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El escueto cable que anunciaba la llegada de Gervasio y Fernanda fue una auténtica sorpresa. Para Nieves y sobre todo para Javier. Llevaba años sin verlos y sin saber mucho de ellos. Cuando aparecieron en el aeropuerto de Carrasco, mezclados con una excursión de norteamericanos que seguían luego en grandes autobuses a Punta del Este, le costó reconocerlos. En realidad Gervasio, con su sombrero de cowboy, y Fernanda, metida en una camisola con un rótulo verde de Dallas, parecían dos tejanos más. Sólo cuando se apartaron del montón, Javier pudo conectar dos rasgos de los recién llegados con estampas sumergidas en su memoria: el mentón algo prominente de Gervasio y los gruesos labios de Fernanda, ahora pintados con un rouge algo agresivo. Se acercó y les dijo: «Soy Javier ¿qué tal?». Ellos dijeron «Hello, Javier» y lo abrazaron deshilachadamente. Después de los inevitables besos mejillones y de ayudarlos con las valijas, les preguntó con naturalidad si querían alojarse en lo de Nieves o en su casa del balneario. Ella dijo: «Thanks, brother. Venimos por poco tiempo, por eso hemos hecho reservas en un hotel del Centro, así estamos a mano de todo». Se asombraron de que Javier no dispusiera de un coche propio y se resignaron a viajar en taxi.

Durante el trayecto, Fernanda elogió las bellezas de la Rambla y Gervasio preguntó si Nieves estaba muy vieja. Javier dijo que no tanto, que seguía muy activa y muy lúcida, aunque eso sí, un poco reumática. Luego inquirió a su vez por sus sobrinos. Magníficos. Están magníficos. Que por qué no los habían traído. Oh, Javier, no valía la pena. Mucho gasto por una semana. ¿Así que sólo van a estar una semana? Sí, una semana. Gervasio debe volver a su trabajo el lunes próximo y yo el martes al mío.

Javier se repetía mentalmente que no debía olvidar que ésos eran sus hermanos. Dejaron el equipaje en el hotel y fueron, en otro taxi, a ver a Nieves. Ésta se había puesto para la ocasión el mejor de sus vestidos. Abrazó simultánea y largamente a los dos viajeros, hasta que Gervasio dijo, algo sofocado:

—Está bien, mamá, ya está bien.

Y consiguió liberarse. Entonces Fernanda abrió su amplio bolso de mano y extrajo dos paquetes.

—Son nuestros regalos —explicó.

Nieves abrió conmovida la caja: una radio a transistores.

—Es japonesa y tiene nueve bandas. Podrás oír todas las emisoras del mundo, hasta de Albania.

Luego le alcanzó un segundo paquete a Javier. Era una Polaroid.

—Siempre tuve ganas de tener una —mintió Javier.

—Es el último modelo —aclaró Gervasio—. Es un poco más cara, pero las fotos son estupendas. Después la probaremos.

Ante el interés de Nieves por sus nietos, le mostraron varias instantáneas. En la escuela; comiendo en un McDonalds; con bicicletas; en Disneylandia; bailando rock con otros chicos. Siempre habían obtenido buenas notas, no habían perdido un solo año, estaban muy contentos con los cuatro.

—¿Hablan español? —preguntó Nieves.

—En realidad, no mucho. De vez en cuando hacemos que lo practiquen con nosotros, pero tengan en cuenta que aun en casa y hasta entre ellos hablan en inglés. Todo el santo día están hablando inglés. No es por supuesto una obligación, pero todos sabemos que es una ley no escrita, pero vigente, para integrarse en un medio como ése, tan orgulloso de su lengua. Y para ellos al menos, no ha resultado difícil, porque ¿vieron? han salido rubios.

—¿Y tu mujer?

—Bien —respondió Gervasio.

—Se están divorciando —informó Fernanda, con una sequedad que cerraba el paso a cualquier pregunta complementaria.

—¿Y tu compañero?

—Muy bien, trabajando mucho. Tenemos el proyecto de casarnos el próximo verano. Sobre todo por los chicos.

Gervasio habló de su trabajo: bastante agotador pero estable y rendidor. Esto último era importante, porque de ahora en adelante debía pasarle una ayuda a su mujer. Todavía no sabía cuánto, porque la separación era reciente. Por su parte Fernanda señaló, con una risita, que aunque en su casa hablaba casi siempre en inglés, en la Universidad se ganaba la vida enseñando español, ella, que era licenciada en química.

—Son las contradicciones de un medio tan complejo y a la vez tan pluralista.

Transcurrida una hora, se hizo un largo silencio. Javier tuvo la impresión de que el informe sobre la sociedad norteamericana había concluido. Por suerte, a Gervasio se le ocurrió preguntar:

—Y aquí ¿cómo van las cosas?

El informe patriótico de Javier fue muy breve, y a los otros las escasas noticias les resbalaron sobre una antigua indiferencia. Podrían haber sido sobre Madagascar o sobre Liechtenstein. Entonces sobrevino otro silencio, esta vez más prolongado aunque acotado con sonrisas, hasta que Nieves preguntó:

—Se quedan a almorzar ¿verdad? La señora Maruja ha preparado algo sabroso.

Gervasio y Fernanda no podían comprender que su madre llamara «señora» a una persona de servicio. Sin embargo aceptaron. El menú consistía en bife a la pimienta, ensalada de endivias y manzanas asadas. El vino tinto era del departamento de Artigas, y el agua mineral, de Minas.

—Industria nacional —dijo con cierta sorna Javier.

Al final la «señora Maruja» apareció con un cava español que Javier había acercado en la víspera. Fue él quien consiguió, tras ingentes esfuerzos y un buen juego de muñeca, abrir aquel demi sec. El tapón fue a dar en la falda de Fernanda.

—Dicen que eso trae buena suerte —festejó Nieves.

—Eso dicen —admitió Fernanda sin demasiada convicción.

Brindaron por el reencuentro, pero la única que tenía los ojos brillantes era Nieves.

La política había estado ausente de los diálogos, pero Gervasio mostró otras fotos en que las dos familias exhibían pancartas de apoyo a Bush. Aclaró que habían estado presentes en la Convención del Partido Republicano. Quizá fue ahí que Fernanda se fijó en la mirada de Javier.

—¿Y vos, qué tal? Después de todo lo que ha pasado en el mundo, ¿seguís siendo rojo?

—Rojillo —respondió Javier, y nadie siguió con el tema.