Siempre había ocurrido así. Antes del exilio y ahora también. Las conversaciones con el viejo Leandro le provocaban a Javier más de un insomnio. Todas las naciones, todos los pueblos, tenían su identidad y, aunque no siempre de modo consciente, la defendían. ¿Por qué este país, tan mensurable y alfabetizado, tan preciso en sus límites, los geográficos y los costumbristas, tan metido en su forma de corazón o de talega o quizá de teta menuda (que no es lo mismo que menuda teta) con su pezón montevideano no iba a tener también su identidad? ¿Estado tapón, como nos recuerdan en alguna nota al pie los textos históricos, y sobre todo los prehistóricos? No, Estado tapón no es una identidad sino un sarcasmo, una invitación a que nos pregunten: ¿y, che, cuándo se van a destapar? Después de todo, somos un país, no una botella de champán brut.
Es cierto que, se decía Javier en el segundo tramo de su insomnio, nuestro héroe máximo fue un Artigas derrotado, pero ¿qué héroe de esta América no ha sido un derrotado? San Martín, Bolívar, Martí, Sandino, el Che Guevara, todos derrotados. No se consolidaron en el poder y tal vez por eso no se corrompieron. Hasta los corajudos sandinistas, que habían triunfado tan dignamente sobre Somoza y su aparato infernal, fueron derrotados por la «piñata». Queda Fidel Castro, menos mal, pero todo el contorno y hasta desde zonas del entorno y del intorno, lo han tentado porfiadamente con la derrota como evasión o la evasión como derrota. Javier no quisiera estar en el pellejo de ese abnegado incombustible, que sigue negándose con generosa terquedad a engrosar la nómina de los héroes vencidos. Después de todo, ¿la historia terminará absolviéndolo, como proclamó en medio de una vieja derrota transitoria, o llegará a ser verdad un indeliberado pronóstico de los años sesenta, que rezaba en uno de esos muros todavía precariamente alfabetizados: «La historia me absorberá»? De todos modos, aunque llegue a absorberlo, siempre será un trago laborioso para esa misma historia. Por lo menos, ha servido para darles identidad a los cubanos, no sólo a los de adentro sino también a los de afuera, que sin él no serían nada, o, en el menos lastimoso de los casos, sólo subgerentes de prostíbulos o croupiers de garitos. La estirada victoria del barbudo es todavía hazaña continental.
Javier no coincidía con el escepticismo congénito del viejo Leandro, quien de seguro se habría sentido incómodo en el caso de haber compartido alguna victoria para él inverosímil. La otra tarde, en su casa, Leandro había trazado una línea, recta o sinuosa, no importaba demasiado, que empezaba en Artigas y terminaba en Sendic. De derrota clásica a derrota vanguardista, había sintetizado. Pero Javier pensaba que acaso nuestra identidad no estaba ligada a triunfos imposibles sino que atravesaba como un hilo de seda la carne misma de las derrotas que habían sido posibles. Artigas autoexiliado en una chacrita paraguaya o Sendic confinado en el fondo de un aljibe, eran bisagras de esa identidad y sus fracasos también significaban algo.
En cambio, la única indiscutible victoria histórica, internacional y provocadora, ese hito imborrable que fue Maracaná, se había transformado con los años en una victoria a medias, o sea, en casi sinónimo de una derrota a medias. Cuarenta y cinco años de maracanización del país habían ido dejando marcas indelebles de hipocresía (el David indigente que vence por sorpresa al Goliat arrogante) en las crónicas deportivas, sociológicas y políticas de anteayer, de ayer y de hoy. La maracanización nos fue quitando, lustro tras lustro, uno de nuestros rasgos patrios más dignos de sobrevivir: una sobria templanza en la que nos sentíamos decentes y acompasados. Nos convertimos de pronto en los nuevos ricos del deporte. No supimos aprender la lección de Obdulio Varela, que ni antes, en medio de la euforia, ni ahora, instalado con orgullo y decoro en su pobreza, ha transigido en mentirle al país y mucho menos en mentirse a sí mismo.
Lo que Javier admiraba en Obdulio no era su célebre foto con la pelota atenazada bajo el brazo, sino su actual modo, nada heroico, de llevar con lucidez y parsimonia su conciencia de viejo cacique que las sabe todas y es capaz de contemplar a los falsos caciques, los de la política, como miraba hace medio siglo al juez de línea (entonces era el linesman), cuando con todo descaro inventaba un «orsai». Resulta que ahora ganamos otra Copa América, como siempre arañando, raspando, casi perdiendo, atajando un penal en el último estertor. Experiencia buena como muestra de confianza, de garra, de entusiasmo, de necesidad comunitaria de creer en algo, pero menos buena si sólo sirve para volver a maracanizarnos, a hacernos creer lo que no somos. Del maracaneo al macaneo hay sólo una sílaba de diferencia. Como país de apenas tres millones de habitantes, somos tal vez el que produce el mayor porcentaje de buenos futbolistas. Cierto. Pero se van y con razón. ¿Alguna vez nos pondremos a estudiar por qué el milagro se convierte en vergüenza? ¿Por qué en el presente dos de nuestras mejores líneas de exportación son el solomillo de «vaca cuerda» y la pierna de futbolista zurdo?
Pese a todos los pesares, en la tercera etapa del insomnio, Javier agradeció al azar haber nacido aquí. Sentía que su dimensión, su poca historia, coincidían aproximadamente con su propia y modesta dimensión y asimismo con su poca historia. No se veía integrado, ni siquiera por adopción, a una sociedad como cualquiera de las europeas. No sólo porque la historia pesaba allí como una lápida. Sobre derechas y sobre izquierdas: como una lápida. Sobre ricos y sobre pobres, pero claro, la lápida que pesaba sobre estos últimos era de roca, en tanto que la que pesaba sobre aquellos era de aluminio o de plástico o de hostias. Hasta la vasta gama de opus era compleja. No era lo mismo el Opus Indice Köchel 219 (Concierto para violín y orquesta en La mayor), de Mozart, que el Opus Dei y su sagrado patrimonio.
Aquí, en cambio, en la capital más austral del planeta, la lápida no era la historia sino el presente de indicativo. No el Virreinato del Río de la Plata sino el Fondo Monetario Internacional, no don Bruno Mauricio de Zabala sino Milton Friedman. No el fundador, sino el fundidor. Quizá por eso el Quinto Centenario había pasado por aquí como un buitre perdido. ¿A quiénes de nuestros acojonados tres millones podía importarles una higa el desaborido replay de las tres carabelas?