Raquel: En los últimos tiempos nos hemos comunicado telefónicamente, pero hoy el tema requiere más espacio, así que prefiero el fax. Cada día me siento más inmerso en esta realidad y en consecuencia me afectan más los problemas cotidianos, los encuentros y desencuentros con antiguos compañeros, las declaraciones de los políticos y, a veces, sus alianzas inesperadas, sus fidelidades rotas, sus astucias y tozudeces. Otro motivo de esa inmersión es que se ha producido un cambio en mi desexilio. Ya que vos y yo resolvimos abonarnos a la mutua franqueza, quiero que sepas de qué se trata. Me parece que a esta altura ya te lo imaginarás.
Hace un par de meses que empecé una relación (todavía me cuesta un poco llamarla amorosa, pero creo que de eso se trata) con una buena amiga. Se llama Rocío. Formaba parte de un grupo de compañeros que trabajamos políticamente en tiempos anteriores al golpe. Me parece recordar que la conociste, pero no estoy seguro. Estuvo presa, fue torturada, sufrió bastante pero aguantó y no delató a nadie. Como todos los que estuvieron allá dentro, salió con la salud quebrantada pero se está reponiendo. Ahora se dedica a hacer encuestas de tipo social. Me encuentro bien con ella y tengo la impresión de que ella se encuentra bien conmigo. Por ahora, al menos. Veremos qué pasa. Vos y yo sabemos que en este campo es muy riesgoso apostar por el futuro. Sin embargo, me siento a gusto. Y además, la soledad total siempre me ha desacomodado, me provoca algo parecido a la ansiedad.
En un fax de los últimos me pedías que te contara cómo está el ambiente, qué ha pasado con los viejos amigos. Bueno, lo que ha ocurrido con ellos es un poco lo que ha ocurrido con la izquierda, y no sólo la de este país. Cuando nos reunimos en grupo, parece no haber mayores desacuerdos, pero cuando los voy encontrando de a uno, entonces el abanico de actitudes es mucho más amplio. Y no me refiero solamente al núcleo reducido de los que hace veinte o veinticinco años nos sentíamos afines, sino a una acepción más vasta de la antigua militancia compartida. Hay de todo en la viña del Señor: uvas, pámpanos y agraz. Está el que se derrumbó junto con el Muro de Berlín y probablemente nunca se volverá a enderezar ni tendrá ánimos para enderezar a los demás. Sigue considerando que el mundo es injusto pero ha terminado por convencerse de que un cambio esencial es inverosímil. Basta de utopías, rezonga. Su escepticismo lo paraliza. Está asimismo el que se quedó sin ideología: se siente con ánimo para rehacerla pero no sabe por dónde empezar. Está el que, huérfano de líderes, concentra su esfuerzo en cuatro o cinco ofertas elementales, primarias, y trabaja por ellas. Está el que trasmuta su escepticismo en resentimiento, y el resentimiento en oportunismo, y hoy se lo ve muy campante en tiendas conservadoras. Está por último el que estudia las aparentemente proscriptas doctrinas del pasado y trata de rescatar de las mismas una síntesis válida, en la que se poden las equivocaciones, las tozudeces y hasta los disparates, pero se rescaten las intuiciones creadoras, los destellos de lucidez, la puntería de los pronósticos, la voluntad solidaria. No hay Marx que por bien no venga. Comprendo que cueste rehacerse, desafiliarse de la mezquindad, forcejear con el egoísta que todos escondemos en algún recoveco de la achacosa almita. Pero claudicar no trae sosiego. Si se acabó la época de las grandes arengas, pues habrá que hacerlo boca a boca (no lo interpretes mal, oh malpensada), dialogar, intercambiar dudas y ansiedades, desmantelar el fariseísmo. Mirá que yo tampoco estoy claro. Aquí mismo veo a la izquierda fraccionada, dividida por personalismos un poco absurdos, que uno creía descartados para siempre, y no acabo de entender ni de admitir que se pueda subordinar así, sin pensarlo dos veces, el interés común a las miras personales. En el fondo no son posiciones tan dispares (a veces me parece que están diciendo lo mismo en distintos dialectos), y sin embargo nadie cede ni un milímetro. Te estoy dando la lata ¿verdad? Ya sé que estás muy escéptica y también lo comprendo. Hay motivos, claro. ¿Pero podemos aceptar así nomás, en una actitud meramente pasiva, que, además de vapulearnos, nos quiten identidad, nos desalienten para siempre? Una cosa es que el consumismo, la publicidad, la hipocresía y la frivolidad de los medios masivos traten de convertirnos a todos, no sólo a los muchachos sino a todos, en pasotas (a vos, que vivís allí, puedo endilgarte este término, tan de España), y otra muy distinta que alegremente nos inscribamos en el autopasotismo. Es cierto que perdimos, pero los ganadores también perdieron. Perdón. Se acabó la perorata. Te juro (con la mano derecha sobre el Guinness y la izquierda sobre el Talmud) que en mi próximo fax no habrá política.
Un abrazo grande que las cobije a las dos, Javier.