Poco a poco, caminata a caminata, Javier iba recuperando su ciudad. Nunca, ni ahora ni antes de su exilio, se había adaptado a la heterodoxa Plaza Independencia. El estilo abigarrado del Palacio Salvo, la cuadrada sobriedad de la Casa de Gobierno, el siempre «futuro» Palacio de Justicia, la tediosa verticalidad del edificio Ciudadela, el desmesurado Victoria Plaza de los Moon, todo ese cóctel urbano siempre le había parecido de una inarmonía casi humillante, agravada ahora por el macizo y agobiante mausoleo a Artigas, levantado durante la dictadura con un mal gusto sólo comparable al de los monumentos funerarios soviéticos. Esta plaza, pensaba Javier, es como un descampado circundado de feas y altísimas construcciones. En este descampado y en tiempos anteriores a las minifaldas, famosos ventarrones alzaron sin pudor las holgadas polleras de las buenas señoras y también las sotanas de los curas. Javier creía que, a pesar de los pesares, la plaza era poco menos que representativa de la mezcolanza y el amontonamiento de modos y maneras, de estilos e influencias, de herencia y espontaneísmo, de originalidad y mestizaje, algo que, después de todo, constituía nuestra confusa identidad.
En esa reflexión se había enredado cuando escuchó que alguien, a sus espaldas, le llamaba: «¡Señor, señor, algo para comer, hace cuatro días que no pruebo bocado!». La invocación, dicha con voz grave y convincente, partía de un mendigo, con ropa de mendigo y mano extendida de mendigo, sentado en un banco que seguramente, y por razones obvias, siempre estaba libre. Con cierta curiosidad, más que con propósito caritativo, Javier se acercó.
—¡Vaya, vaya! —dijo el que pedía— miren quién iba a aparecer por su vieja y abandonada patria. Nada menos que Javier Montes. ¿Ya no reconocés a los viejos amigos? A pesar de mi aspecto miserable sigo siendo Servando Azuela, tu compañero de banco en el Miranda.
—¡Servando! —exclamó, casi gritó, Javier.
—El mismo que viste y descalza.
—¿Pero qué te ha pasado? ¿Por qué estás aquí y así? ¿O estás representando algo? ¿Ensayando algún papel?
—No, mi viejo. Hace tiempo que el teatro se acabó para este servidor. Ahora sólo represento la realidad. Y te puedo asegurar que el mío no es realismo mágico.
—¿De veras pedís para comer?
—Claro, de esto vivo.
Javier se sentó en aquel banco insalubre, le tendió la mano pero el otro no se la estrechó.
—Perdoná la descortesía, pero mi mano está procesionalmente sucia. Y vos estás tan limpito.
—Te miro, te escucho y no lo puedo creer. ¿No me vas a explicar nada?
—Claro que te explico. Pero te adelanto que no es entretenido. En el segundo año de la dictadura caí en cana. Pero no por motivos políticos. Caí porque me pescaron haciendo una martingala fraudulenta en el casino de Carrasco. Así que por mí no se movieron los muchachos de Derechos Humanos. Tampoco me movieron mucho los otros muchachos: los verdolagas. La picana y el submarino los reservaban para los subversivos. Creo recordar que vos fuiste medio subversivo pero pudiste rajar. Enhorabuena. Yo fui un privilegiado: sólo me dieron piñas y alguna que otra patadita en los huevos. A los dos años me soltaron, pero antes me propusieron un trabajito: que me disfrazara de mendigo y aquí y allá fuera recogiendo datos y datitos. A ellos les sirve todo. Bueno, de eso viví hasta la vuelta de la bendita democracia. Reconocieron que mi trabajo les había sido útil, pero que ya no me precisaban. Tuvieron la gentileza de darme un «premio retiro». Nada del otro mundo, pero algo es algo. Sin embargo, a mí el oficio me había gustado, así que seguí de mendigo, aunque ahora trabajo por mi cuenta. Es un laburo descansado y me permite vivir sin apremios. Mi pasado semiintelectual, mi experiencia de eterno actor de reparto, me sirven para improvisar algunos discursitos que llaman la atención de la gente que pasa. Otras veces, cuando se juntan siete u ocho, les digo versos de Neruda o de Lorca. A muchos les gusta la poesía, por cierto bastante más de lo que confiesan. Y me consta que se ha corrido la voz: En la plaza hay un mendigo-poeta. Y se acercan. Hasta vinieron del diario Clarín de Buenos Aires a hacerme un reportaje. Se los concedí con la condición de que no me sacaran ninguna foto de frente. Y cumplieron. Yo trabajo en esto de lunes a viernes, de 9 a 20 horas. Un horario bastante extenso, como ves. Los sábados y domingos hay pocos clientes en la zona. Así que me empilcho, con ropa bien deportiva, y salgo con mi movicom a darme dique por Pocitos. Eso sí, por los casinos ni me aparezco. Y hago mis conquistas. Claro que no conduzco a las minas a mi decorosa pero humilde vivienda, sino a un precioso bulincito que me presta un colega de mendicidad, dueño de un loro al que enseñó a decir: Desnudate. Fijate qué detalle. Mi miedo es que las coces que me dieron en San José y Yi hayan dañado mis cotizados cojones, de modo que los someto periódicamente a prueba y hasta aquí han respondido con honor y pundonor.
—Decime un poco, Servando, ¿no querés que trate de conseguirte un trabajo un poco más decoroso?
—¡Estás loco! ¿Querés algo más decoroso que un mendigo? En este bendito oficio no hay corrupción ni cohecho. Además, le tomé el gusto ¿sabés?
—¿Y en invierno?
—Ah, en invierno es un poco más jodido. Te imaginarás que no puedo aparecer aquí de impermeable y paraguas, porque los mendigos no usamos esos artículos suntuarios. Pero tengo mis buenas tricotas y camisetas forradas, a las que cubro con mis andrajos. Y te voy a decir algo: los días de lluvia y viento son los mejores para este laburo, porque cuando los peatones (y en especial las peatonas) me ven empapado e indefenso, murmuran ¡pobre hombre! y me dejan casi siempre un billetito y a veces un billetazo. Es claro que este show invernal me ha costado hasta ahora dos bronquitis y una congestión, pero los médicos siempre me han dicho que tengo una salud de hierro, así que me repongo rápidamente y pocas veces falto sin aviso a mi puesto en la plaza.
—¿Nunca te dijeron que sos un personaje para un cuento? Actor, estafador, soplón y boludo: una «bella combinazione».
—Llegás tarde. Hace tres meses vino un escritor de Brasil y por unos podridos quinientos dólares me compró la historia de mi puta vida. Además me prometió que le pondrá esta dedicatoria (impresa ¿eh? no con bolígrafo): A Servando Equis, un mendigo de alcurnia. Me gustó lo de Equis y lo de Alcurnia. Me da cierto misterio, ¿no te parece?
—¿Te puedo dejar algo? Perdiste mucho tiempo conmigo, y estás en horario de trabajo ¿no?
—Javier, a los amigos no les cobro. Fue lindo reencontrarte. Cualquier día de éstos venite por mi banco (con minúscula). Hoy hablé como un loro. Pero se debe a la sorpresa. La próxima vez me tenés que contar tu periplo europeo. Con pelos y señales. Mirá que ya no trabajo para ellos, eh. Así que podés confiar en este pordiosero.