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Después de varios días de vigilarla con cierto recelo, Javier se animó por fin a abrir la vieja caja de madera, algo así como un baúl enano, que Nieves le había dejado en custodia.

—A mis años, me da pereza ponerme a revisar tantos papeles. Ahí debe haber de todo: facturas viejas, certificados ya caducos, fotos amarillentas, cartas inconclusas, tarjetas postales, palabras cruzadas, recortes de diarios, participaciones de bodas. Llevate todo eso y un día de invierno, de ésos con lluvia en los cristales, o una noche que estés aburrido de veras y hasta Bribón bostece con lagañas, lo revisás despacito. Si hallás algo que valga la pena lo apartás, y el resto, sin misericordia, se lo encomendás a la basura, que siempre ha sido una sabia antesala de la nada.

La cerradura estaba algo oxidada, de modo que le llevó un cuarto de hora conseguir que la llave funcionara. Allí había de todo. Introdujo la mano en aquel pozo de papeles como si buscara una referencia en concreto. En realidad, no buscaba nada, pero algo encontró: un sobre abultado y con lacre que en el exterior tenía un garabato que con buena voluntad se podía descifrar como: Cartas de 1957 a 1960.

A pesar del permiso que le diera Nieves, rompió el lacre con la extraña sensación de que violaba una intimidad. Había cartas de su madre a su padre, y viceversa. Con viejas noticias y rutinas de afecto. Pero de pronto se destacó del montón una carta, escrita en un papel que había sido celestón y ahora era sepia, con la letra de Nieves y que empezaba así: «Eugenio, mi lindo». (Carajo, pensó Javier, mi padre se llamaba Ramón.) Ya con la lectura de las diez primeras líneas, supo que se trataba de una carta de amor. Más bien, del borrador de una carta de amor. Y un amor condenado, sin futuro. Aun con una sensación de culpa y sintiéndose poco menos que un espía retroactivo, siguió leyendo: «Lo que me proponés no puede ser, Eugenio. A vos te consta lo que significás para mí, pero tendría que ser otra mujer para seguirte. Me sentiría mal por el resto de mis días. Ramón y yo somos algo más y algo menos que marido y mujer. Si te abrazo, siento que mi cuerpo responde en plenitud, con una intensidad que pocas veces he llegado a sentir con Ramón. Pero Ramón y yo somos bastante más que dos cuerpos. Tenemos una nutrida historieta en común, con episodios de riesgo y de una inexpugnable y mutua solidaridad. Con sólo mirarnos ya sabemos qué piensa o siente el otro. Y hay tres hijos, no lo olvides. No dudo que haya otras cotas de felicidad, más intensas y memorables. Pero no me quejo. Estoy conforme con mi vida. Ojalá me comprendas. Dudé entre comunicarte simplemente mi negativa o tratar de explicarte la razón de la misma. Elegí la segunda opción porque te respeto y también (¿para qué negarlo?) porque te quiero. Es arduo eso de obligarse a poner una forma de amor en cada platillo de la balanza, en particular cuando las dos pesan casi lo mismo. El problema es que no sólo juegan dos intensidades, dos fervores; también pesa el carácter, la sensibilidad del responsable de la balanza. Es duro conocerse y reconocerse. Es duro. Pero yo me conozco y me reconozco. Es cierto que pasa el tiempo y los propios sentimientos se ponen vallas, voluntariamente y no presionados por las circunstancias. Pero esas vallas, que al comienzo son suaves, flexibles, movedizas, se van volviendo estables, compactas, pertinaces. Mi abuela decía de ciertos desasosegados de nuestro vasto clan familiar: Son hijos del rigor. Pero a veces uno es hijo de su propio rigor. Uno crea sus rigores privados y luego no tiene otra salida que ser fiel a ellos. No sé si me entendés. Me desespero tratando de decirte la verdad. Sueño contigo y soy débil en el sueño. Deliciosamente débil. Pero cuando me despierto, sé dónde estoy, sé cuál es el cuerpo que duerme a mi lado y no es el tuyo, Eugenio. Te agradezco tu devoción, tu generoso apego, tu ternura. Te lo agradezco con mi mejor egoísmo, con mi machacada libertad. Estando contigo he aprendido mucho, no sólo de vos sino también de mí. Entre otras cosas, he aprendido a bifurcar mis sentimientos, pero también a medirlos, a elegir con dolor, a pedirte perdón. Aquí va un beso menos casto de lo que quisiera y un adiós que no puede ser sino definitivo, Nieves».

Javier se quedó perplejo. Durante un buen rato no supo qué hacer con aquel papel que le quemaba las manos. Revelación de otra Nieves, eso era. Revelación inesperada, además. Nieves de corazón abrumado. Nieves de encrucijada. En fin, pobre Nieves. Y pensó que su padre, ese Ramón presente y ausente en aquellas líneas, debió ser un hombre digno de ser querido, a tal punto merecedor de amor que, sin saberlo, fue capaz de triunfar desde la sombra en un cotejo bastante enconado. A medida que leía la carta, Javier la empezó a ver como una película. No en colores, sino en blanco y negro. Con rostros del cine, inolvidables y mezclados, en imposible amalgama. Como si una Valentina Cortese le escribiese esa carta a un Gerard Phillipe, con la mirada de un Spencer Tracy allá en el fondo. Todo en un desafiante blanco y negro.

Pero debajo de aquel borrador (de la carta real, no la del cine imaginario), y prendido a él con un ganchito oxidado, había un desbaratado recorte de diario, en realidad un aviso mortuorio: «Eugenio Chaves Silva —(Q.E.P.D.)— Falleció en la Paz del Señor, confortado con los Santos Sacramentos, el día 18 de mayo de 1953. Su esposa: Nélida Rivas; sus hijos Celso y María del Rosario, participan con hondo pesar dicho fallecimiento e invitan para el acto de sepelio a efectuarse hoy, a las 10 horas, en la localidad de Vergara, Departamento de Treinta y Tres».

No era invierno ni golpeaba la lluvia en los cristales, como había recomendado Nieves. Bribón no bostezaba y la luna fisgoneaba en la ventana. Así que, para mayor tristeza, el tal Eugenio se le murió, pensó Javier. Después de todo fue una solución. Dios (si existe) o acaso el cáncer (vaya si existirá) acabaron con todos los estupores, frustraciones e incertidumbres. El dilema pasó a ser: Ramón o la muerte. Y ganó Ramón. Al menos ese round decisivo, ya que el combate final lo iba a ganar como siempre la muerte, y por KO. Y no en blanco y negro sino en tecnicolor, a la medida de Natalia Kalmus.