Éste fue el primer artículo que Javier mandó a la Agencia madrileña: «Montevideo, capital provinciana».
«Dentro del complejo muestrario de ciudades latinoamericanas, Montevideo es sencillamente una más. Así y todo, si se la compara con otras capitales de la zona, entonces aparece como una ciudad distinta, casi a contramano de los trazos, los regustos y las cicatrices urbanas del subcontinente. Por lo pronto, es una capital desproporcionada. Si uno se fija en el número de sus habitantes (1.300.000), debe admitirse que es una cifra más o menos corriente en las capitales latinoamericanas. Quito (1.420.000) y La Paz (1.400.000) apenas superan la población de la capital uruguaya. En cuanto a Santo Domingo, tiene la misma población: 1.300.000. El detalle está en que mientras Quito alberga el 14% de la población total de Ecuador; La Paz, el 19% del total de bolivianos; Santo Domingo, el 19% de la República Dominicana; en Montevideo, en cambio, reside el 42% de la población total. Si se hace el cotejo con otras capitales, el desequilibrio es aún más notorio. Las únicas que se acercan al porcentaje montevideano son Buenos Aires con un 31% y Santiago de Chile, con un 33%. Si Ezequiel Martínez Estrada bautizó a Buenos Aires como la cabeza de Goliat, ¿con qué metáfora habría que designar a Montevideo y su cabezona capitalidad?»
«Desde los inicios de la independencia, Montevideo acumula referencias que la vinculan con Europa. Si el legendario Garibaldi se hizo aquí presente en 1841 para mandar las tropas nacionales contra Rosas, el entonces celebérrimo Alejandro Dumas escribió (o, según cuentan las malas lenguas, hizo escribir y sólo firmó) desde París en 1850 su Montevideo ou une nouvelle Troie, débil como literatura pero resonante como apoyo solidario a la ciudad cercada. Lautréamont nace en Montevideo en 1846 y se lleva su memoria adolescente a París. El angloargentino Guillermo Hudson (que nació en Quilmes, Argentina, pero escribió en inglés) publica en 1885 su novela The Purple Land (La tierra purpúrea), situada en lo que luego se llamaría República Oriental del Uruguay».
«Por esas y otras razones, Montevideo es una ciudad sin mayor carácter latinoamericano. Ningún europeo tendrá inconveniente en reconocer su colorcito seudoeuropeo, que empezó siendo postizo, mínimamente hipócrita, y ha acabado por constituir una inevitable, vergonzante sinceridad. De espaldas a América, y de hecho también de espaldas al resto del país, Montevideo, ciudad-puerto, sólo mira al mar, es decir a eso que llamamos mar y es sólo río (eso sí, el más ancho del mundo) y depende de imprevistas corrientes internacionales que sus aguas políticas o culturales sean dulces o saladas».
«Como ciudad-puerto, Montevideo ha sido sucesivamente mirada por ojos extranjeros. Después de todo, como ha escrito Borges, “el color local es un invento extranjero; surge de que otros nos miren, no de lo que nosotros seamos”. Por la ciudad pasaron (y miraron), en muy distintas épocas: Sarah Bernhardt y Hugo von Hofmannsthal, Erich Kleiber y Louis Armstrong, Enrico Caruso y Albert Camus, Arthur Rubinstein y García Lorca, Roosevelt y De Gaulle, Borges y Fidel Castro, Neruda y Marcel Marceau, Juan Ramón Jiménez y Dizzy Gillespie, Gabriela Mistral y Vittorio Gassman, André Malraux y el Che Guevara, Maurice Chevalier y José Bergamín, Jorge Amado y Rafael Alberti, Margarita Xirgú y Carlos Gardel. En los últimos tiempos, el nivel de los conspicuos visitantes ha bajado notoriamente: se llaman Pinochet y Stroessner, Bush y Collor de Mello».
«Antes de la dictadura y la televisión (que es otra dictadura pero en colores), Montevideo era, como ha señalado Daniel Vidart, “el espejo de maniobras de nuestra sociedad”. También era el espejo cultural. Había un vasto público para los teatros y los cines, los cafés (Tupí Nambá, Sorocabana) congregaban tertulias con un orden del día que incluía política, fútbol y cultura, tres pilares insustituibles de la vida comunitaria. (Ahora, en cambio, los tertulianos no caben en los McDonalds.) La solidaridad era mucho más que una palabra. Cada clase tenía su tribuna en el Estadio Centenario, su sala de terapia intensiva y también su cementerio. Todo en orden».
«Ciudad de inmigrantes (las tres principales y sucesivas corrientes fueron de españoles, italianos y judíos), es también un mosaico arquitectónico. Todos los estilos se dan cita en la avenida 18 de Julio, principal arteria de la ciudad, y esa mezcolanza se ha ido convirtiendo en otro estilo y hasta ha adquirido un carácter peculiar y un extraño atractivo. La gran avenida es el termómetro de la ciudad. La dictadura la dejó sin árboles; la televisión, casi sin cines; la crisis, sin grandes tiendas. Invadida por los vendedores ambulantes y los ardides del contrabando, en algunos de sus tramos podría tomársela por un Marché aux puces del Tercer Mundo. No obstante, aunque ha perdido gran parte de sus modestos lujos, la Avenida sigue siendo una obligada referencia para el montevideano. Si no luce como antes, se debe sencillamente a que somos más pobres. Pero no hay en la ciudad ningún acontecimiento que de verdad importe (desde una victoria futbolística hasta una huelga sindical, desde una sobrecogedora manifestación política hasta la apoteosis del carnaval) que no se haga presente en 18 de Julio».
«Todavía hoy, tras doce años de dictadura y mientras recupera, con lentitud y algunos escollos, la buena costumbre de vivir en democracia, Montevideo mantiene (casi diría por fortuna) un estilo de vida bastante provinciano. Uno tiene la impresión de que aquí todos nos conocemos. Caminar por 18 de Julio es como moverse en el patio de la casa familiar. Siempre aparece alguien que, desde la acera de enfrente, alza el brazo como una antena racional, como la comunicación de una presencia».
«Esa proximidad, esa constancia del semejante, esa sensación de cercanía, hizo sin embargo más dramática la vida comunitaria durante la reciente dictadura. No era raro que un guerrillero fuera hijo de un ex parlamentario de derecha, o que una víctima de torturas fuera sobrina de un torturador. Hasta las hinchadas futbolísticas se inscriben en un estilo provinciano. Que un hincha de Peñarol se enamore de una chica de Nacional, o viceversa, puede originar resentimientos familiares de tal envergadura, que los conviertan en los Montescos y Capuletos del subdesarrollo».
«Como todas las ciudades del mundo, provincianas o no, Montevideo tiene mala conciencia de su vivir y de su morir, y quizá por eso no suele enseñar a los turistas sus cinturones de indigencia. Sin embargo a los extranjeros, y especialmente a los españoles, les gusta Montevideo. A mí también. Lo cierto es que en esta ciudad hay menos urgencias y menos stress que en las otras capitales de la franja atlántica. Su costa sureña, abundante en playas, y su estilo de vida, que asume sin conflicto la cercanía del prójimo, la hacen todavía, a pesar del legado de mezquindad que dejó la dictadura, una ciudad disfrutable y luminosa. Huelga decir que, por razones que quizá sean demasiado subjetivas, no la cambio por ninguna otra».