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Siempre empezó a llover

en la mitad de la película.

JULIO CORTÁZAR

La noche entraba por la ventana abierta, pero no venía sola. Llegaba con bocinas remotas, serruchos de carcajadas, uno que otro tango mendigo, latigazos de un rock acalambrante, abalorios de puteadas, rechiflas, tamboriles, canterolas de fútbol y remembranzas de murgas. Todo junto. También había relámpagos, que de vez en cuando azotaban el dormitorio con un destello instantáneo. Y truenos inmediatos, claro.

Javier sintió que la mano acariciante de Rocío le cubría los labios.

—Qué suerte que viniste —dijo ella—. Después de tu extraña historia sobre el coronel retirado, me quedé unas horas con la mente en blanco. Al principio intenté convencerme de que se trataba de un mero culebrón cívico-militar, pero poco a poco aquello empezó a adquirir su verdadera dimensión. Fue como si hubiese colocado un video y empezaran a aparecer en la pantallita las imágenes más inalienables, más reveladoras, de mis podridos diez años de clausura. Y no creas que siempre aparecían pantallazos de los episodios más brutales, más bien se trataba de incidencias o actitudes casi insignificantes, que al parecer se me han quedado enganchadas en algún recoveco de la memoria. Por ejemplo, una presa, creo que se llamaba Águeda, de unos cuarenta años, que siempre que podía empezaba a contarnos, con lujo de detalles, la vida y milagros de su hijita de nueve, a la que no veía desde su captura porque el ex marido se la había llevado con él a Bogotá. Y como no siempre nos tenía a mano, acababa contando su cuita a las celadoras, que, aunque tenían prohibido hablar con las detenidas, con ella hacían una excepción. Y en mi pantallita aparecía asimismo Catalina, todo un alivio, ya que coleccionaba chistes y cuentos humorísticos, incluidos algunos medio pornográficos, con los que nos alegraba la vida. Además, ella los numeraba y nosotras habíamos memorizado el código y, como en aquella vieja parodia de Franz y Fritz, nos llamábamos de celda a celda: ¿Te acordás del veintiocho? Y las guardianas se asombraban de que, ante esa escueta evocación numérica, estalláramos en carcajadas. Después tuvimos que suspender el jueguito, porque las guardianas empezaron a sospechar que aquella joda podía ser una clave subversiva. Y también acudía Paulina. Ésa no se reía, porque la habían violado en no sé qué repartición policial y había quedado embarazada. En mi pantallita aparecía llorando y gritando: ¡No quiero ese hijo! ¡No lo quiero! Un día se la llevaron y no supe de ella hasta varios años después, cuando ya estábamos en la calle: al final tuvo el hijo pero nació muerto. A partir de ese desenlace se tranquilizó, salió de la cárcel con la amnistía y poco después se fue a Suecia, donde vive una hermana exiliada. Allí terminó casándose con un noruego. Y así comparecieron varias: porque también asomó en mi pantallita de mentira el rostro sonriente de una celadora, que desde el comienzo me tenía ganas lésbicas y me prometía privilegios, y como yo nada de nada, no bien se convenció de que no había seducción, optó por hacerme la vida imposible. Después por suerte la trasladaron. Todo ese almanaque se me vino encima con la historia que me contaste. Cómo no voy a entender la actitud de Fermín. En cambio entiendo mucho menos la del famoso coronel retirado. Es como una conciencia a medias. Con la voz de la conciencia no sirven las bajadas o subidas de volumen, ni menos aún el zapping. O se la asume tal como viene o se la apaga. Evidentemente, el tipo no supo qué hacer, quedó prisionero de su indecisión, y por eso acabó como acabó: en el panteón de don Segismundo.

Tras el último y retumbante trueno, empezó a llover con una fuerza casi tropical. Los ruidos callejeros se concentraron de pronto en los gritos, cada vez más agudos, de los que corrían a guarecerse. Javier y Rocío se asomaron a la ventana y se divirtieron un rato con el vuelo de los paraguas de colores, uno de los cuales se elevó tanto que casi lo tuvieron al alcance de sus manos.

—Les parapluies de Cherbourg —dijo Rocío, sin pudor.

—The rain man —aportó Javier, con menos pudor aún.

—Singin’ in the rain —retrucó ella.

—The rains of Ranchipur —balbuceó él, después de hurgar un rato en el subsuelo de su memoria.

Le revolvió el pelo y la besó.

—Qué bueno es de vez en cuando decir pavadas ¿no? dijo ella. Siempre que sea de vez en cuando.

—Lo que es bueno de veras dijo él es estar aquí, cobijados.

—Cobijados y juntos —dijo ella.