Este artículo («Los países no mueren») fue el segundo que escribió Javier desde Montevideo, pero la Agencia (para sorpresa del articulista) se negó a difundirlo:
«Los países no mueren. Ricos o pobres, pobres o miserables, siguen viviendo. Un país puede enfermarse, enflaquecer hasta quedarse en los huesitos, inflamarse de soberbia o desmoronarse de vergüenza, contraer la celulitis de la retórica o la lepra (Sartre dixit) de la tortura; un país puede cambiar de amo y hasta temer por su vida, pero nunca muere. La que muere es la gente. Es claro que a veces la gente se cansa de morir y hace revoluciones. O se cansa de morir y las suspende. El cansancio de la muerte es, después de todo, una señal de vida. Durante un tiempo, pleno de soberana agitación, la muerte puede ser el precio de otras vidas, la onerosa garantía de un cambio. No obstante, cuando, en posteriores instancias de derrota, llega a convertirse en oscura rutina, sin cambio a la vista, entonces la muerte es sólo señal de muerte. Y se hace necesario buscar otras rutas para el cambio».
«La guerra también mantiene alerta al enemigo. Pero si bien es cierto que éste puede sentirse venturoso sólo en la guerra, la paz en cambio puede llegar a estancarlo, a fosilizarlo, a dejarlo huérfano de motivaciones. Por eso, cuando los imperios se enfrentan a la paz, aun aquella paz que predicaron y prometieron entre misil y misil, cuando se enfrentan a una paz que en el fondo nunca ansiaron, se hunden en la frustración y el desasosiego. Verbigracia: cuando Estados Unidos se quedó sin la URSS, o sea, sin rival a la vista, estuvo a punto de sumirse en la desesperación y el desempleo. Por un tiempo, Washington avizoró un peligro: que, debido a esa ausencia de objetivo guerrero, toda la nación se sumiera en el abismo de la droga, para alegría de los cárteles colombianos».
«Inventar un nuevo enemigo no fue fácil. Los departamentos más ingeniosos y soñadores del Pentágono pusieron a funcionar su imaginario. A punto estuvieron de herniarse en el esfuerzo, pero al fin inventaron a Saddam Hussein, que después de todo era un ex amigo en la pugna contra Irán. Como su compatriota Melville había creado a su famosa Moby Dick, ellos inventaron a su ballenato iraquí y hasta le programaron en un entorno informático la famosa madre de todas las batallas. Sin embargo, esa fiction war duró muy poco, apenas hasta que unos miles de soldados iraquíes fueron sepultados vivos por los tanques democráticos en las arenosas trincheras del desierto (no en las “procelosas” aguas del Atlántico, como habían hecho en la Argentina las huestes de Videla), y el general Powell admitió, infernal y gozoso: “Toda guerra es un infierno”. Wonderful. De nuevo sobrevoló sobre el pobre Imperio la amenaza siempre latente de la paz, y en consecuencia reapareció el peligro de que la gran nación, desalentada y mustia, se precipitara en la sima de la droga. Bosnia concurrió a salvarla. Bosnia o Yugoslavia o la ex Bosnia o la ex Yugoslavia o la Bosnia musulmana o la Bosnia serbia o la Croacia duplicada o la ex Croacia original, vale decir la ardua madeja que había tejido arduamente el comunista y siempre disidente Tito en largos años de ominosa e inacabable paz. Al mariscal Tito y al Muro de Berlín los sobrepasó rápidamente la historia; la ansiada democracia llegó por fin con sus mayúsculas y zambombazos, sus oleadas de hambre y epidemias, sus ruinas justicieras, sus rencores cruzados y escombros paradigmáticos, sus cadáveres de niños (que no son negritos como los de Ruanda sino rubios o pelirrojos y de ojos celestes como los de Estocolmo, Edimburgo o La Coruña)».
«Y todos contentos: la ONU, tan minusválida como de costumbre; la OTAN, absorta en sus maniobras y calistenias; Major, Mitterrand, Chirac, etcétera; también Kohl, confiando por fin en llevar a cabo su viejo sueño posnazi de invadir a alguien, no importa quién. Todos contentos, menos los muertos, claro, pero éstos no votan, hasta ahora se han abstenido. No hay que olvidar, sin embargo, algo que nos revelara Roque Dalton: “Los muertos están cada día más indóciles […] Hoy se ponen irónicos / preguntan. / Me parece que caen en la cuenta / de ser cada vez más la mayoría”».
«Cada trimestre, con o sin Clinton, se dieron la mano Arafat y el israelí de turno, pero entre apretón y apretón, palestinos e israelíes se complementan en su indeclinable brega contra la superpoblación en la zona en disputa. Yeltsin, por su parte, trata a Chechenia peor que Breznev a Afganistán, pero Yeltsin, aunque discípulo dilecto de Pinochet en eso de incendiar la Moneda moscovita, es amigo y es demócrata y sobre todo tan anticomunista como sólo puede serlo un ex comunista cuando se contagia de la amnesia occidental y cristiana».
«¿Los países no mueren? En este sentido, Yugoslavia o la ex, es la prueba del nueve; Chechenia, la prueba del noventa y nueve. No pasarán, dijeron hace sesenta años los del corajudo Madrid, y fue cierto: no pasaron, sencillamente porque se quedaron. Un pesimista incurable, casi un pre-posmoderno, me dijo en los años sesenta: “El pasado es de los mártires; el presente es de los aspirantes a verdugos; el futuro será otra vez de los mártires”. No soy tan escéptico, aunque bien sé que en este enmarañado fin de siglo los pesimistas son los únicos profetas que dan en el clavo. No obstante, el futuro será lo que hagamos con él. Somos los alfareros de ese futuro. El único problema sería, tal vez, que la alfarería se haga a corto plazo por computadora o por internet. O por robots. Que Dios (que no existe) nos asista».