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Cuando el ferrocarril no había empezado aún a moverse, Javier se asombró de que el vagón estuviese vacío. La única presencia extraña era una maleta dura, tipo Samsonite, que dormitaba entre dos asientos mullidos, como siempre son los de primera clase. Los andenes de Stazione Termini estaban en cambio repletos de viajeros, turistas o autóctonos, con impecables trajes de burócratas o desaliño de globetrotters, con estampa de cosa nostra o sotanas del Vaticano.

Había parejas que se sobaban minuciosamente durante el beso de despedida, madres que lloraban su desconsuelo ante el adiós del hijo recluta asomado en la ventanilla de segunda clase, changadores que sudaban copiosamente, ancianas que pedían ayuda para subir al tren sus discretos baúles.

Javier miraba atónito desde el vagón vacío. Él y la dura maleta acaso abandonada se miraban solidariamente. Cuando el tren por fin arrancó, se tapó los ojos. Sólo volvió a mirar cuando las plataformas y andenes de la colmada estación habían dejado sitio a la zona industrial, con chimeneas que salían al encuentro del convoy y luego se alejaban en dirección a Roma. Cuando por fin apareció la campiña, con vacas que bostezaban su tedio existencial y corderos que corrían exultantes, como si no les preocupara su futuro de carnicería, y hasta cosa extraña un hipopótamo casi azul metido en un charco barroso.

Durante tres horas, o dos, o cuatro (en el ferrocarril el tiempo avanza como sobre patines), Javier estuvo inmóvil, la valija también. Cuando por fin entraron en otra estación de categoría, Javier reconoció que se trataba de Cornavin, así también se llamaba la única vez que estuvo en Ginebra. Aquí los andenes albergaban mucha gente, pero el estilo suizo se contagiaba a los turistas, y todos, hasta un lote de hooligans que cantaban a capella, parecían circunspectos y un poco estirados. Además, no había curas, ni siquiera monjas. Ni Javier ni la maleta abandonaron el vagón de primera.

No bien el convoy empezó nuevamente a moverse (ahora iba hacia atrás), el compartimiento fue invadido por un inspector que pidió los billetes en tres idiomas, que no eran precisamente los de Suiza. Javier habría jurado que se trataba de holandés, portugués y catalán. Le mostró al políglota su eurailpass. El uniformado lo examinó sin el menor interés y se lo devolvió con un gesto tembloroso. Luego advirtió la presencia de la valija enigmática y preguntó si le pertenecía. Lo hizo probablemente en esperanto pero el sentido era inconfundible. Javier negó con su cabeza y con su gorra. El inspector extrajo de su cartera un plumerito y se lo pasó a la maleta, que en verdad estaba un poco polvorienta. Luego se fue sin saludar.

Ahora el paisaje no era de chimeneas ni de corderos. Había puentes, túneles y una autopista con una interminable hilera de automóviles atascados por culpa de un enorme camión semivolcado y un ciclista aparentemente muerto, rodeado de curiosos y policías. No sabía calcular las varias horas transcurridas desde esa imagen y la entrada del tren en la enorme estación de Frankfurt. Él había creído que la próxima era París, pero los carteles de Eingang, Ausgang, Wechsel, se fueron acumulando en su retina. Tampoco aquí abandonó el vagón de primera. La dura maleta gris se había convertido en su familia. Esta vez el inspector de turno habló en alemán con acento bávaro y cuando él le enseñó espontáneamente el eurailpass, sonrió abiertamente y dijo: gute Reise. No se fijó en la valija compañera, y cuando se fue silbaba muy quedamente una tonada que Javier identificó como la gastadísima O Tannenbaum. El tren arrancó, esta vez hacia adelante, entre los aplausos de la gente que llenaba la plataforma 5 y Javier reconoció un solo rostro: el del camarero gallego que lo había atendido alguna vez en el hotel Cornavin. ¿Por qué no estaba en Ginebra y sí en Frankfurt?

Javier se repantigó en su cómodo asiento, dispuesto a dormitar, pero no pudo. El paisaje, cada vez más veloz, lo sumía en el desvelo. Casitas de dos plantas y tejas rojas, grandes bloques de apartamentos en ciudades-dormitorio, iglesias con nidos de cigüeñas, uno que otro helicóptero extraviado.

De pronto la puerta del compartimiento se abrió y a Javier le sobrevino una violenta taquicardia. Una muchacha más hermosa que cualquier carátula de Playboy le dedicó una mirada verdaderamente acalambrante. Se sentó frente a la maleta, la depositó con algún esfuerzo en el asiento de enfrente, extrajo de su bolso un llavero, abrió el candado y en consecuencia la valija, se quitó la chaqueta y la depositó en su interior, luego hizo lo mismo con un pulóver de lana verde, la blusa, los jeans, las medias, los zapatos. Cuando quedó totalmente desnuda y envolvió de nuevo a Javier con su mirada acalambrante, él se puso de pie, ya sin taquicardia, se quitó el saco, la camisa, los pantalones, la ropa interior, los calcetines, los zapatos y hasta el reloj pulsera. El rostro de la hermosa era de aceptación incondicional, de placer en cierne. Sólo dijo tres palabras: «Me llamo Rita». Fue sólo entonces que Javier advirtió, para su desencanto, que el tren estaba entrando en otra estación, mucho más modesta que las anteriores y enseguida pudo reconocerla como la vieja y casi en desuso Estación Central de Montevideo. Miró por última vez a la muchacha y la maleta, y en un gesto desesperado pero impostergable, decidió despertar. Le costó un poco darse cuenta de que el bueno de Bribón le estaba lamiendo un tobillo.