Cuando Javier le mostró la carta póstuma del coronel retirado, Fermín respiró con alivio.
—Hay que agradecerle el detalle. Después de todo, no era tan hijo de puta.
—No tan tan, pero un poco sí.
—Tipo extraño ¿no? Lo entendería mejor si fuera del modelito Scilingo, con una conciencia machacona, implacable. Pero viste que ni siquiera se arrepiente. Y aniquilado y todo, convertido en un guiñapo, al borde del suicidio, sigue haciendo la venia. No me cierran las cuentas.
—Habría que ser psicólogo. Desde mi subdesarrollo en la materia, alcanzo a imaginar que, en su caso, la conciencia, que es más ladina de lo que pensamos y hasta medio bruja, tomó la forma de la soledad, una soledad insoportable.
—Dijo el viejo Cervantes: «¡Oh memoria, enemiga mortal de mi descanso!».
—¿Vos podés creer todo ese cuento del vacío? No hay vacío posible con semejante raudal de gente en ascuas, de martirizados que hablan o callan, de mandíbulas que tiemblan. El vacío era su opción, pero él sabía que no tenía derecho al borrón y cuenta nueva. Al punto final, como ahora le llaman. Para él sólo había punto y seguido. Habla del vacío, sólo porque él decidió que lo hubiera, pero al no ser éste un vacío natural, espontáneo, como el que sobreviene por ejemplo cuando a alguien se le muere un ser querido; al constituir su pretendido vacío apenas un recurso artificial, en el fondo él no podía ocultarse a sí mismo que esa falta, esa vacancia apócrifa estaba llena de rostros crispados y dolientes. Por eso se le convirtió en insoportable.
—Quizá tengas razón. Pero aún así, yo creí que era peor. Al menos, es el único de todos ellos que al final conspiró contra sí mismo, se agredió a sí mismo en nombre de todos nosotros. Te confieso que me siento un poquito vengado. Como dijo no sé quién: Un torturador no se redime suicidándose, pero algo es algo.
—Un veterano compinche del periodismo, que asistió al sepelio, me dijo que había poquísima gente. Su última soledad, antes de entrar en el único y verdadero vacío. Todos quedaron muy impresionados con la tumba del abuelo y ex ministro, don Segismundo Bejarano y Alarcón. Según parece, había pocos militares en el cementerio. La opinión generalizada es que no era muy querido entre los suyos. Por otra parte, y a pesar de todos mis pronósticos, aún no ha trascendido el nombre del alto jefe a quien dejó el sobre lacrado. ¿Habrá ido al cementerio o se habrá quedado en casa para que nadie le hiciera preguntas indiscretas? Nosotros ignoramos quién es, pero en el ámbito castrense su nombre debe ser la comidilla.
—¿Te diste cuenta de que cada vez que se refiere a este servidor dice «el ex presidiario»? Genio y figura.
—Hasta la sepultura.
—La de don Segismundo.