El vagón restaurante estaba vacío. Javier pensó que tal vez no fuera todavía hora de almuerzo, pero un corpulento camarero, casi inmóvil tras una barra más bien estrecha, le hizo señas de que se sentara en cualquier mesa. Había para elegir.
Después el tipo se acercó con parsimonia y le dejó el menú, impreso en tres idiomas. No quería comer carne, pero en la lista no había ni pollo ni pescado ni tortillas ni verduras. Sólo carne; eso sí, en incontables modalidades. Se avino pues a comer una Wienerschnitzel, a pesar de que los médicos le habían recomendado que en lo posible evitara la carne. Y todo porque años atrás había sufrido un cólico nefrítico y al parecer la carne genera litiasis.
En la ventanilla el paisaje no era muy atractivo. A lo lejos se veía una cadena de picos nevados, pero a los costados de la vía sólo había extensos trigales. Al paso del tren las espigas se doblaban y nada más. Una bandada de pájaros, distribuidos como un enorme triángulo, seguía el paso del convoy pero de a poco se fue quedando atrás.
Alguien le tocó el hombro y por un instante él creyó que fuera el camarero, pero no le había parecido tan confianzudo. No era el camarero. Era una muchacha, una preciosa muchacha que le sonreía como antigua conocida. Vestía un traje tailleur color celeste y llevaba una gargantilla que parecía de oro.
—¡Javier! —exclamó ella—. ¿Te acordás de mí? Soy Rita.
Sin darle tiempo a reaccionar lo besó en ambas mejillas.
—¿Puedo sentarme?
—Por supuesto. ¿Querés almorzar conmigo?
Desde el escote, por debajo de la gargantilla, a Javier lo hipnotizó el inicio de unos pechos espléndidos. Le alcanzó el menú y ella lo estuvo examinando durante largo rato. Él, como ya conocía el menú, se dedicó al escote.
—Lástima que no tengan pescado.
—Ni pollo ni verduras ni tortillas. Sólo carne.
—Resignémonos, pues.
El camarero tomó nota del pedido. Hablaba una extraña jerga, mezcla de francés, italiano y alemán. A pesar de que iban a comer carne, Rita dijo preferir el vino blanco, y Javier, con un gesto de displicente veteranía e impecable pronunciación, dijo: Liebfraumilch. El tipo lo miró con asombro, pero la sonrisa de ella fue como un aplauso.
—Así que conocés a Claudio.
—Muy poco. Sólo una vez hablé con él.
—¿Te gusta su pintura?
—Me gusta. Más la de antes que la de ahora.
—Claro, la de antes. O sea, cuando me tenía, no digamos de modelo, pero sí de tema.
—Precisamente.
—¿Vos qué hacés? ¿Escribís?
—Algo.
—¿Alguna vez me has escrito un poema?
—No me considero un poeta. Más bien soy periodista.
—Sin embargo, le has escrito poemas a Raquel y a Rocío.
—No exactamente poemas. Son meros apuntes.
—¿Y cuándo pensás dedicarme un mero apunte?
—Tal vez algún día. ¿Sabés lo que pasa? No me gusta escribir «a pedido».
Por encima del mantel, ella le tomó una mano. Él sintió una corriente eléctrica.
—¿Y si yo te lo pido?
Javier quedó inmóvil. Excitado e inmóvil. Sólo se permitió un largo suspiro.
—¿Estás suspirando por mí? —preguntó ella—. Yo también suspiro por vos.
Él no consiguió pronunciar palabra, pero asintió con la mirada. Ella le tomó la cabeza con ambas manos, la acercó suavemente y lo besó en los labios.
Entre el primer y el segundo beso, dijo Rita: «Ya sabrás de mí». Y a renglón seguido: «Ya escribirás de mí». A esa altura, la erección que experimentaba Javier era casi insoportable. Por un momento tuvo la sensación de que el vagón restaurante estaba colmado y que todos los comensales eran testigos de su excitación.
Pero la vergüenza le duró poco. Tomó la cabeza de Rita con ambas manos y la besó en los labios, en los ojos, en el pelo, en las orejas. ¡Qué orejitas, por Dios!
Ella se quitó la chaqueta para besar con más comodidad y él se quitó el saco para hacerlo más ansiosamente. En ese trámite algo caótico voltearon una copa y un cuchillo cayó al suelo, de punta. El ruido metálico sonó parecido al de un triángulo de orquesta y luego siguió vibrando, como si el beso interminable hubiera servido para echar las campanas a vuelo.
No obstante, aquel toque coral se acalló de pronto y Javier advirtió la presencia imperturbable del camarero. El rictus irónico de aquel tipo enorme apenas disimulaba las carcajadas secretas que le sacudían el sólido vientre.
Sin embargo, no dijo nada. Se limitó a descorchar con la destreza de un profesional la botella de Liebfraumilch y, tras retirar la copa que cayera en desgracia, sirvió tres centímetros de aquel néctar en la otra copa, la de Javier.
Él probó el vino y le pareció magnífico, pero no llegó a expresar su previsible visto bueno. Los ladridos de Bribón habían penetrado duramente en su sueño y sin compasión lo despertaron. Antes de espabilarse por completo volvió a escuchar, en medio de su cándida niebla, el anuncio implacable de Rita: «Ya sabrás de mí».