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Fernanda y Gervasio se fueron. A pesar de sus propósitos iniciales, tuvieron que quedarse tres semanas. Cuando el jet de United Airlines despegó de Carrasco, Javier murmuró un «¡Por fin!» que le sonó a sí mismo poco fraterno, pero no sintió ningún malestar de conciencia. La víspera de la partida, Fernanda había aparecido por el videoclub.

—No te preocupes más, Javier. A mamá le pareció una excelente idea y dio el visto bueno. Así que ya está todo arreglado.

Él no inquirió en qué consistía el arreglo ni hizo el menor comentario adicional. Se limitó a preguntar cuándo viajaban y a qué hora querían que los fuese a buscar al hotel. Fernanda venía preparada para un duro enfrentamiento. Por eso le había pedido a Gervasio que se quedara en el hotel: «Vos te ponés violento. Y así empeorás las cosas». Ahora, ante la actitud distante del hermano menor, esbozó una forzada sonrisa.

—¿Alguna pregunta aclaratoria?

—No, ninguna —dijo Javier. Y eso fue todo. Mientras los hermanos permanecieron en Montevideo, con idas y venidas entre la escribanía y la casa de Nieves, Javier se había borrado. Ni siquiera fue a ver a su madre. Se hallaba a sí mismo hosco, retraído, casi intratable. Hasta Rocío y Bribón, cada uno desde su perspectiva, se dieron cuenta de que algo pasaba. El perro se limitó a confinarse en un rincón de la cocina, donde al menos las baldosas frescas le transmitían cierto bienestar. Javier estuvo varios días sin ver a Rocío, pero ésta pensaba que estaba atendiendo a sus hermanos. Cuando por fin él fue al apartamento, ella notó de inmediato que el horno no estaba para bollos, y a fin de ir acotando el futuro inmediato, preguntó si la cosa iba con ella, si había dicho o hecho algo malo. Javier la tranquilizó: no era con ella. ¿Con tus hermanos? Sí, claro. Hasta entonces no lo había hablado con nadie. De modo que Rocío tuvo que aguantar el desahogo. Cada dos o tres párrafos, Javier se aferraba a una palabra, que para él era definitoria: mezquinos. Unos mezquinos, eso es lo que son. Es la primera vez que se acuerdan de Nieves. ¿Que por qué no los había enfrentado? ¿Que por qué no había convencido a Nieves de que no tolerara ese despojo? Todo era demasiado sucio, Rocío. Me daba asco intervenir. ¿No será que por defender tu dignidad, en definitiva perjudicaste a tu madre? Sólo esta última pregunta de Rocío lo sacudió un poco. Pero no tenía ánimos para justificarse. Quizás, dijo.

Cuando por fin fue a ver a Nieves, ella no le recriminó sus últimas ausencias. Le dijo que lo comprendía y que esperaba que él también comprendiese.

—Ellos son así, ya es tarde para que cambien. Una noche vinieron sin anunciarse, con todo ese paquete de noticias. No me gustó que, sin la menor delicadeza, le dijeran a la señora Maruja que se fuera. La pobre se quedó sin la telenovela. Y yo también. Te confieso que esa actitud con la señora Maruja me disgustó más que todo el embrollo del dinero. Primero, lo del testamento del bueno de Iturralde. Toda una sorpresa. Fue muy amigo de tu padre. Un amigo leal, de ésos de antes, en los que podías confiar a ciegas. La mujer no me tenía simpatía, nunca supe por qué. ¿Celos? No tenía sentido. Me imagino lo poco que le habrá gustado la cláusula del testamento que me concernía. Y la rabia que le habrá dado, cuando vio que su enfermedad ya no tenía remedio, y que por consiguiente todas esas cosas y casas me quedaban a mí. Cuando ella, ya viuda, regresó al Uruguay, la llamé y varias veces intenté verla, pero siempre encontró alguna excusa. Entonces me cansé y le dije que cuando tuviera un tiempo libre me llamara. Nunca me llamó. Pero volviendo a tus hermanos: casi de inmediato, antes de que me acostumbrara a la nueva situación, me expusieron su proyecto. Si me hubieran dejado unas horas de tiempo, seguramente se me habría ocurrido a mí. Después de todo, sólo me importó el dinero (igual que a tu padre), en la medida que nos alcanzaba para cubrir nuestras necesidades elementales y algún lujito adicional, como libros, cine, teatro. Cuando pudimos, compramos la casa de Asencio, la vivienda también es una necesidad elemental ¿no te parece? pero jamás se nos pasó por la cabeza, por ejemplo, tener un auto. Estoy segura de que la idea del reparto se me habría ocurrido a mí. Sin embargo, me dio tristeza que ellos me la impusieran. ¿Qué querías que hiciera, Javier? Aunque a veces no lo parezca, son mis hijos. Al menos tuvieron la franqueza de informarme que vos no estabas de acuerdo con su plan. No había necesidad de que me lo aclararan. Vos saliste más a mí. O a tu padre. Ahora, que se salieron fácilmente con la suya, se fueron contentos a mejorar su famoso status. Y con toda seguridad me seguirán enviando sus postales de las Niagara Falls y el Empire State Building. El Rockefeller Center no, porque creo que ahora lo compraron los japoneses.