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Lorenzo. Aquel que (después de estudiar concienzudamente El matrimonio perfecto, de Van de Velde) se había iniciado, a orillas del Yi, con la estimable colaboración de una linda primita, Lorenzo, ese mismo. Lo había llamado por teléfono y quedaron en encontrarse en un boliche del Cordón. Javier llegó un poco antes de la hora señalada. Eligió una mesa junto a la ventana y pidió una grapa con limón. A las seis de la tarde, la gente se movía con un apremio contagioso. No era posible que todo el mundo anduviera tan apurado. Más bien parecía que aquel enjambre de hombres y mujeres, muchachos y muchachas, fueran arrastrados por una histeria colectiva, o al menos por una urgencia ficticia.

Apareció Lorenzo y se fue acercando por entre las mesas. Esta vez, a Javier le pareció más joven. Tal vez porque venía de campera y pantalón vaquero, o porque exhibía una sonrisa franca. La sonrisa, cuando no es falluta, siempre rejuvenece, pensó Javier.

—¡Anarcoreta, salud!

—¡Salud, Lorenzaccio!

Javier le preguntó si él también quería una grapa, pero Lorenzo venía con otras intenciones: un balón de cerveza, una pizza y tres porciones de fainá.

—Bueno ¿y qué?

—Nada del otro mundo. Me pareció que era hora de que intercambiáramos perplejidades.

Allí nadie hablaba en voz alta, pero la suma de tantas voces bajas daba como resultado una batahola ensordecedora.

—¿Y cuál es tu perplejidad número uno?

—¿Vos te fijaste —preguntó Lorenzo— que cuando nos reunimos los del antiguo grupo nunca hablamos de política? De cine sí, o de fútbol, o de sexo, pero no de política. ¿Qué nos pasa, Javier? ¿Tenemos vergüenza del pasado? ¿O estamos enfermos de timidez?

—No sé. A mí también me ha llamado la atención. ¿No será que ya no somos una piña? ¿No será que con los años nos hemos bifurcado, que hemos perdido cohesión y afinidades? Han pasado tantas cosas.

—Puede ser. Pero ¿por qué no ponemos sobre el tapete esas diferencias? La verdad es que sería poco menos que milagroso que, después de las volteretas que ha dado el mundo, siguiéramos todos encuadrados como antes, corriendo en el mismo andarivel.

—Quizá lo que ocurre es que estamos inseguros. Y que cada inseguridad es distinta de la otra.

—¿Sabés por qué es distinta? Porque nos han metido el miedo. Hace tiempo que el miedo forma parte de nuestra rutina. Yo creo que nunca más nos desprenderemos de esa inhibición. Antes lo discutíamos todo. La actitud individual formaba parte de una actitud colectiva. Ahora en cambio cada uno mastica en silencio sus rencores, sus amarguras, sus pánicos, sus prejuicios, sus cortedades. En consecuencia es más débil y más frágil. Hemos perdido confianza, che, mutua confianza, y eso nos vuelve mezquinos.

Con el calor de la discusión, no habían advertido que el mozo había acomodado la bandeja bajo el brazo y seguía el diálogo con interés.

—Tenés toda la razón, hemos perdido confianza —dijo, mirando y tuteando a Lorenzo, y se alejó para atender otras mesas.

—¿Viste? —comentó Lorenzo—. Hasta el camarero está de acuerdo.

—A veces pienso que esas reticencias pueden deberse a mi presencia. No te olvidés que soy un ex exiliado, alguien que no estuvo aquí mientras pasaban cosas muy graves. ¿No creés que eso pueda generar cierto recelo?

—De ningún modo. Te aseguro que cuando vos todavía no habías regresado, sucedía lo mismo. Es un estado de ánimo generalizado. ¿Te diste cuenta de que los comités de base del Frente Amplio están casi desiertos?

—Vos mencionaste el miedo. Pero ¿qué motivos racionales subsisten hoy para el miedo? No veo un clima de pregolpe, ni siquiera de represión organizada.

—¿Motivos racionales? Tenés razón, no existen. Pero irracionales, sí. Mira, yo de muchacho tuve culebrilla, eso que ahora se llama «herpes zóster». Dolorosa y prolongada, una porquería. Estuve como dos meses caminando encorvado. Un día se me fue y por suerte no reapareció. Sin embargo, en la cintura me quedó una mancha alargada, algo así como la cicatriz de una quemadura. Y cada vez que me acuerdo de la culebrilla, como ahora por ejemplo, siento un escozor en la cicatriz. Bueno, con el miedo pasa lo mismo. Es una culebrilla psicológica. Como vos decís, ya no hay motivos racionales para sentirla, pero en la cicatriz del miedo queda un escozor.

—¿Vos todavía sentís miedo?

—Claro que lo siento. No en la vigilia, pero sí en el sueño, en las pesadillas. Hay noches en que Lina me despierta, porque me castañetean los dientes o emito una queja finita. Y es porque en el sueño me han metido (como en los viejos tiempos) la cabeza en un balde de mierda o siento un golpe eléctrico en los huevos. Y por lo común necesito un té de tilo (Lina siempre tiene a mano un termo de emergencia) y una media hora de sosiego, mejor aún si ella me da unos buenos masajes en la nuca y los hombros. Admito que esas pesadillas son cada vez menos frecuentes, pero todavía comparecen. Es difícil vaciar de miedos la memoria.

Lorenzo Carrara. Lorenzaccio para los más cercanos. Entre los muchos episodios que recuerda Javier, hay uno que lo define. En pleno gobierno de Bordaberry, ya en las proximidades de la dictadura, Javier y Lorenzo iban en un Volkswagen a cierta reunión non sancta. No sabían mucho el uno del otro; en realidad, se habían conocido en la víspera. Manejaba Lorenzo. En avenida Italia, poco después del Clínicas, aparecieron sorpresivamente los milicos. ¡Documentos! Javier y Lorenzo mostraron los suyos. El soldado examinó primero el de Lorenzo y enseguida lo miró a los ojos. Todavía no era odio, pero sí soberbia. «Van a tener que acompañarme.» El tono era áspero, cortante, pero Lorenzo permaneció impertérrito. «¿Me ha oído o se lo tengo que repetir?» Javier vio que Lorenzo transformaba su rostro en una máscara de rabia. «¡Por supuesto que lo he oído, bobeta! ¿Así que acompañarlo, no? ¿Pero no se ha dado cuenta de que está hablando con el hijo del general Carrara? ¡Haga el favor de apartarse y no molestar!» El pobre soldado enrojeció de algo parecido a la vergüenza y apenas pudo balbucear: «Perdone, señor, no me di cuenta». Les devolvió los documentos, dijo otra vez «Perdón» y les franqueó el paso. Tres cuadras más adelante, Javier se animó a comentar: «Así que tu viejo es general». «¿Estás loco? Mi viejo es jardinero y a mucha honra. Te confieso que el miliquito me dio pena. Pero ¿qué iba a hacer? ¡Con el montón de folletos más o menos subversivos que llevo en el maletero! Hay que tratarlos a prepo ¿viste? es el único lenguaje que entienden.» Lamentablemente, tiempo después, en otra redada y ya bajo dictadura, la famosa prepotencia no le dio resultado, quizá porque esa vez no se trataba de un soldadito sino de un teniente, y ése fue el comienzo de su larga cana: siete años.

Hubo un largo silencio, mientras Lorenzo terminaba con la última porción de fainá.

—¿Y ahora de qué te reís?

—Nada importante. Sólo me estaba acordando del general Carrara.

—Uyuy —festejó Lorenzo—. Más vale que se haya acogido al retiro.