Mi cuerpo, este cuerpo,
es lo único mío.
Así, gastado y todo,
con sus pozos de tiempo,
sus lunares testigos,
su archivo de caricias
y sus escalofríos.
Mi cuerpo abre los ojos
y se intuye, se mide,
abre los brazos
y se despereza,
abre los puños
y se desespera.
Se somete a la ducha,
esa copia inexperta
de la cándida lluvia
y se limpia de nadas
y de espumas.
Mi cuerpo se transforma
en mi cuerpo de veras:
vale decir mi cuerpo de Rocío.
Tiene memoria de sus manos finas
más de pianista que de guerrillera,
de su cintura trémula y benigna,
de su fervor de cicatrices huellas,
de sus piernas abiertas al futuro,
de su onfalo ceñido, misterioso
como nudo de cábala
o remanso nocturno.
Mi cuerpo de Rocío
a veces se contagia de Rocío
y se confunde con su levedad.
Confieso y me confieso
que en el silencio ingrávido del alba
vacío como siempre en mi desvelo
me planteo una duda sin bengala:
cómo será para Rocío
su cuerpo de Javier,
cómo será para Rocío
mi cuerpo de placer,
moldeado por ella,
anuncio de estas manos
que a su vez la moldean.