Alguien, no recordaba quién, le había dicho a Javier que la galería La Paleta ya no existía. Al parecer, había cerrado poco antes del golpe de Estado y unos meses después su propietario, obligado a exiliarse, se había establecido en Caracas. De ahí la sorpresa de Javier cuando, una tarde en que caminaba por la calle Convención, se encontró de nuevo con La Paleta. Ésta había cambiado de dueño: ahora era un argentino, ex crítico de arte, que había remozado y ampliado el local. La actual exposición, «Claudio Merino: 50 años de pintura (1945-1995)», era la tercera que presentaba desde la reapertura.
En la época anterior a su exilio, Javier había concurrido a varias muestras de Claudio Merino. De su primera etapa, le atraía en especial la llamativa serie «Relojes y mujeres», con aquella obsesión por las esferas que marcaban las 3 y 10 y el inolvidable detalle de que la aguja del minutero fuera un hombrecito desnudo y la del horario una mujercita también en cueros, siempre a punto de juntarse en una cópula horaria.
Ahora Merino estaba en un período más bien abstracto, pero mantenía su dominio del color. Javier disponía de tiempo, así que empezó por las obras más antiguas. En cincuenta años, Merino había vendido incontables relojes con sus famosas 3 y 10 (sus relojes eran en su obra tan intransferibles como las lunas en la de Cúneo, los caballos en la de Vicente Martín o las bandadas de pájaros en la de Frasconi) pero aún quedaban algunos que revelaban mutaciones de estilo y búsquedas en el trazo, cada vez más denso.
De las «Mujeres» había colocado en el mercado diversas variaciones y réplicas, pero siempre había retenido el cuadro original. En esa zona Javier se reencontró con viejos conocidos: la «Niña de la higuera» y otros homenajes a una tal Rita, los inefables «Pies en polvo rosa» (su preferida), «Mi Nagasaki» que reflejaba el caos y la miseria de un basural montevideano, «El surco del deseo» con su tango erótico, un revelador «Retrato de Juliska», «Mi ciego Mateo» y tantos más.
Desde una puerta ubicada en el fondo de la galería, surgió de pronto, todavía en la sombra, un hombre de estatura mediana, con canosa melena de artista y un bastón más decorativo que imprescindible. Javier sólo recordaba fotos de Merino joven, pero cuando la figura entró en una zona iluminada, no tuvo dudas de que se trataba del pintor. Como era temprano, había poca gente en la galería. Quizá por eso Javier se animó a acercarse al personaje.
—Perdón, usted es Claudio Merino, ¿verdad?
El otro asintió.
—Estuve muchos años fuera del país, pero conozco bien su obra, aunque algo menos la de estos últimos años. Disfruté bastante al reencontrarme ahora con sus relojes, sus mujeres, su Nagasaki, su obsesión por las 3 y 10.
Merino sonrió, halagado y a la vez sorprendido.
—Son temas viejos, casi prehistóricos.
—No tan prehistóricos, ya que los sigue exponiendo.
—Bueno, son una etapa. No reniego de esas imágenes. Pero ahora estoy en otra cosa.
—¿Puedo hacerle una confesión? En estos últimos tiempos me acordé bastante de usted, aunque por razones más oníricas que artísticas.
—¿Oníricas?
—Sí, tuve dos o tres sueños en que se me apareció Rita.
El veterano abrió tremendos ojos. Javier tuvo la impresión de haber abierto una puerta, o al menos una ventana, en aquella memoria. De pronto Merino cambió de aspecto. A Javier le pareció diez o quince años más joven.
—¿Así que Rita? —Respiró profundamente antes de agregar—: ¿Y qué tal anda?
No parecía que hablaran de un sueño, sino de una mujer de carne y hueso.
—Las dos veces soñé que yo estaba en un ferrocarril, en un vagón de primera. Los únicos ocupantes éramos una valija Samsonite y yo. Entonces aparecía ella y empezaba a despojarse de su ropa, que iba guardando prolijamente en la maleta. Así hasta quedar totalmente desnuda. Me decía su nombre, me invitaba a acercarme y cuando ya iba a alcanzarla y tocarla, yo me despertaba. Era una mujer terriblemente hermosa.
—Ya veo que sigue igual —dijo el pintor.
—¿Usted la conoce? ¿Cómo sabe que es la misma?
—No hay otra.
Claudio Merino entrecerró los ojos y durante un minuto estuvo como absorto, mirando en el vacío.
—No me haga caso. Son locuras de viejo.
Javier consideró oportuno cambiar de tema.
—¿Oyó hablar alguna vez de Anglada Camarasa?
—No sólo oí hablar sino que conozco bastante bien su obra. Hasta tengo dos de sus cuadros: un «Desnudo femenino» y un lindísimo «Paisatge amb camí i figura» (como ve, hasta recuerdo el título en catalán). Los compré hace veinte años en Puerto Pollensa, Mallorca, donde vivió y trabajó buena parte de su vida. Allí murió. Tenía casi 90 años. Fue una suerte de Blanes Viale del Mediterráneo. Un pintor estupendo. En España, especialmente en Baleares y Cataluña, tiene todavía mucho prestigio, pero en América Latina casi no se le conoce. Me sorprende que usted lo haya mencionado.
Sucintamente, Javier le contó la extraña historia de su acercamiento a la obra de Anglada: al principio la había descubierto como un filón económico y después aquella pintura singular y personalísima lo había ido conquistando.
—¿Y tiene algún cuadro?
—Sí, tengo uno.
Merino iba a decir algo, pero Javier lo frenó, por si las moscas.
—Pero no lo vendo.
Merino sonrió, y era una sonrisa aprobatoria. Luego le dio la mano, dijo: «Mucho gusto», y desapareció por la puerta del fondo. Javier permaneció un rato más mirando los cuadros. Regresó a las pinturas más antiguas y se enfrentó de nuevo a la serie de Rita. Entonces dijo para sí mismo, pero en voz alta: «Tiene razón el viejo. No hay otra». Dos o tres personas que habían entrado lo miraron, sorprendidas. Él, a su vez, se sorprendió ante esas miradas indiscretas e inquisidoras. No encontró otro recurso que simular un estornudo, sonarse las narices y desaparecer.