casi europeos; no hay indios, casi no hay negros, y cuando los hay, crean esa maravilla de las Llamadas. Punta del Este, además, con millonarios porteños y sin jeques árabes, es una Marbella sin Jesús Gil y Gil, y más garbosa. Con certámenes internacionales de belleza y sin hooligans británicos, es una Mallorca curada de espanto. Sí, vuelven encantados, y no falta el prestigioso intelectual ibérico, que luego de pasar una noche en Montevideo y dos en Punta del Este, nos brinde una lección de cordura y pragmatismo, haciéndonos saber que es una aberración que nos quejemos tanto, cuando en todo caso tenemos un país casi europeo, lo que es mucho decir. Tanto gusto.

Vuelven encantados —piensa Javier— y a mí me gusta que les guste, y no me preocupa demasiado que el encanto se base en razones crudamente turísticas. Por supuesto preferiría que, para obtener una visión más cercana a la realidad, conocieran otros rostros, con arrugas, cicatrices y pecas, y otras voces, así fueran con tartamudeces, conminaciones y rabietas.

Yo mismo —admite Javier—, si me propusiera emborronar un croquis del país que encontré, tendría mis dudas. Es cierto que la Avenida está sin árboles; que la Plaza Cagancha y la Plaza Fabini se han transformado de veras y resultan más acogedoras; que los inmigrantes coreanos han invadido dos o tres manzanas del Centro, donde abundan discotecas y cabarets; es cierto que los jóvenes Braulios andan sin rumbo, muchos viejos sin pensión y familias enteras sin vivienda. Pero nada de eso confirma una transformación radical. El cambio que advierto tiene poco que ver con esos matices. Es sobre todo una alteración de atmósfera, un cierto trapicheo ético, como si la ciudad tuviera otro aire, la sociedad otra inercia, la conciencia otro abandono y la solidaridad otras ataduras. La voz de los silencios me revela más claves que la voz de los alaridos. No sé a ciencia cierta si yo he crecido y el país se ha enanizado, o si, por el contrario, es el país el que se ha expandido y yo soy el pigmeo. Los rostros del regreso no son tan sólo las calles, las plazas, las esquinas, la Vía Láctea tan valorizada en los apagones. Están asimismo los rostros del prójimo y la prójima, es allí que descubro una lenta angustia, todo un archivo de esperanzas descartadas, una resignación de poco vuelo, unos ojos de miedo que no olvidan.

Después de todo —concluye Javier— ¿soy o estoy distinto? En inglés serían sinónimos: sólo existe to be. Pero en castellano hay diferencia. Puede que no sea tan distinto; que en el exilio haya olvidado cómo era. ¿Me siento extraño o extranjero? En francés sería más fácil: sólo existe étranger. Y están las voces del regreso. Voces que han cambiado de registro, de tono, de volumen; voces que han pasado de falsete a vozarrón, de aguardentosa a aflautada y viceversa. El problema es que siguen diciendo lo mismo. Voces que han pasado de la confesión a la condena, de la súplica a la exigencia. Voces con bozal y voces con bocina. Pero voces al fin. Todo es mejor que la mudez ¿no?