Este taxi —pensó Javier— huele peor que el que tomaba Holden Caulfield al comienzo del capítulo 12 de The Catcher in the Rye (traducido a lo bestia en castellano como El guardián entre el centeno) del viejo y misterioso J. D. Salinger.
—Perdone, señor —dijo el taxista (no el de Salinger sino el de Javier), hablando a través de la mampara—, hace como cuatro horas que subió una señora, un poco borracha según creo, y sin pedirme permiso vomitó en el coche. La bajé en el primer semáforo y ni me dio propina, qué le parece. De inmediato llevé el coche al taller y allí lo estuvimos limpiando y limpiando, le pasamos de todo, desde bencina hasta detergente con vinagre, pero no hubo forma de quitarle el olor. Y yo tengo que seguir trabajando ¿sabe? La cosa no está como para retirar el coche por un vómito más o menos. Así que disculpe, señor, si quiere bájese nomás en la próxima esquina.
Y Javier se bajó. Se hizo cargo del drama del taxista, pero el olor aquel le daba tanto asco que tuvo miedo de agregar un vómito personal al impersonal de la otra pasajera. El hombre no quería cobrarle pero él le dio propina y todo. Una vez en la acera pudo respirar con ganas y hasta burlarse de sí mismo. No hay que sacarle el cuerpo a la buena acción de cada día, recitó, como siempre desprovisto de fe.
Sin proponérselo, se había bajado frente al Zoológico. Se preguntó cuándo había estado en Villa Dolores por última vez. En alguna ocasión había venido con la tía Irene, claro. Pero la última vez (tenía once años) había estado solo. De esa excursión se acordaba como si fuera ayer. Por ejemplo, de un elefante autocrítico que se propinaba tremendos latigazos con su propia trompa. De un bebé hipopótamo que había nacido en cautiverio. De un mandril que se parecía a la maestra de quinto. De un mono particularmente ágil que recorría la jaula de cabo a rabo, y de rabo a cabo, y siempre se las arreglaba para acercarse por detrás a su hembra favorita (por cierto, no estaba mal la monita) y le tocaba el culo con una ternura casi ecológica.
Sobre todo se acordaba del tigre. No tenía mucho público. Los monos y las jirafas acaparaban la atención de los visitantes. Echado en el centro de la jaula, con las patas delanteras cruzadas como un burócrata, miraba hacia el exterior, pero también podía ser que mirara hacia el infinito. En otras ocasiones Javier había visto al tigre moviéndose con un paso nervioso, casi con rabia, pero ahora estaba inmóvil. Su mirada no reflejaba odio ni angustia, ni siquiera hambre. Aquellos ojos transmitían reflexión. Javier nunca los pudo borrar de su memoria y años después llegó a la conclusión de que era una mirada filosófica. Cuando él se había acercado a la jaula, siempre a prudencial distancia de los barrotes, el tigre dejó de columbrar el infinito para enfocarlo a él. Y era una mirada de igual a igual. Un puente entre la sabiduría y la inocencia. De puro ansioso, Javier había bostezado, y entonces el tigre abrió también su bocaza, en un bostezo inesperado y descomunal. Aquel Javier de once años sintió que el animal lo había imitado y hasta le pareció distinguir un sesgo irónico en los ojos semicerrados y legañosos. Entonces el tigre se levantó, liviano, sin esfuerzo. Sus pasos de felpa recorrieron los pocos metros de su encierro. Tantos años después, Javier recita mentalmente el (entonces ignorado) soneto de Banchs: «Tornasolando el flanco a su sinuoso / paso va el tigre suave como un verso / y la ferocidad pule cual terso / topacio el ojo seco y vigoroso». Y recuerda que desde allá, desde el otro extremo de su celda, el ojo seco y vigoroso lo había mirado nuevamente, ya no de igual a igual, sino de soledad a soledad.
¿Dónde estará ahora aquel tigre penetrante y meditabundo? ¿Instalado por fin en el infinito que entonces lo hipnotizaba? Javier se prometió volver a Villa Dolores, esta vez con Rocío. Como el país, como él mismo, seguramente también el Zoológico habrá cambiado. El bebé hipopótamo será tal vez un valetudinario abuelo, sumergido en aguas legatarias de aquellas declaradamente sospechosas. El mono epicúreo y tocaculos estará, si sobrevive, lidiando con su próstata. Y un tigre, otro cualquiera, atlético y hereje, repasará no sus barrotes sino los del mundo.
Sí, tendrá que volver una tarde cualquiera a Villa Dolores. Intuyó que en ese pequeño Gran Zoo podría hallar una aceptable síntesis de la vaga y problemática identidad nacional. Mientras tanto, optó por hacerle señas al primer taxi, pero antes de ascender olfateó concienzudamente el interior. Le llegó un aire de lavanda. Sólo entonces subió. Como venía sucediendo desde la obligatoria instalación de la mampara, el lugar para las piernas era angostísimo; sintió que la rodilla rechinaba. Con la garganta apretada por el inesperado dolor, consiguió farfullar: «A Dieciocho y Ejido».