Ya somos todo aquello contra lo que luchamos a los veinte años.
JOSÉ EMILIO PACHECO
Según Eduardo Vargas, el izquierdismo ya no es, como opinaban los clásicos, la enfermedad infantil del comunismo, sino la enfermedad, punto. Ya no estoy para esos trotes, le dijo a Javier, ni mucho menos para esos galopes, hace ya años que prefiero ir al paso. Se le había aparecido una mañana de sábado lluvioso en el videoclub y se habían abrazado discretamente, sin grandes aspavientos. Gracias sobre todo a una antigua corriente de mutua simpatía, pero poco más que eso.
—Así que diputado Vargas —dijo con amistosa sorna Javier.
—Y para peor del Partido Colorado —concluyó el novel representante del pueblo, parodiando el tono zumbón del regresado—. ¿Sabés qué me pasó? Hace unos cinco años, quizá seis, no recuerdo bien, me fui por toda una semana otoñal a Las Flores, o sea, al confortable rancho de un amigo, neoliberal pero macanudo, quien advirtió sagazmente que mi desconcierto necesitaba con urgencia una cura de reposo y reflexión. Y allí, solo como Robinson pero sin Viernes, desprovisto de mujer, hijos, suegra, sobrinos, acreedores, etcétera, fumando una refinada pipa holandesa frente a la estufa de leña crepitante, pude al fin reflexionar. ¿Y qué? Repasé concienzudamente mi adolescencia gaznápira, mi primera juventud en la FEUU, mis asambleas hasta la madrugada, mi militancia marginalmente subversiva, mis onerosas clandestinidades, mis fanfarronadas de un James Bond pero 003, mi pánico viral y contagioso ante la vista de un milico cualquiera, mi analfabetismo ideológico, mi filatelia de chambonadas; bueno y además, el recuento de las prodigiosas minas que me había perdido con tanta gimnasia política, la carrera trunca, la hepatitis lograda gracias a los mejunjes y brebajes a salto de mata. Y aun debo felicitarme por no haber caído en cana (dos veces me salvé en el anca de un piojo) como sí les sucedió a mis cuatro cofrades más íntimos, que se comieron dos, tres, seis y ocho temporadas respectivamente, y en vez de hepatitis y gracias «al rigor y la exigencia en los interrogatorios», consiguieron dos cánceres, una fractura de pelvis y una diálisis de por vida. Decime un poco, ¿qué logramos? ¿qué vuelco revolucionario? ¿qué derrota de la injusticia? Hasta el Che Guevara se murió de pena. Nada, viejo, nada. De modo que, al concluir el quinto día de meditación y autocrítica, decidí arrimarme al viejo Partido Colorado de mis ancestros con claras señas de contrición y explícitas intenciones (nunca por escrito, epa) de compensar mis culpas, atribuibles a la inexperiencia de mi desamparada juventud, y pagarlas en cómodas cuotas de programada transición, que concluyeran (y así fue) en un virtual repudio del fidelismo y una discreta, aunque todavía vergonzante adhesión a aquello que en lejanos tiempos habíamos llamado imperialismo. Durante un conflictivo semestre vacilé en incorporarme a la derecha de la izquierda o a la izquierda de la derecha, pero después de leer cuidadosamente al tano Bobbio y no entender un carajo, me decidí por la segunda de tales opciones. Tiempo después, cuando me ofrecieron un discreto puestito en una lista de diputados, con alguna lejana posibilidad de ocupar un curul, me tomé quince días para elaborar mi respuesta. Sólo para disimular, ¿sabés?, con el objeto de que vieran que yo no era tan fácil de conformar. Su argumento era que mi pasado ayudaba a dar una imagen de pluralidad. Y para sorpresa de todos, y reconozco que gracias a dos infartos y un Alzheimer de quienes me precedían en la lista, salí electo, ¿qué me contás? Aquí me tenés, quemando etapas, de turulato a curulato. Además, como en la Cámara nunca me incluyen en comisiones de ardorosa y responsable faena (intuyo que aún no confían plenamente en mi conversión), tengo bastante tiempo libre, que al fin puedo emplear en mis aficiones más queridas y tanto tiempo postergadas: la música clásica y los clásicos del cine. ¿Te das cuenta de que yo mismo me he convertido en clásico? Sin que sean demasiado suculentos, mis gajes de representante nacional me alcanzan para ir formando una buena compactoteca con todos los Bach, Vivaldi, Mozart, Beethoven, Brahms, Mahler, que en el pentagrama han sido. Wagner no, porque dicen que les gusta a los milicos porteños, es en lo único en que sigo fiel a mi vieja rebeldía. Además, y por parejas razones, me tenés de devoto suscriptor de tu videoclub. Ya he llevado prácticamente todos tus Eisenstein, Bergman, Orson Welles y Kurosawa. Es claro que complemento mi cultura cinematográfica con un competidor tuyo que se especializa en erotismo pragmático, ya que, después de todo, de carne somos. Ula, yo hablando como un loro y vos callado como una jirafa. ¿Sabías que las jirafas son mudas? Yo no. A ver, a ver, Malambo, contame en qué andás. Me imagino que este inocente videoclub será tu tapadera. ¿Contra quién estás conspirando?