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Sensación de bochorno, había sido el anuncio meteorológico. Y esta vez acertaron. Era de noche cuando llegó a su casa. Se duchó largamente y revivió. No tenía hambre sino sed, una sed polvorienta, inagotable. No se puso ni siquiera el piyama. Le llevó agua a Bribón, que la consumió a un ritmo enloquecido. Se sirvió un whisky con bastante hielo, apagó todas las luces, y así, a oscuras, y en calzoncillos, se instaló frente al ventanal y a la luna llena.

No había luz en casa de los vecinos. Javier no descartó que también los veteranos estuvieran, casi desnudos y a oscuras, tomando su limonada frente a la luna llena. La desnudez era la defensa obligada, la sola forma de saberse vivo. ¿Cómo se sentiría esa pareja antigua, enfrentada en la penumbra a sus cuerpos de siempre, más gastados que siempre, tan jubilados como sus dueños, todavía con rescoldos del placer, o al menos con memoria del placer? A lo mejor, en noches como ésta, toda luna, jugaban a remendar sus mutuas amnesias, y estaba bien. Peor que la ausencia del placer puede ser su irremediable olvido.

De pronto Javier reparó en su propio cuerpo, ese viejo conocido, que todavía conocía y reconocía el goce. Por suerte. El placer fue siempre un tónico, un reconstituyente. Mejor que las vitaminas, los minerales y los antioxidantes. En la adolescencia, uno asume su cuerpo como ostentándolo; en la juventud, como queriéndolo; en la madurez, como cuidándolo, haciendo lo posible para que el puzzle no se desarme antes de tiempo. Es cierto que ya hay poco para ostentar. Pero uno de todos modos vigila esa estructura personal, esa suerte de milagro que de a poco se desmilagra. Uno va detectando ciertos rebatos que se llaman dolores, esas pecas, manchas, verrugas, y otros descuentos de la vanidad. En otra noche, que aguarda en el futuro, bajo otra luna o acaso la misma, tal vez llegará el momento de sentir piedad por esa gustada maquinaria, para la que cada vez vienen menos repuestos. A Javier le da un poco de melancolía vislumbrar la posibilidad de esa otra melancolía que aún no llegó.

Aunque siempre ha sido buen lector de poetas, nunca ha escrito poemas. Bueno, nunca no. En el liceo le dedicaba versos a una morochita que era un dulce, pero ella nunca se dio por aludida. Es posible que para ella el desdén fuera una forma personal de seducción. Pero al cuarto mes de dejadez sin tregua, de indiferencia sin fisuras, a Javier lo invadió el tedio y dejó de enviar esquelitas en verso. Increíblemente, ese silencio despertó el interés de la esquiva musa (o musita) pero ya era tarde. Para entonces Javier había anclado en un aburrimiento inexpugnable. Es posible que ese fracaso inaugural lo convenciera de su desvalido futuro como vate. Siguió siendo buen lector de poemas ajenos pero no reincidió.

Sin embargo esta noche, en que el destello lunar le hizo tomar conciencia de su cuerpo, se embarcó en raras divagaciones y le vinieron ganas de escribirlas. No en prosa. Se asombró al admitir que debía recurrir al verso. O no escribir nada. ¿Por qué en verso? No pudo explicárselo. Lo intentaré mañana, decidió, para no desmontar la extraña fascinación de la noche, el silencio, la luna, la brisa todavía medrosa, el albergue de un cuerpo sin falacias. Apuró un nuevo trago. Lo saboreó sin prisa. Cerró los ojos para creerse feliz. Cuando volvió a abrirlos, le pareció que sólo habían pasado diez minutos, pero la luz recién amanecida había empezado a iluminarlo. Sin la velada lumbre de la luna, su cuerpo en bruto le pareció menos propenso a la reflexión, más rústico e inepto, más feo y deslucido, y corrió a esconderlo, ahora sí, en el piyama.