Un mes después de su primera incursión en Nueva Beach, reapareció por fin el coronel retirado. Javier lo encontró como envejecido y hasta desprolijo. Y le pareció que envejecía aún más cuando él le informó que Fermín no quería verlo.
—¿Y por qué?
—No me comunicó los motivos. Sólo me dijo que no.
—¿Tendrá miedo?
—¿Miedo de qué?
Javier no pudo menos que recordar las variaciones de Rocío sobre el mismo tema.
—No sé. De algo. Si fuera así, yo lo comprendería.
—Es una opinión personal, pero no creo que Fermín tenga miedo. Más bien pienso que no tiene ganas. Sólo eso.
—También lo entiendo. Es una lástima. Yo sólo quería hablar. ¿Es tan difícil hablar?
Esta vez Javier lo vio tan desanimado que le sirvió una copa. El otro la aceptó. En silencio.
Cuando percibió que esta vez la relación era menos tensa que en la ocasión anterior, Bribón se acercó al intruso sin ladrar ni gruñir y le lamió la punta deslustrada de una bota, que era el único detalle no deportivo (¿o acaso jugaría al polo?) de su atuendo.
—¿Tiene pesadillas? —preguntó Javier.
—Ya le aclaré en otra ocasión que yo no soy Scilingo.
—¿Y por qué esa obsesión de hablar con Fermín?
—Es un personaje que, no sé exactamente por qué, se me ha instalado en la memoria. No me ocurre con los otros que estuvieron a mi cargo. Pero a su amigo no lo puedo borrar. Y tengo la impresión de que la única forma, no de borrarlo sino de asumirlo, es enfrentarme a su propia memoria, donde acaso también yo sea un personaje imborrable. Me parece.
—¿Usted tiene familia? Quiero decir si es casado, si tiene hijos. Usted lo sabe casi todo de mí, pero yo de usted no sé nada.
—Estuve mal el otro día, cuando hice alarde de lo que sabíamos. Estuve mal, lo siento.
—¿Estuvo mal en decírmelo o en saberlo?
—En decírselo, porque fue una jactancia inútil, antipática. Saberlo es otra cosa. Algo inevitable. Pero contesto a su pregunta. No tengo hijos. Estuve casado pero enviudé. Mi mujer era diez años menor que yo. Contrajo una hepatitis B.
—¿Murió antes o después del «proceso»?
—Ya nadie dice «proceso», ¿sabe? Se ve que usted estuvo fuera. Fue un circunloquio sin fuerza. Entre nosotros nos referimos al «gobierno militar» y en algún descuido hasta decimos «dictadura». Después de todo, aquello no fue un problema semántico. Sí, mi mujer murió después de la dictadura. Y eso hizo que me sintiera peor.
—A lo mejor, si su esposa todavía viviese, usted no habría querido dar este paso.
—Puede ser. Al menos habría sido más complicado llegar a esta confusión, a esta necesidad.
—¿Por qué?
—Bueno, ella nunca supo hasta qué punto estaba yo comprometido en ese tipo de interrogatorios. Nunca se lo dije.
—¿Por qué?
—Le advierto que está demasiado inquisidor. Tenga en cuenta que yo estoy habituado a interrogar, pero no a responder. ¿Por qué no se lo dije? Le habría chocado. La pobre era católica apostólica romana, por lo tanto creía en Dios y en el infierno y en todas esas majaderías.
—¿Usted no cree en Dios?
—Oficialmente soy masón, como tantos de mis colegas. Pero verdaderamente no creo en Dios. No me conviene que exista, ¿entiende?
—No del todo.
—Fíjese que la historia de la humanidad incluye tremendas barbaridades que se han hecho en nombre de Dios. ¿Se enteró de que en la Argentina había sacerdotes que consolaban a aquellos oficiales que lanzaban vivos al mar a los prisioneros políticos? Nosotros torturamos para arrancar información, es cierto, pero no arrojamos a nadie al mar, ni vivos ni muertos. Y todo lo que realizamos, bueno o malo, no lo cumplimos en nombre de Dios. Lo hicimos por nosotros mismos, sin excusas religiosas, bajo nuestra sola responsabilidad, sin pensar en cielos ni en purgatorios ni en infiernos, ni en la puta madre.
—Carajo.
—¿Por qué carajo?
—Es la primera vez que oigo una explicación tan…
—… ¿abominable?
—Por lo menos tan inesperada.
—¿Acaso no se ha dado cuenta de que la Iglesia uruguaya nunca nos tragó? La Iglesia argentina en cambio los confesaba y les administraba la hostia. Y el general Videla, en pleno juicio, se pasaba leyendo vidas de santos. Nosotros nunca fuimos tan cínicos. Crueles y mentirosos tal vez, pero no cínicos.
—¿Y usted está arrepentido?
—¿Arrepentido? No, decididamente no. Incómodo tal vez. Pero no se haga ilusiones. Creo que cumplimos una misión necesaria. La subversión fue un hecho innegable. Nos vimos obligados a responder con otros hechos no menos innegables.
—¿Y por qué incómodo?
—Porque entiendo que habríamos podido lograr el mismo efecto final, sin tantas flagrantes violaciones de los derechos humanos y otras paparruchas.
—¿Paparruchas?
—Perdón. No estoy contra los derechos humanos. Sólo estoy contra algunos cretinos que se pasan invocando los derechos humanos. Si no se hubieran metido los norteamericanos con sus licenciados y doctores en represión, con sus leyes de Seguridad Nacional, si hubieran dejado que los orientales arregláramos nuestras diferencias, por tremendas que fueran, entre nosotros, le aseguro que habríamos ganado de todos modos esa guerra, pero sin dejar tantas heridas, muchas de ellas incurables, en una sociedad tan alfabetizada como la nuestra.
—¿Qué tiene que ver con esto la alfabetización?
—Una cosa es matar indiecitos analfabetos, como en Guatemala, y otra es matar estudiantes universitarios, como a veces ocurrió aquí.
—O sea que aprueba la matanza de indiecitos.
—Tampoco es la solución ideal. La solución ideal es que los débiles e ignorantes se sometan al fuerte y más sabio. Me imagino que comprenderá que eso ahorra sufrimientos. A todos. Y no es poco. No es la fórmula perfecta, pero al menos provoca menos críticas internacionales.
—Ah.