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Javier: Gracias por los dos faxes con noticias. No te contesté antes porque Camila y yo estuvimos de viaje. Nos fuimos a Roma por una semana. Te confieso que después de un largo período de agobiante actividad en Madrid, necesitaba urgentemente una tregua y elegí Roma, ciudad que me encanta y además suele quitarme telarañas y otras ansiedades. Me costó un poco persuadir a Camila: no le gustaba desprenderse de su noviecito, pero al final la convencí. De lo contrario, habría suspendido mi safari. Como bien sabés, odio viajar sola, no disfruto.

De las ciudades que conozco, creo que Roma y Lisboa son las que tienen un color propio. ¿No lo crees así? Lisboa, más que un color, tiene un tono propio, tierno y pálido, con matices verdes, ocres, celestes, amarillos, un tono sin estridencias, sedante. Pero Roma, con sus palacios señoriales, o ex, con sus balcones esquinados, con sus muros, puertas y rejas que atraviesan o contienen la historia, es como una escenografía en ocre, malva, ladrillo y sepia. En realidad, hay dos posibles imágenes de Roma: una en blanco y negro, con agrios grises de vetustez (el Coliseo, los Foros, los Arcos) y otra en colores renacentistas que parecen armónica y anacrónicamente extraídos de la paleta de nuestro Torres García. A veces coinciden en un amplio espacio (verbigracia la Piazza Venezia: ¡no me gusta!) aunque normalmente son regiones comunicantes pero definidas. ¿Tiene algo que ver la Via Veneto con el Coliseo? Arquitectónicamente no, pero, siglos mediante, tal vez estén enlazados por la embriaguez del poder. En la Via Veneto, con la obvia excepción de los turistas japoneses, hasta los perros son aristócratas, avanzan con un talante de lujo y disponen de inodoros particulares. Un detalle muy envidiado por prostáticos y cistíticos.

Pese a todo, y prejuicios a un lado, hay que admitir que Roma (y quizá Italia toda) posee un aura de elegancia y buen gusto, que va desde el Palazzo Barberini (siempre es saludable reencontrar a la Fornarina) hasta la popularísima Feria de la Porta Portese (digamos un «mercato delle pulci» a la romana), donde en medio de la inevitable y estulta imitación de lo yanqui, aparecen aquí y allá lozanas artesanías con artesano adjunto. (Camila se compró allí una blusa preciosa.) Por otra parte, el romano y la romana, promedialmente hermosos como siempre, desarrollan una alegría de vivir, un buen humor al detalle, una picardía bondadosa, que también constituyen un color peculiar. Es una ciudad que no agrede. Y está tan acostumbrada a que los extranjeros la atraviesen y hasta la hagan suya, que por su módica xenofobia (un poco tiene, claro) no parece europea.

En este punto sobreviene una pregunta insoslayable, que te la paso como un testigo. ¿Por qué razón o sinrazón esta gente tan entrañable, tan sensible, de tan buen gusto, con tan agudo sentido del ridículo, pudo no sólo tolerar sino sostener y aplaudir a un alevoso payaso como Mussolini? Que los alemanes (que siempre tuvieron su ladito autoritario) se hayan encandilado con otro lamentable clown, parece con todo menos chocante que el apoyo de los italianos al Duce. Mussolini fue como una caricatura del más risible de los personajes de la commedia dell’arte, y sin embargo tuvo su cuarto de hora (que duró más de veinte años) durante el cual fue apoyado por el mismo pueblo que produjo a Giotto, a Leonardo, al Dante, a Galileo. Misterio. No me atrevo a formular ninguna teoría; apenas dejo constancia de un asombro. Ayer regresamos a Madrid. Lo que más deseábamos era apoyar nuestras cabezas en unas almohadas que no fueran empedradas como las que tuvimos en el hotel de Roma. Allí nos consolábamos pensando que tal vez fueran trozos de la Via Appia Antica.

Camila vino entusiasmada con los romanos. En el avión me dijo confidencialmente que eran mucho más guapos que Esteban, su novio salmantino. «Pero a éste, ay mami, lo quiero.» Un argumento de peso, si los hay.

¿Qué opinas de mi crónica de viaje? Se parece más a eso que a una carta ¿no? No te ofendas, pero la verdad es que quería dejar anotadas mis impresiones romanas y vos fuiste el paganini. Sorry y abrazos, de Camila y Raquel.