47

Mi cuerpo, este cuerpo,

es lo único mío.

Así, gastado y todo,

con sus pozos de tiempo,

sus lunares testigos,

su archivo de caricias

y sus escalofríos.

Mi cuerpo abre los ojos

y se intuye, se mide,

abre los brazos

y se despereza,

abre los puños

y se desespera.

Se somete a la ducha,

esa copia inexperta

de la cándida lluvia

y se limpia de nadas

y de espumas.

Mi cuerpo se transforma

en mi cuerpo de veras:

vale decir mi cuerpo de Rocío.

Tiene memoria de sus manos finas

más de pianista que de guerrillera,

de su cintura trémula y benigna,

de su fervor de cicatrices huellas,

de sus piernas abiertas al futuro,

de su onfalo ceñido, misterioso

como nudo de cábala

o remanso nocturno.

Mi cuerpo de Rocío

a veces se contagia de Rocío

y se confunde con su levedad.

Confieso y me confieso

que en el silencio ingrávido del alba

vacío como siempre en mi desvelo

me planteo una duda sin bengala:

cómo será para Rocío

su cuerpo de Javier,

cómo será para Rocío

mi cuerpo de placer,

moldeado por ella,

anuncio de estas manos

que a su vez la moldean.