—¿Qué te ocurre? —preguntó Nieves—. Tenés cara de desconcierto. Y no un desconcierto cualquiera. Un desconcierto gris.
—No sabía —dijo Javier— que el desconcierto tuviera color. A lo mejor, si busco en mi pasado, encuentro algún desconcierto verde o un desconcierto rojo.
—¿Como el Muro de Berlín?
—Digamos.
La puso al tanto de su encuentro con Servando. Ella lo halló tan absurdo como divertido.
—No me digas, Nieves, que lo encontrás divertido. Que un tipo medianamente culto, con un pasado bastante digno, se haya convertido de la mañana a la noche en un soplón a sueldo y luego en un pordiosero, primero falso y después auténtico, me parece más bien una ceremonia de mezquindad, y en todo caso una pobre historia.
—Tenés razón, pero en todo caso es una mezquindad con un toque original. Un mendigo con movicom no se encuentra a la vuelta de la esquina. Seguro que si lo volvés a ver dentro de un semestre, ya va a estar en internet.
—Lo que más me asombra es su espionaje de pacotilla y la facilidad con que aceptó esa changa. Quién sabe cuánta gente cayó por sus chivatazos. No olvides que en otros tiempos había recorrido todo el espinel de la izquierda, así que conocía montones de nombres, direcciones y teléfonos.
—Tené en cuenta que lo habían castigado.
—Piñazos, patadas. No es demasiado si se considera el nivel de aquella época. Cuántos hubo, en esos años horribles, que fueron reventados sin que señalaran a nadie.
—No sé. Siempre es difícil ponerse en el pellejo de otro. Nadie sabe con certeza hasta qué límite un individuo es capaz de soportar un castigo.
—Es cierto. No puedo saberlo ni siquiera con respecto a mí mismo. Por suerte no tuve ocasión de ponerme a prueba. Pero tengo la impresión de que Servando eligió la miseria, eligió la mezquindad. Lo que no sé es si su caso es una excepción o un prototipo. En ese largo período de tensiones, represiones y miedos, pueden haberse dado casos que, sin llegar a ser una copia textual de lo ocurrido con él, en esencia no se diferenciaran demasiado de una sordidez tan desprolija. Y si fue así, no puedo dejar de preguntarme: ¿dónde y cuándo acabó el viejo país y cuándo y dónde podrá algún día empezar el nuevo?
Nieves se pasó la mano por los ojos, como tratando de borrar algo. Quiere cambiar de tema, pensó Javier.
—¿Y cómo está Rocío? Me gusta. Debo reconocer que sabés elegir a tus mujeres.
—Al menos las que vos conocés.
—¿Sabés una cosa? No te sienta la estampa de macho jactancioso. Siempre fuiste un fiel a pesar tuyo.
—Si usted lo dice, señora.
—¿Y tenés noticias de Raquel y Camila?
—Cada una tiene su compañerito. Ya ves, hemos llegado a un «punto crucial de nuestras vidas» (yo también tengo mi cultura de culebrón) en que nos vamos, ya no bifurcando sino trifurcando. O pentafurcando, vaya uno a saber.
Javier se quitó la campera y se tumbó en el sofá-cama.
—¿Estás cansado?
—Más bien estoy como en el tango: fané y descangayado.
—Tengo la impresión de que todavía no te habituaste al regreso. ¿Arrepentido de haber vuelto?
—No. Lo que ocurre es que el país ha cambiado y yo he cambiado. Durante muchos años el país estuvo amputado de muchas cosas y yo estuve amputado del país. Todo es cuestión de tiempo. Poco a poco voy entendiendo un pasado que todavía está aquí, al alcance de la duda. Siento además que poco a poco me van admitiendo como soy, quiero decir el de ahora y no el del recuerdo. Así y todo hay experiencias incanjeables. En las casas de cambio y en los bancos podés cambiar pesetas por pesos y viceversa, pero no podés cambiar frustraciones por nostalgias. No es frecuente que el que se quedó le pregunte al que llega cómo le fue en el exilio. Y tampoco es frecuente que el que llega le pregunte al que se quedó cómo se las arregló en esa década infame. Cada uno de nuestros países creó su propio murito de Berlín y éste aún no ha sido derribado. La vuelta de la democracia, con todo lo estimulante que resulta, creó distancias, que no se miden por metros sino por prejuicios, desconfianzas. Los rencores han ingresado al mercado de consumo: unos con IVA y otros sin IVA, unos expuestos en las mesas de liquidaciones y pichinchas, y otros bien atornillados en la memoria de la sociedad. Pero vuelvo a repetirte: todo es cuestión de tiempo. Al final nos acostumbraremos a los nuevos modos y maneras y hasta llegará el día en que proclamaremos el fin de la transición y lo festejaremos con champán (o con añeja). Eso sí, seremos otros, claro, y no sé si nos gustará cómo seremos.