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Alguna que otra vez, cuando Javier se despertaba en plena noche transfigurada y en compacta oscuridad, padecía una breve desorientación. ¿Dónde estaba? ¿En Madrid? ¿En un hotel de Roma? ¿En su casa de Nueva Beach? ¿En el apartamento de Rocío? Si intentaba abandonar la cama para dirigirse, por ejemplo, al baño, y lanzaba sus piernas hacia la derecha creyendo que estaba en el hotel donde solía hospedarse en Roma, se golpeaba, a veces fuertemente, contra la rugosa pared de Nueva Beach. Otras noches, seguro de hallarse a solas en su casa de la playa, emprendía con decisión el descenso por la izquierda, y se encontraba con el cuerpo de Rocío.

Esta vez, arrancado bruscamente del sueño por una desaforada alarma de automóvil, su aturdimiento fue mayor que el de otras noches. ¿Dónde estaba? ¿Dónde? Movió con cautela un brazo y halló otro brazo, sin duda femenino. Estoy en Madrid, pensó, todavía en borrador. Estoy en Madrid porque este brazo es de Raquel. Se sintió satisfecho con que aquel brazo fuera de Raquel. Pero la voz grave y somnolienta (¿qué pasa, Javier?) que sonó en lo oscuro, no era de Raquel sino de Rocío. Nada, dijo él, me despertó esa alarma. Ah, susurró Rocío antes de sumergirse de nuevo en el sueño.

Javier, sin embargo, no se sumergió en el suyo. El amago de placer que experimentó al imaginar que el brazo contiguo fuera de Raquel lo introdujo en un insomnio de dudas. Para confirmar su presente, o tal vez para despejar sus dudas, fue acercando la mano al cuerpo de Rocío y se detuvo en un pecho, el izquierdo. Aún desde el sueño, el cuerpo contiguo respondió vivaz a la convocatoria de aquella mano, y de ese modo pragmático y primario Javier confirmó que en efecto se trataba de Rocío. Todavía con los ojos cerrados, ella apenas balbuceó «suavecito» y él fue organizando su invasión. Eso de «suavecito» era una clave. Una de esas palabras, tontas a veces, o simplemente cursis, que sin embargo se instalan con fuerza en el vocabulario de los amantes. En su primera noche, allá en Nueva Beach, mientras él la besaba, ella había dicho: qué suavecito es tu bigote, me encanta. Y luego, cuando lo llamaba por teléfono, ella empezaba preguntando: cómo está el suavecito, y él respondía: echándote de menos. De a poco la palabrita se fue convirtiendo en «la cosa de ellos». Sin ponerse previamente de acuerdo, la eliminaron del saludo telefónico y la reservaron para el diálogo de los cuerpos. Por eso, cuando ella la extrajo de su noche individual y la insertó en la que compartían, él sintió un repentino aleteo en el alma y una inconfundible lumbre en el sexo. A partir de ahí, todo fue ritmo y esplendor, modesta gloria. Cumplida ya su misión, la alarma del automóvil dejó finalmente de sonar, y los dos cuerpos se arrebujaron en el nuevo silencio como en un nido.