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Aunque parezca increíble, Javier nunca había estado en casa de Fermín. En los viejos tiempos de incertidumbre política, con sus forcejeos y marimorenas, había límites hasta para la amistad lisa y llana. La prioridad primera era siempre para la militancia; sólo dos o tres peldaños más abajo estaba la amistad. Y cuando se generaba una relación fraterna, entrañable, como la que sin duda se había formado alrededor del viejo Leandro, aquello no era célula ni foco organizado sino tan sólo una reunión de gentes afines, sin humos de sanctasantórum ni rigideces de funcionamiento, aunque tomando las lógicas precauciones de cuando se atraviesa un período de sálvese quien pueda. Sólo debido a esa prudencia (que, en definitiva, sirvió de poco o nada) habían descartado reunirse en las casas; más bien preferían encontrarse en cafés de barrio, como si el hecho de no ocultar sus mayores o menores coincidencias pudiera convencer a los eventuales soplones de que no integraban ningún grupúsculo clandestino. Así hasta una noche en que, sentados alrededor de la mesa de siempre y hablando de política más o menos en clave, a una compañerita se le cayó una petaca bajo la mesa y al agacharse para recogerla se encontró con que, medio oculto en la pata central, había un micrófono (made in Japan, para más datos). No dijo nada a los demás, pero antes de irse (porque tenía clases en el Nocturno) le pasó al viejo Leandro un papelito con la novedad. A partir de entonces cambiaron de café, claro, pero de vez en cuando, y para no dar señales de que estaban alertados, volvían al bar del micrófono, aunque sólo para contar chistes verdes o discutir inocente y acaloradamente sobre fútbol.

Cuando Javier (fue con Rocío, claro) entró en lo de Fermín se asombró de que la casa correspondiera exactamente a la imagen que de ella se había formado, no tanto a través de confidencias o relatos de su amigo, sino más bien a partir de su carácter, sus gustos y disgustos, sus metejones y manías. Cada talante exige un contorno, cada idiosincrasia un alrededor. Eso le dijo muy seriamente Javier a Fermín, y enseguida agregó:

—Vos no podrías vivir en un lugar distinto a éste.

—¿Ah no? ¿Y los años de gayola? Te aseguro que la celda de Libertad era menos folklórica y/o vanguardista. Sin embargo, ya ves: aunque me pasaba puteando las veinticuatro horas del día, pude vivir y sobrevivir.

—Vamos, Fermín, ésa no era tu casa sino una pocilga. Pero así y todo, estoy seguro de que, aun dentro de las magras posibilidades decorativas, le habrás puesto a ese antro tu toquecito personal.

Fermín soltó una carcajada.

—Eso mismo me decía el petiso Ordóñez, que durante dos años fue mi compadre de habitáculo.

Javier y Rosario se dieron un lindo abrazo.

—¡Qué suerte tenerte otra vez por aquí! No sabés cómo festejamos el día que Fermín llegó del Centro y ya desde la puerta nos anunció: ¡Volvió el Anarcoreta! Hasta su salud ha mejorado desde que te tiene para intercambiar chismes, bravatas y profecías. Siempre fue contigo con quien se entendió mejor.

—Bueno, vieja, no adules tanto a nuestro ilustre huésped. Después se agranda y no hay quién le aguante la petulancia y (ya que vino tan español) la chulería.

Rocío y Rosario no se conocían.

—Eso no importa —dijo Rosario—, de vos tengo abundantísimas referencias. Me sucede contigo casi lo mismo que lo que le pasa a Javier con nuestra casa. No podías tener otro rostro que el que tenés, otra mirada que la que tenés, otras mejillas, otras manos que las que tenés. Se te quiere. ¿Te diste cuenta?

Rocío dijo, o más bien balbuceó:

—Sí.

Con los años y los reveses, Rosario se había convertido en una mujer madura, pero fresca, vital. Javier se fijó en que, cuando ella miraba a Fermín, esa mirada, además de amorosa y protectora, era también algo maternal.

De pronto ella se dirigió a Javier y Rocío:

—Les confesaré algo que tal vez les parezca extraño. Al menos, a mí me lo parece. Nadie tiene que convencerme de que somos perdedores. En ese aspecto no me engaño. Y sin embargo… Sin embargo disfruto de esta paz de los vencidos. No de la injusticia, pero sí de la paz. Yo creo que hay un momento en que la gente se cansa de ser castigada, de arañar la libertad. Me siento feliz de que Fermín haya podido volver a sus clases, porque el contacto con los jóvenes siempre lo incita, lo empuja hacia adelante. Me siento feliz de que mis hijos tengan otra vez un padre. Durante aquellos doce años de mierda, hice todo lo que pude por ser las dos cosas: padre y madre. Pero era demasiado para mis fuerzas. Además, y perdonen la franqueza, una mujer es mejor madre cuando por las noches tiene a su hombre en la cama. Quizá sea ésa la peor variante de la soledad: dormir sola, y sobre todo soñar que una tiene a su hombre y de pronto despertar y hallarse otra vez sola.

A Rosario se le quebró la voz. Entonces Fermín se acercó a ella y la abrazó desde atrás.

—Ya no estás sola —le dijo casi en el oído, pero todos lo oyeron.

Ella se recompuso, sonrió apenas.

—No, por suerte. Ahora en cambio sueño que estoy sola, y me despierto y estoy contigo. Es un cambio maravilloso.

Cuando se sentaron frente a los ñoquis (una especialidad de Rosario), ya se había incorporado la nueva generación: Diego y Águeda. Era visible cómo Fermín los exhibía con orgullo paterno.

Durante un buen rato Águeda estuvo examinando sin ninguna cortedad a Javier y Rocío. Por fin habló:

—Creí que eran más viejos.

Todos rieron, menos Fermín.

—Pero Águeda, Javier tiene mi edad. Rocío es un poco menor, me parece.

—Ya lo sé. Por eso mismo: creí que eran más viejos.

La reiteración descolocó al pater familias, que ya no contempló a sus hijos con tanto orgullo.

—Hace como sesenta años lo reconoció Pavese —dijo Fermín, con una sonrisa herida—: «Luna tierna y escarcha en los campos, al alba, / echan a perder el trigo».

—Los dos están muy bien —intervino Rosario para airear el ambiente—. Aunque es obvio que a Javier el exilio le sentó mejor que a Rocío la larga penitencia. Estás un poco flaca, muchacha. Deberías alimentarte mejor.

—La verdad es que por lo común no tengo mucho apetito. Creo que en la cárcel se me achicó el estómago. Durante los primeros meses, tenía un hambre horrible y tragaba cualquier bazofia. Después tanta porquería empezó a provocarme náuseas y cada vez fui comiendo menos. Aun ahora, después de varios años de libertad, no he recuperado mis viejas hambres. Pero al menos el doctor Elena me receta unas lindas pastillitas de colores, con vitaminas, minerales, proteínas y todo eso. Y las voy tragando. Aumenté tres kilos en dos meses. No está mal ¿verdad?

—Después de esa confesión —dijo Javier— no sé si habrás advertido, Rosario, el homenaje que te ha rendido Rocío acabando sin chistar tu plato de ñoquis.

—Lo que pasa es que están riquísimos —dijo Rocío.