«Yo a esa Samsonite la conozco», pensó Javier, recién instalado en su vagón de primera, especialmente confortable, con los sillones que giraban y sus mesitas con tableros de ajedrez. Aunque hacía sólo cinco minutos que el ferrocarril había abandonado la estación, la maleta estaba sola, sin dueño o dueña a la vista. Javier la miró sin preocupación, pero sí con curiosidad. La maleta era gris y tenía adheridas cuatro o cinco etiquetas. Pensó que tenía suerte. En sus frecuentes traslados, siempre le pagaban un pasaje de primera. ¿Quién se lo pagaba? No lo recordaba. Era increíble que a su edad tuviera esas lagunas. ¿A qué edad? Bueno, de esto sí tenía una noción aproximada. Cuando se enfrentaba al espejo, se encontraba joven. En realidad, todavía joven, que no era lo mismo que joven a secas. ¿Quién le pagaba los billetes de ferrocarril y a veces los de avión? Seguramente, una empresa. Gestos como ése, sólo lo tienen las empresas. Para salir de dudas, abrió su portafolios y encontró varios folletos de propaganda sobre computadoras, windows, ratones, manuales del usuario y hasta un diccionario de informática. En consecuencia, trabajaba para una empresa de informática. Podía ser. De informática o de teléfonos móviles o de sedas búlgaras o de zapatos mallorquines o de jarras magnéticas. ¿Qué más daba? Lo importante era que le pagaban el pasaje. Con esa confortable certeza, pudo repantigarse en el cómodo sillón giratorio, y aprovechándose de esa posibilidad que ofrecía el simpático mueble de primera, lo hizo girar dos veces para apreciar adecuadamente, no la belleza sino la sordidez del paisaje, con su selva de chimeneas y su sarpullido de alambradas. Cuanto más feo le parecía el panorama exterior, más disfrutaba del confortable interior de su vagón de primera. Giró dos veces más y respiró profundamente.
Por cierto, no era el único ocupante del vagón. En el otro extremo, dos señores más bien maduros aprovechaban la mesita con tablero para jugar al ajedrez. Absortos en la partida, permanecían en obstinado silencio. De vez en cuando se frotaban las manos o se pasaban un peine por el escaso pelo, pero nada más. A Javier no le dedicaron ni una sola mirada distraída.
Más cerca comparecía una mujer relativamente joven, muy concentrada en una novela que parecía de misterio. A su lado, un niño rubio bostezaba, no se sabía si con auténtico tedio o como una forma, bastante infructuosa, de llamar la atención de la mujer que seguramente era su madre.
Y la maleta gris, con cuatro o cinco etiquetas. Javier estaba como hipnotizado por ella. Hasta ahora el tren no se había detenido. De pronto entró en un largo túnel y las luces interiores se apagaron. La oscuridad era tan compacta que le produjo cierta angustia. Empezó a palparse para ver si todavía tenía cuello, rodillas, pies. Sí, aún los tenía. El tren seguía avanzando, pero era como deslizarse por la nada.
Cuando el túnel acabó y volvió la luz, la maleta gris seguía allí pero no estaba sola. A su lado se veía una mujer joven, hermosísima. A pesar de la precedente oscuridad, había abierto la maleta. Ahora se quitó la chaqueta y la depositó en su interior, luego hizo lo mismo con un pulóver de lana verde, la blusa, la pollera, las medias, los zapatos. Cuando quedó en su estado natural, miró afablemente a Javier y le dijo: «¿Qué tal, Javier? Mi nombre es Rita. ¿Recuerdas?». Él hizo ademán de levantarse, pero el niño rubio se le anticipó y llegó hasta la muchacha, sin que su madre o lo que fuese hiciera algún ademán para impedírselo. El niño se enfrentó a Rita y con sus manos blanquísimas empezó a acariciarla. Tuvo que treparse a uno de los sillones para alcanzar uno de los pechos, el izquierdo, y allí disfrutó jugando con el pezón, cada vez más erecto, pero las manos fueron descendiendo, se demoraron en el soberbio ombligo, sobre el que el niño posó una de sus orejas como dispuesto a escuchar algo. Luego descendió más aún, hasta el pubis, y la rubia mata de la muchacha se mezcló, formando un solo vellón, con el rubio cabello del chico, a quien se le veía cada vez más radiante.
A pesar de que Rita parecía sentirse muy a gusto con aquel tributo infantil, Javier tomó la decisión de levantarse y arrimarse a aquel par de granujas. Eso pensó: granujas, pero se dio cuenta de que lo pensaba con un poco de celos y también con cariño, como si estuviera poco menos que embelesado. Sin embargo, además del embeleso, que era después de todo un alarde del espíritu, sintió que su cuerpo también se enardecía. Por un instante, vaciló. No sabía si tomar al niño suavemente en sus brazos o arrancarlo con decisión de aquel desnudo que no era para infantes sino para adultos, y sobre todo para adultos lujuriosos como él. Por lo pronto, descartó la opción de arrojarlo por la ventanilla. Además, no sabía cómo abrirla. No tuvo tiempo para tomar esa u otra decisión. El tren emitió un pitido casi conminatorio, aminoró su marcha y empezó a entrar en una estación ferroviaria, a la que, antes aún de despertar, Javier reconoció como la vieja Estación Central de Montevideo. Reencontrado por fin con la vigilia y con sus sábanas lamentablemente polutas, se restregó los ojos todavía incrédulos y sólo dijo una palabra: Granujas. Luego, cuando estuvo totalmente despierto, tuvo aliento para agregar: Por Dios, qué cursilería.