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Había comprado El primer hombre, la novela póstuma e inconclusa de Albert Camus, y la leyó en sólo dos noches. En el segundo capítulo, el protagonista Jacques Cormery (alter ego del propio Camus) llega al cementerio de Saint-Brieuc en busca de la tumba de su padre, herido de muerte en la batalla del Marne, a los 29, cuando Jacques apenas tenía un año.

Para Javier, leer esa historia fue como recibir una bofetada o una descarga eléctrica. Tal vez porque nunca había encarado la muerte de su padre en términos de mortaja o de sepulcro. Tampoco Nieves (a diferencia de la madre de Jacques) le había pedido que fuera a ver la tumba. Por otra parte, no era un fanático del camposanto. Siempre le había parecido que concurrir allí, acarreando flores, y aun rezando frente a un sepulcro, no significaba ningún homenaje ni constancia de afecto a un ser querido («the loved one», en la acepción sarcástica de Evelyn Waugh). Bajo una losa o en un nicho, no había nada, salvo un inerte montoncito de huesos. En todo caso, «es nada pura, pero fuerte», como no hace mucho escribió un buen poeta, no Rafael el Viejo sino Rafael el Joven.

Una sola vez había concurrido de manera espontánea a un cementerio, el de Montrouge, en París, pero fue con un afán indagador, casi de filatelia literaria: quiso ver dónde estaba la tumba de César Vallejo, aquel extraño peruano que anheló morir en París, con aguacero. Al esmirriado conserje de las tumbas le costó un buen rato localizar la del poeta en uno de los arrugados planos administrativos. «Nadie viene por él», rezongó como disculpa. Sin embargo allí estaba, tras un sendero de yuyos desparejos, la placa sucia y mustia, más vieja que su tiempo de piedra, desprovista de flores. La última «morienda» (no vivienda) del cholo que escribió: «Todos sudamos, el ombligo a cuestas, / también sudaba de tristeza el muerto». Trilce. Triste y dulce. Dulce y triste sudaba el muerto en su soledad, el muerto que allá lejos y hace tiempo había escrito: «Padre polvo, terror de la nada». «Nadie viene por él», había sentenciado el escuálido tutor de osamentas, y quizá fuera cierto. Nadie viene por él pero en cambio van a sus libros, por sus poemas. Y los poemas no caben en fosas. Por eso vuelan. Como pueden, cuando pueden, pero vuelan.

Javier no le dijo nada a Nieves, pero fue al cementerio del Buceo. En realidad, no era un hecho puntual; era tan sólo una metáfora. Buceo no es Montrouge, se dijo, como reflexión introductoria que no significaba mucho. Ni su padre era Vallejo. No llevó flores ni, mucho menos, rezó. Usó aquel peregrinaje clandestino tan sólo como una recuperación, como una enmienda de la memoria, como un farolito de alertas, o en último caso como una fe de erratas: Donde dice nadie, debe decir padre. O algo así.

No era una tumba sino un nicho. Allá arriba, inalcanzable. A Javier se le antojó que eso expresaba algo: por ejemplo, que la imagen de su padre, de ese remoto Ramón Montes, le resultaba inalcanzable. Nieves tenía fotografías, claro, e incluso una de ellas, la del día de bodas, estaba encuadrada y la asistía desde el tocador. Pero estaban en una postura envarada, como si llevaran un cuarto de hora esperando el fogonazo de rigor y de época. Allí el padre parecía rubio y delgado, con una risible corbatita de moña que probablemente habría estado deseando quitarse, de ahí su gesto casi compungido y su mirada implorando socorro. (Su bigote se parecía al suyo, ¿sería también «suavecito»?) Nieves, en cambio, desde su porte de impecable blancura y transparencia de velos, o sea desde lo que entonces significaba un certificado de virginidad, transmitía serenidad en cómodas cuotas. Había otros retratos del padre, ya con sienes prematuramente canosas y sin corbata de moña, vale decir con ojos mucho más vivos y generosos, que miraban llenos de candoroso desenfado a un futuro que después se reveló condenado y exiguo. Al igual que el personaje de Camus, Javier quería saber más de aquel padre inmóvil, saber cómo se movía cuando ninguna cámara lo enfocaba, si se reía o suspiraba o estornudaba o bostezaba. Quería saber si alguna vez había llorado y por qué. Si había tenido algún indicio de la existencia del tal Eugenio. Si él a su vez había sido incombustiblemente fiel o si esos ojos vivos, esa presumible audacia sin corbata de moña, habían cautivado a más de una muchacha y si su cuerpo joven se había estrechado alguna vez con otro cuerpo joven que no fuera el de la Nieves de entonces. Saber de su padre era también saber de sí mismo. Qué genes de Ramón se habían alojado provisional o definitivamente en manos, cerebro, muslos, válvula mitral, tobillos, sexo de Javier.

Miró de nuevo hacia arriba y adivinó más que leyó el nombre (Montes todavía era legible, pero Ramón estaba semicubierto por hollín urbano o simple mugre), seguido por las cuatro iniciales de rigor: Q.E.P.D. En realidad, pensó Javier, si el viejo descansa en paz (o en guerra), será en otro ámbito, si ese ámbito existe, y si no existe, poco importa que descanse o no. Lo único cierto es que aquí no descansa.

Con este anómalo balance dio por acabada su comparecencia. No le contará nada a Nieves. Ni siquiera a Rocío. No vendrá más al cementerio, de eso está seguro, pero de todas maneras resuelve ocultar tras un biombo de timideces este paréntesis de su vida cotidiana.

Hay poca gente, muchas tumbas, pocas flores, muchos nichos, pocos pájaros. En el camino hacia la salida pasa junto a un sepulcro importante, pero sencillo. Allí una mujer joven, de pie y con los brazos cruzados, mira fijamente una placa que dice: Aníbal Frutos. No parece desconsolada sino rabiosa. De pronto ella lo mira. Javier considera oportuno inclinar la cabeza, en una actitud que él considera respetuosa, pero la mujer descruza los brazos y sin dar un solo paso lo encara y dice:

—No me acerque su lástima, por favor. Soy la viuda de Aníbal Frutos, para más datos un hijo de puta. ¿Sabe cómo y cuándo estiró la pata el muy cretino? Mientras cogía con mi mejor amiga. Vengo aquí tres veces por semana: lunes, miércoles y viernes. Nunca le traigo flores. Le pongo mi ramillete de odios, nada más. Tres veces por semana, vengo a putearlo. ¿Qué le parece?

Tomado de sorpresa, Javier no supo qué decir. Pero al fin supo. Él mismo se sorprendió al advertir su tono de burla.

—Usted perdone. ¿Y su amiga?

La mujer resopló, luego se mordió el labio.

—¡Ah! ¿Mi amiga? Rápidamente se repuso del infausto suceso. Ahora está cogiendo con otro de los maridos disponibles.

Allí explotó en una carcajada, que resonó como ajena en el cementerio, habituado a los llantos y las jeremiadas.

—¿Sabe la novedad? Mire que la noticia es fresquita. Data de anteayer. Mi mejor amiga tiene sida. La pobre. Como bien decía mi abuelita: Dios castiga sin palo ni piedra.