Las gaviotas. En la playa desierta son las dueñas. Sus graznidos agudos, persistentes, suenan con más nitidez que los bocinazos de los autobuses en la carretera. Javier puede permanecer allí durante horas, bien protegido de la destemplanza todavía invernal por su vieja campera de cuero, su bufanda de lana gris y la gorra azul que había sido su primera compra, en una tienda especializada de la Plaza Mayor, cuando llegó a Madrid en un helado febrero de veinte años atrás.
No todos los fríos tienen el mismo sabor. El de Madrid, sobre todo cuando nieva, es más bien dulzón y éste en cambio es un frío salado. De vez en cuando se pasa la lengua por los labios resecos y se llena la boca de sal marina.
Las gaviotas disfrutan de una envidiable libertad. No precisan gorra ni bufanda para sentirse en el frío como en su hogar. De vez en cuando se hunden en el agua, ondulada y monótona, y regresan con alguna presa que, desde su atalaya de pinos, Javier no puede identificar. Después caminan orondas, soberbias, dominadoras, por las arenas húmedas, ya un poco endurecidas porque el agua en retirada las va dejando al cuidado de un sol flaco, blandengue, que aparece de a ratos, como por compromiso, entre jirones de nubes sin prestancia.
A Javier le gustan el frío, la cercanía del mar, pero nunca se deja invadir por la tiritona, preludio de resfríos y bronquitis de triste recordación. Sonríe a solas al recordar que en ciertas regiones de España llaman tiritona al simple castañeteo universal. De a poco se ha ido convenciendo de que no sólo su lenguaje tiende a ser bilingüe; también lo son sus pensamientos. La necesidad tiene cara de hereje, repetía Nieves en el primer lustro de su viudez. Sin embargo, cuando él subía en un taxi madrileño y ordenaba: Por favor, a la Plaza Cayao (nunca se acordaba de decir Callao), el chofer lo miraba con ayuda del espejito alcahuete y le preguntaba con sorna y seguridad: Argentino ¿verdad? y él debía recitar su bando explicativo número doscientos treinta y cuatro, aderezado además con el necesario estrambote de que Uruguay no es Paraguay.
Pinos, pinos, y uno que otro eucalipto. Arriba, entre las ramas, trocitos de cielo, y abajo, un olor o fragancia o aroma, que parecían contrabandeados de un pasado remoto.
Tanto tiempo se pasó añorando su soledad, que ahora, cuando al fin la ha recuperado, a Javier le parece un poco inhóspita y embarazosa, pero de todas maneras preferible al fragor compacto e incesante de las grandes ciudades abarrotadas.
Las gaviotas suspenden de pronto sus vuelos en picada y sus desfiles y lo miran con curiosidad, seguramente extrañadas de esa presencia que viene a romper la unanimidad del frío. Ante semejante interés, Javier levanta un brazo, y las gaviotas, asustadas o tal vez sólo ofendidas, dan unos pasitos marcando sus huellas en la arena semidura y trasladan su expectativa a las olitas. A Javier no le dan la espalda sino la cola. Luego, en un arranque simultáneo, emprenden vuelo.