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Por lo general, iba al Centro los viernes, atendía el videoclub los fines de semana para ayudar a los muchachos ya que era cuando más clientes acudían, y de paso aprovechaba para quedarse en el apartamento de Rocío. Los lunes volvía a casa y era recibido gozosamente por Bribón, que, aunque se llevaba bien con los vecinos (entre otras cosas, porque le daban de comer cuando él no estaba), tenía muy claro que su amo, su sostén, su refugio y su amigo era Javier.

Después de los primeros estupores y descubrimientos, la relación con Rocío se había normalizado. La verdad es que Javier no servía para estar sin mujer. Siempre había sentido, alternativamente, la necesidad de la soledad y la necesidad de la mujer, dos requerimientos que casi siempre se habían cruzado en su vida, provocándole más de un desconcierto. Ahora, sin embargo, la situación era inmejorable. De lunes a jueves disfrutaba de su soledad, y el viernes, cuando empezaba a añorar a la mujer, no a cualquier mujer sino a Rocío, se encontraba con ella, en tanto que el lunes, cuando comenzaba a echar de menos su soledad, regresaba a su casa, para compartir su retiro con Bribón. Un vaivén perfecto.

Lo cierto es que se sentía cómodo con Rocío. Le gustaba su cuerpo, su forma cálida, tierna de hacer el amor, sin alaridos de placer pero agradeciendo y proporcionando el goce. Le gustaba el carácter de Rocío: cómo sabía administrar el silencio de Javier y su propio silencio. Le gustaba que tuvieran una historia compartida; sentirla cerca y oírla moverse en la cocina, mientras preparaba alguno de los platos que a él le encantaban. Los sábados de noche solían ir al cine o al teatro, de modo que su relación iba de a poco siendo conocida y admitida por los amigos de siempre.

Javier no la había enterado de la visita de Bejarano, no por falta de confianza sino para evitarle una preocupación. Pensaba que ella ya tenía bastante con los rastros de su pasado, del que casi nunca hablaba, ni siquiera con Javier; señal, pensaba éste, de que era un dolor ya no físico sino del ánimo, un dolor del que ni siquiera ahora, tras varios años de vida libre, se había repuesto.

Un domingo Javier la llevó a que conociera a su madre. Nieves, que seguía pugnando para que Javier volviera con Raquel, o mejor aún (ya que significaba que él no volvería a emigrar) para que Raquel volviera con él, recibió a Rocío con cierta reticencia. Sin embargo, y a pesar de los años, no había perdido su capacidad intuitiva, así que no tuvo más remedio que admitir, en la siguiente visita del hijo, que «tu nuevo amor parece buena persona», agregando: «A ver si no la dejás plantada como a la otra». Javier reía, pero ella lo decía en serio. A la «señora Maruja» también le gustó Rocío, y eso fue muy importante para Nieves. Otro domingo que fueron a verla, invitó a ambos a que las acompañaran a ver una nueva telenovela que sólo pasaban los fines de semana, pero Javier decidió que hasta allí llegaba su amor filial y se llevó a Rocío, poco menos que a la fuerza, aunque ella no estuvo demasiado conforme con semejante estampida.

—Mirá, Javier, que ahora las telenovelas forman parte indisoluble de la vida montevideana. Como el fútbol, el mate o la quiniela. Si no sabés cómo va la telenovela, te pueden tomar por extranjero. Ni siquiera por porteño, ya que allá tienen parecidas teleadicciones, sino por un recién llegado de la Polinesia.

Javier comprendía, pero nada más. En Nueva Beach ni siquiera tenía televisor. Se las arreglaba con la radio. Aquí y en cualquier parte, incluso en España, prefería la radio, que proporcionaba más y mejor detalladas noticias; que daba datos y referencias que la televisión evitaba; que acogía opiniones, debates, entrevistas, impensables en cualquiera de los canales. Javier todavía no había salido de la edad de la radio. La tele le parecía una invasión, un agravio a la intimidad, una propuesta que otros dictaban. En Madrid sólo veía el Informe semanal de los sábados, los filmes submarinos o selváticos del viejito Cousteau y alguno que otro documental, como uno estupendo sobre la invasión norteamericana a Panamá, que Canal Plus pasó sólo una vez, codificado, y nunca más lo repitió, como hacía habitualmente con otras películas testimoniales.

Rocío prefería que Javier viniera a su casa en vez de trasladarse ella a Nueva Beach. «Cuando llegue el verano, puede ser.» Pero el verano había llegado y ella sólo había ido dos veces. Estuvieron en la playa, que ahora estaba repleta. Eso siempre la espantaba. Después de tanta clandestinidad primero, y tanta clausura después, las muchedumbres la ponían tensa. Aun en los actos callejeros del Frente Amplio, a los que normalmente concurrían, prefería situarse en un límite, al borde mismo del gentío, como si quisiera dejar abierta una vía de escape.

—Nunca se sabe —decía—. Vos no entendés esto porque te fuiste a tiempo y lo bien que hiciste. Pero yo estuve aquí y sé lo que es el miedo.

Javier entonces trataba de proporcionarle un refugio y la abrazaba, aunque fuese en público, y sólo se desabrazaban para aplaudir a Seregni o a Tabaré o a Astori o a Mariano.

—El miedo es la condición previa del coraje —decía sentenciosamente Javier—, nadie es valiente si no pasa antes por el miedo, el coraje viene de sobreponerse al temor.

—Mirá qué bien —se burlaba ella—, pero te juro que el miedo que yo tuve allá por los setenta, no era una antesala del coraje. Era bruto miedo y nada más.

Javier se sentía entonces un poco memo y/o presuntuoso, y aun antes de que concluyera el acto político, se la llevaba de allí, suavemente a la cama, esa cama de una sola plaza en el apartamento de bolsillo de Rocío («esto es apenas un watercomedor», se burlaba él), y allí, ya juntos de veras, sin los vanos atolladeros de la ropa, recuperaban el impagable diálogo de los cuerpos, que era el único argumento de que disponía Javier para convencerla de que ahora sí podía sentirse a salvo.