Querido Javier [la carta es de Fernanda]: Hace varias semanas que intento escribirte y sincerarme contigo. Pero es difícil. Siempre hubo entre nosotros una distancia poco menos que insalvable, un alejamiento que a través de los años lo he ido sintiendo como una creciente frustración. Cuando Gervasio y yo estuvimos en Montevideo por el (digamos) legado de mamá, nunca se dio la coyuntura de que vos y yo habláramos a solas. Es cierto que el último día fui a verte al videoclub, pero ya no había tiempo ni espacio para hablar con calma, para derribar barreras tan antiguas (y tan oxidadas) como las que ahora y antes nos han separado.
Gervasio no sabe que te escribo y es seguro que no lo aprobaría. Quedó muy disgustado con tu actitud prescindente. Durante el vuelo de regreso no se cansó de repetirme: «Lo hizo para despreciarnos, para agitar la banderita de su dignidad y lograr que nos sintiéramos mezquinos». Yo no estoy de acuerdo, Javier, con ese juicio. Creo que vos, desde muy temprano y debido tal vez a la influencia de aquel maestro (¿se llamaba don Ángelo, no?) que tanto admirabas, siempre tuviste otro enfoque sobre la vida, sobre la familia, sobre la sociedad, incluso sobre el dinero. No tengo inconveniente en admitir que sos el más coherente de los tres. Y comprendo por qué has sido siempre el preferido de mamá: en realidad, sos el único que le ha transmitido afecto, tanto cuando estuviste lejos como ahora que estás cerca.
Entre Gervasio y yo no siempre ha habido acuerdo. Él es fuerte, empecinado, ambicioso, y yo en cambio soy mucho más débil y por lo general me dejo arrastrar por él. Te confieso que yo no compartía su actitud en relación con el legado que iba a recibir mamá. Varias veces le dije: No nos apresuremos, ya verás que mamá, de modo espontáneo y sin que la presionemos, se va a acordar de nosotros. Gervasio, en cambio, no quería dejar nada librado al azar, quizá porque era consciente de que teníamos muy pocos méritos para que mamá «se acordara» de nosotros.
Por eso actuó como actuó. Aquí debería decir: por eso actuamos, porque en el fondo, sea por debilidad, sea por cobardía, también me siento responsable de un episodio que no fue muy glorioso que digamos. Sabía que ibas a reaccionar como reaccionaste, me pareció que concordaba con tu línea de vida. Pero Gervasio creyó que esta vez la tentación del dinero, la posibilidad del buen pasar, te iba a convertir en nuestro aliado. Como ves, todavía le queda algo de ingenuidad. Le erró como a las peras. En mi fuero íntimo me alegré de que no cedieras. Si el pronóstico de Gervasio se hubiera cumplido, me habrías defraudado.
No obstante, hay algo que tenés que comprender. Vivir en este país, no como eventual turista o como usufructuario de una beca, sino como residente al firme; vivir en este país en estas condiciones te cambia la vida. Y si por añadidura decidís quedarte para siempre, o para casi siempre, te la cambia aun más. La urdimbre social, política, universitaria, religiosa, deportiva, científica, periodística, doméstica, etcétera, es atravesada y descompensada por el culto al dinero. Por sus riquezas naturales, por su composición pluriétnica y multilingüista, por el espíritu de su Constitución y su trama democrática, esta nación podría ser una suerte de paraíso, pero el desaforado culto del dinero la ha convertido en un infierno. Y todo aquel que, por innata incapacidad, por falta de títulos o de influencias, por desgana o saturación, o simplemente por mala suerte, no es un devoto de ese culto, se va convirtiendo de a poco en un ente marginal. Aquí, como en todas partes, el éxito genera mucha envidia, pero el fracaso, en cambio, genera un menosprecio casi patológico. La turbamulta de borrachos, drogadictos, mendigos profesionales, estafadores de poca monta (los de mucha están en lo alto), es tan representativa de este país como el American Way of Life. Si el sida y el Alzheimer los han golpeado con tanta fuerza, se debe a que son plagas pluriclasistas, o sea que no se limitan a destruir a los de abajo. El hecho de que, por ejemplo, Rock Hudson y Ronald Reagan figuren en las respectivas nóminas de víctimas, le revela a la invicta catedral del dinero la irreverencia total de semejante apostasía sanitaria. Y ése sí que es un susto.
Por desgracia, ya no puedo arrancarme de aquí. Mi marido (hace diez días que nos casamos, por fin), mis hijos, mi trabajo, mi futuro, yo misma, estamos para siempre incorporados a esta lujosa miseria. Bien sé que, pese a todo, no está fuera de mi alcance proferir algún día un alarido de libertad, pero para eso se precisa mucho coraje. Y cuando pienso en arrastrar a toda mi familia a un destino precario, inseguro, o (la otra posibilidad, la más egoísta) en abandonarlos y apuntarme a otra vida, asumo que soy cobarde por definición y no sé si por vocación. Aquí me quedaré, pues, pero siento que mi currículo profundo (no el nutrido y brillante que presento en las Universidades) es un metódico derrumbe, algo así como una aburrida teleserie del fracaso, desarrollada (hasta ahora) en 51 capítulos. No sé si a esta altura ya te habrás dado cuenta, pero en el fondo te envidio. Bien, al fin me salió toda la historia que quería contarte, ser por una vez franca contigo. Ojalá te vengan ganas de contestarme. Mi ilusión es que de a poco vayamos derribando nuestro personal murito de Berlín. Dale de mi parte un beso a «tu» Nieves. Te abraza Fernanda.