Cada día lo veo con mayor nitidez:
mi cuerpo, este cuerpo, es lo único mío,
mi casa solariega, mi propiedad antigua.
Qué pobreza, qué lujo
de futura ceniza.
Viajo por él sin guía y sin resguardo
y como en un safari recorro sus penurias,
sus abras y archipiélagos,
sus redes varicosas,
sus manchas y suturas,
sus rótulas tarpeyas,
y hasta las cicatrices, ese agüero
del mañana que acecha.
No hay duda que mi cuerpo es lo único mío,
mi testamento ológrafo,
mi convincente nada, mi destino,
pero también mi dulce
memoria de Rocío.
Estiro con la yema
de mi pulgar villano
las costuras del tiempo,
pero no bien la quito
renacen y se afirman
todos sus amuletos.
La cabeza candela no existe como faro.
Es la que atiende y juzga,
la que asimila y sueña,
la que se subordina
y a veces se subleva,
la que espera el regalo
de otro cuerpo a la espera,
la que organiza tactos
y visiones y yugos
y resume en su piel
el pellejo del mundo.
Pese a todo mi cuerpo
es lo único mío,
mi propiedad antigua.
Qué pobreza, qué lujo
de futura ceniza.