Javier se sentía algo desorientado cuando trataba de explicarse los motivos reales de la repentina aparición de sus dos hermanos en Montevideo. La necesidad de afecto familiar estaba, por razones obvias, descartada; asimismo, estaba descartada una presunta nostalgia por el país. El hecho de que tampoco él se conmoviera con el reencuentro, lo aceptaba como un dato innegable, pero que de ningún modo lo alegraba ni le dejaba conforme. Después de todo, ¿qué tenía él en común, salvo el vínculo sanguíneo, con aquel hombre esquemáticamente sensato y aquella mujer madura, ya debidamente asimilados por un país distinto y distante, adecuadamente integrados en otras convenciones, otros hábitos, otros prejuicios? No obstante, todo eso era admisible, podía comprenderlo y en el fondo no le dolía demasiado. Sí en cambio lamentaba sentir por Fernanda sólo una tenue simpatía y virtualmente ninguna por Gervasio. Así y todo, lo que más le apenaba era el trato que dispensaban a Nieves e incluso el notorio desdén con que habían tratado a la «señora Maruja». Era visible que con Nieves habían intentado parecer amables, pero el esfuerzo se notaba demasiado.
Cuando Gervasio y Fernanda aparecieron una mañana en Nueva Beach (a esa altura ya habían decidido permanecer en Montevideo una semana más), el hermano menor empezó a entender mejor aquel embrollo. Bribón no los recibió bien y eso era siempre un signo importante para su amo. Fueron a la playa. Fernanda se consideró obligada a elogiar la calidad de la arena y por lo tanto la elogió. Gervasio, mientras tanto, se entretuvo juntando caracolitos y cantos rodados. Para los muchachos, se justificó. Luego fueron a almorzar a la cafetería de rigor y los temas de conversación no salieron de la previsible frivolidad. Al menos Gervasio encontró una veta transitable cuando se interesó por el fútbol. «Yo era hincha de Liverpool», evocó, y fue la única ocasión en que Javier detectó en su mirada gris un amago de nostalgia. «La camiseta era negra y azul, me parece.»
Cuando regresaron a la casa y Javier le impartió a Bribón una tajante orden de sosiego, se sentaron en las mecedoras (desde el mes pasado eran tres) y allí fue que Gervasio soltó la primera insinuación reveladora:
—¿Vos oíste hablar del doctor Alfredo Iturralde? ¿O por lo menos sabés quién era?
—Alguna vez —dijo Javier— oí decir a Nieves que había sido amigo del Viejo. Pero nada más.
—En realidad, fueron muy amigos. Poco después de la muerte de papá, Iturralde, que era médico y estaba casado con una tucumana, se fue con ella a España y allí ejerció su profesión hasta 1965, año en que murió. Su viuda regresó al Uruguay. Nunca se había llevado bien con mamá, y menos simpatizó cuando se abrió el testamento de su marido y se enteró de que éste le dejaba (además de la obligatoria «porción conyugal», que, como no habían tenido hijos, era sólo la cuarta parte de los bienes) el usufructo, sólo el usufructo ¿eh? de dos confortables casas que tenía en Montevideo, más otra en Punta del Este y un establecimiento agropecuario en Cerro Largo. Sólo el usufructo, te repito, porque si ella moría antes que mamá (algo previsible, porque le llevaba casi veinte años) todas esas propiedades pasarían definitivamente a Nieves, como vos la llamás. Al parecer aclaraba en el testamento que con esa solución pretendía no perjudicar a su mujer y rendir a la vez un homenaje póstumo a papá, que había sido su mejor y más leal amigo.
—Nunca supe nada de eso —dijo Javier—. ¿Nieves lo sabe?
—Creemos que no. Es casi seguro que Iturralde dejó establecido que sólo se le informara si las circunstancias, o sea la muerte de su viuda, la hacían beneficiaria de esa situación.
—Curioso ¿no? ¿Y se puede saber cómo es que ustedes se enteraron?
—Un amigo nuestro, que fue auxiliar del escribano que redactó y oficializó aquel testamento (en el cual se establecía que ese mismo escribano oficiaría de «albacea con tenencia de bienes», que es una clase especial de albacea), bueno, ese amigo nuestro estuvo hace un par de años en California y nos contó toda esa historia.
—Se ve que era un muchacho de confianza.
—¿Ahora qué? ¿Ahora qué? Pues que la viuda de Iturralde ha fallecido, y en consecuencia todo ese legado, previo pago del correspondiente impuesto de herencias, pasará automáticamente a mamá.
—¡Qué bien! Me alegro por Nieves. Me imagino que ustedes también.
—Claro, claro.
Allí se produjo uno de esos largos silencios en que Gervasio y Fernanda se especializaban. Por fin ella dijo, casi musitó, en un tono que pretendía ser apenado:
—Mamá está muy mayor.
—Sí, tiene setenta y siete años —admitió Javier—, pero reconozcamos que los lleva bastante bien, y seguramente esta noticia la va a rejuvenecer. ¿Cuándo se va a enterar? ¿O ya lo sabe?
—No, aún no lo sabe. Creo que el escribano la llamará para notificarla y leerle el testamento.
—¿Y eso cuándo será?
—Pasado mañana.
—La verdad es que sos una computadora.
—Se hace lo que se puede.
Gervasio dejó la mecedora y se puso a caminar por el living. Hizo cuatro o cinco veces el trayecto de ida y vuelta. Por fin se detuvo frente a Javier.
—Nosotros habíamos pensado (siempre que vos estés de acuerdo) que ya que mamá está tan mayor y se va a encontrar de pronto con todo ese inesperado capital en sus manos, nosotros habíamos pensado (te repito, si vos estás de acuerdo) que ella podría quedarse, por ejemplo, con una de las casas de Montevideo, y el resto…
—¿Y el resto? —preguntó Javier haciéndose el inocente.
—Y el resto legarlo en vida a sus hijos. A sus tres hijos, por supuesto.
—Gracias.
—Las otras casas podrían venderse (ya averiguamos que la de Punta se ha valorizado mucho) y hasta podría negociarse el establecimiento, que según parece viene dando buenos dividendos.
—También podría venderse todo eso —intervino Fernanda—, sin necesidad de efectuar un nuevo legado, y que ella después nos repartiera el producto de esas ventas. Creo que con ese procedimiento se ahorrarían impuestos.
—Una previsión muy sensata. Veo que han pensado en todo.
—A nosotros nos vendría muy bien —dijo ahora Gervasio—. Nuestra situación en Estados Unidos no es mala ni mucho menos, pero conservar el imprescindible status nos exige muchos gastos, más de los que podemos afrontar sin endeudarnos peligrosamente.
—También a vos te vendría bien —dijo Fernanda—. No nos vas a convencer de que el videoclub es un negocio brillante.
—¿He intentado convencerlos?
—Entonces ¿qué te parece?
—Qué sorpresa ¿verdad? Aunque para ustedes no lo ha sido tanto, ya que (gracias al amigote chismoso) viajaron sabiendo cómo era la cosa. Vinieron por eso, ¿no es cierto?
—En cierto modo, sí. Y también para verlos a ustedes. A vos y a mamá, después de tanto tiempo.
—Comprendo. Me vas a hacer llorar.
—No seas bobo —dijo Gervasio—. No es momento para ironías. No nos contestaste aún: ¿qué te parece? Habíamos pensado que como vos siempre has estado más cerca de mamá, y en cierto modo, como sucede siempre con el hijo menor, fuiste su preferido, habíamos pensado que sería muy importante que fueras vos quien le hiciera el planteo. Si estás de acuerdo, claro. Vamos, hombre, ¿qué te parece?
—¿Qué me parece? Si estuviéramos en España, les diría que me parece una marrullería, pero como estamos en el Uruguay, les diré que me parece una joda.
—¡Javier! ¿Cómo podés decirnos una cosa así? Somos hermanos, ¿o te has olvidado? Me parece que te hablamos con toda franqueza.
—No lo olvido. Y porque somos hermanos y en consecuencia hablamos con franqueza, les ruego que me dejen al margen de esta jugadita. O jugarreta, como quieran llamarle.
—Pero decime un poco, pedazo de boludo —dijo Gervasio, a esta altura bastante crispado—, si mamá accediera ¿vos no querrías tu parte? ¿O querés que nosotros saquemos las castañas del fuego y vos las recibas después muy pancho en tu mecedora?
—No te alteres, hermanito. Quédense ustedes dos con todas sus castañas. Las mías quiero que se queden con Nieves.
Los otros se miraron, como si hubieran previsto este desenlace. Fernanda tomó la palabra.
—Pensábamos decírselo a ella esta misma noche, para que lo sepa antes de que el escribano la convoque.
—Qué interesante. ¿Y cuándo le van a dejar caer la nueva y loable iniciativa?
—También esta noche. Para que ella se habitúe de entrada a la situación emergente.
—¿Así que emergente? Por favor dejen bien claro que yo no participo de esa emergencia. Y háganlo así, porque de lo contrario tendré que hacerlo yo. Y a ustedes no les va a gustar.
—Pero ¿qué explicación le damos? No lo va a entender.
—Díganle, por ejemplo, que a mí me alcanza con lo que tengo, que no paso apreturas, y que en cambio ustedes están en la llaga. Llaga norteamericana, pero llaga al fin.