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Fernanda le contestó a Javier a los pocos días de recibir su carta. Era evidente que se sentía feliz de que se hubiera sellado la reconciliación y por supuesto autorizaba a Javier a que participara a Nieves del intercambio. Como de costumbre, Fernanda se resistía a usar el fax. Tenía la sospecha de que, ya que esa comunicación se llevaba a cabo a través de líneas telefónicas, fuera vulnerable a los famosos pinchazos. En Estados Unidos todo el mundo teme que alguien, alguna vez, pinche su línea. Pero hijita, le decía su mejor amiga, una rican que enseñaba semiología en la misma Universidad, también las cartas pueden ser violadas. Sí, claro, pero es más complicado, deja más huellas. De modo que las cartas de Fernanda llegaban indefectiblemente por correo aéreo, urgente y certificado.

Cuando Javier le mostró las cartas a Nieves, ella se conmovió. Hacía años que él no la veía llorar.

—No te preocupes, hijo, es de alegría. En mi fuero íntimo nunca pude aceptar que Fernanda y vos no se sintieran hermanos. Con Gervasio es distinto. Él es duro, ambicioso. No sé de quién lo hereda.

—También yo me siento mejor a partir de este gesto de Fernanda.

Nieves se pasó un pañuelo por los ojos llorosos y regresó a la sonrisa que la rejuvenecía.

—Ahora ya puedo morir tranquila.

—Por favor, Nieves, no digas pavadas. Nada de morirse. Ni tranquila ni intranquila. Estás hecha de buena madera.

—Puede ser, pero a esta altura tengo la impresión de que está algo apolillada.

Cada vez que visitaba a su madre, Javier se sentía cómodo, más a gusto que en la soledad de su casa y hasta más a gusto que en el apartamento de Rocío. La casa de Nieves era lo más parecido a un hogar.

La «señora Maruja» había mejorado de su constipado, pero aún no estaba en condiciones de cumplir su jornada completa. A pesar de la preocupación de Nieves, todos los días venía dos horas, siempre en la mañana, para ayudarla en las tareas más elementales. No se quedaba a la hora del culebrón, pero Nieves sí lo veía, sobre todo, según le dijo a Javier, «para luego poder contarle a la “señora Maruja” el capítulo de la víspera». Como de costumbre, Javier se burlaba de esa adicción encubierta.

—Decime, Nieves, ¿qué te parece si le regalamos a la «señora Maruja» un televisor, de esos pequeños, así no te sentís obligada a ver esa basura?

Nieves se sintió atrapada, pero igual se defendió como gato entre la leña.

—No, hijo, dejémoslo así. No quiero que te metas en gastos. Un televisor, aunque sea pequeño, sale mucha plata.