Rocío fue la última a la que encontró. Había estado trabajando varios meses en Paysandú, y desde allí le telefoneó, no bien supo que Javier había regresado para quedarse. Fue un saludo de alegre bienvenida, con la promesa de un próximo reencuentro. Ya estaba terminando su tarea (una encuesta sobre las condiciones de trabajo de la mujer sanducera), así que dentro de pocos días bajaría a Montevideo.
Se le apareció en el balneario, un domingo, a las diez de la mañana. El primero en advertir su presencia fue Bribón, el boxer que le había conseguido el vecino. Pero cuando Javier abrió la puerta, ya el perro había hecho buenas migas con Rocío, le hacía fiestas y hasta lamía sus zapatillas de tenis.
A Javier le costó acostumbrarse al aspecto actual de Rocío, la vieja amiga. Su última imagen era la de una muchacha vivaz, nerviosa, emprendedora, siempre ocupada en organizar algo y organizándolo bien. Nunca había sido bonita. Sus pómulos salientes, sus labios gruesos, su nariz un poco más grande de lo normal, su abundante pelo negro limitado por un riguroso cerquillo, todo ello, unido a su metro setenta de estatura, le otorgaban un aspecto nada frágil que hacía que los compañeros la consideraran una excelente y eficacísima militante, confiable en todo, pero que no había atraído sentimentalmente a ninguno de ellos.
Ahora Javier la hallaba más madura y sin embargo más vulnerable, como si la dureza de sus rasgos se hubiera suavizado y hasta sus lindos ojos (que fueron siempre su mayor atractivo) miraran como buscando protección. Permanecieron un rato abrazados, ante la mirada comprensiva de Bribón, y sólo cuando éste decidió emitir un ladridito de desconcierto, se separaron, se contemplaron para cumplir con una inspección sumaria, y de pronto empezaron a lanzarse preguntas sin aguardar contestación alguna, como si cada interrogante ya llevara incluida la respuesta. Sólo después de esas primeras ráfagas, se sentaron en el piso de baldosas y empezaron a contarse sus modestas epopeyas. Ella sabía que Javier se había separado de Raquel, pero no hizo comentarios. Él, en cambio, sabía muy poco de la más reciente trayectoria de Rocío.
—Tuve un compañero —así inició ella su síntesis informativa—. Pero no resultó. Ambos salimos de la cárcel muy dolidos. Yo tenía la impresión de que nos mirábamos entre barrotes, sin lograr desprendernos de ese pasado común pero no compartido. Te aseguro que nunca quise permanecer esclava de aquella temporada alucinante, cavernosa. Desde que salí, intenté reinsertarme en la vida común, en ese espacio que reputaba propio, sin resquemores y hasta sin rencor. Pero es difícil. Cada cosa del mundo exterior me vinculaba, me vincula aún (unas veces porque las eché de menos, otras porque las subestimé) con algo o alguien de aquel otro mundo de confinamiento y ansiedad. Los años de encierro te parten la vida en tres trozos: antes, durante y después. Entre el antes y el durante, los puentes son sólidos y están hechos con sentimientos y convicciones, pero entre el durante y el después no hay puentes sino pasarelas estrechas y resbaladizas. Diez años ¿te das cuenta? Salí con la impresión de haber perdido media vida. De haberlo sacrificado todo para lograr algo, si se quiere modesto, y no haber logrado nada. Diez años. Es imposible que te imagines lo que significan diez años de soledad, no imaginarios como los cien de García Márquez, sino asquerosamente reales.
La playa estaba más concurrida que de costumbre: porque era domingo y porque era un día frío pero espléndido. Pero ellos, bien abrigados, prefirieron quedarse en una franja de sol, entre los pinos.
—Me gusta este trabajo de las encuestas —dijo Rocío—, los surveys, como les dicen ahora. No me limito a una empresa en particular. Como saben que les rindo, siempre hay alguna que me llama. Me he ido especializando en el área social. Siempre trato de evitar las encuestas sobre temas políticos. En ese campo la gente pocas veces es sincera. Aun los que luego aparecen en el renglón «no sabe/no contesta», aun ésos saben, pero no contestan. Fijate cuántos años han pasado desde que volvió la democracia y no obstante siempre hay quien tiene miedo. Cuando el referéndum, por ejemplo, un buen porcentaje de los votos por el sí no provenían de gente que apoyaba la amnistía sino de la que temía que los milicos no aceptaran el triunfo del no y dieran un nuevo golpe y todo volviera a empezar. Sin embargo, cuando el otro plebiscito, el más reciente, votaron masivamente contra el gobierno privatizador, y eso porque allí no funcionó el miedo sino el apego al Estado protector, concertador, empleador, y esta vez no hubo temor a que los militares no aceptaran el resultado, porque después de todo también ellos viven a costa del Estado empleador. En cambio, el otro tipo de encuestas, digamos la social, te pone en contacto con la porción más sincera de la gente. Si una mujer recibe casi diariamente una soberana paliza de su hombre, nunca se lo dirá a un policía, que lógicamente le va a pedir nombre, documento y otras referencias, en tanto que sí puede confesárselo a una encuestadora, primero porque también es mujer (no faltará la que piense quién sabe si a ésta, tan peinadita, también la casca el marido) y luego, porque no le pide nombre, documento, etcétera. En los barrios marginales, por ejemplo, las respuestas de las mujeres te permiten un diagnóstico mucho más ajustado a la realidad monda y lironda que el que se basa en las respuestas masculinas.
—Y en política —preguntó él—, ¿vos, concretamente vos, estás haciendo algo?
—No mucho. Los compañeros que en otro tiempo trabajaron junto a mí (vos, por ejemplo) se tuvieron que ir, y muchos no han vuelto. También hubo unos cuantos que, como yo, se comieron varios años en cana, y desde que salieron andan un poco dispersos. Los que nos llevan algunos años se han vuelto incurablemente escépticos y los más jóvenes nos miran como a bichos raros. Nos sienten tan lejanos como la batalla de Las Piedras. Alguna redada policial; la negativa generalizada cuando salen a buscar trabajo; las crónicas orales de padres, tíos y abuelos; el talante todavía rebelde de algunos sobrevivientes del cancionero popular de los sesenta y setenta, todo eso les entra por un oído y les sale por el otro, en tanto que el rock les entra también por un oído, les deteriora un poco el tímpano pertinente y se les queda allí, en el cerebro, a formar parte de su ritmo de vida. Algún día ese ritmo les saldrá por el otro oído, no lo dudes, pero tal vez sea tarde.
Javier acotó que él no era tan pesimista.
—Claro, porque te fuiste. Mirá que no te lo reprocho. Yo también me habría ido, si hubiera podido. Pero no me dieron tiempo, ya sabés que caí en una redada absurda. Cuando pude, ya no era el momento. Lo cierto es que tu experiencia es distinta de la mía.
Mientras hablaba, sin rencor y casi sin amargura, tranquila pero triste, Javier miraba sus largas manos que, sin poner demasiada atención, jugaban a la payana con las cinco piedritas de rigor. Cuando hizo el puente y concluyó la serie, miró a Javier.
—Viste, todavía me acuerdo. No tenés idea de la felicidad que habría sido para cualquiera de nosotras poseer estas cinco piedritas en la celda. Pera allí no había ni eso.
Javier cocinaba a veces, pero hoy no tenía ganas. Por otra parte, su repertorio culinario no iba más allá del churrasco, los huevos fritos y acaso una ensalada. Así que fueron caminando hasta la única cafetería de ese alrededor. Rocío recorrió con mirada profesional la nutrida asistencia.
—Ésta sí que es clase media pura y dura.
Javier sonrió.
—Somos eso ¿no?
—Y a mucha honra, qué caray.
A la tarde, tras un café que sí preparó Javier y una reparadora siestita en los perezosos, siguieron barajando temas y problemas.
—Estoy terriblemente charlatana —admitió ella un poco avergonzada—. Pero no sabés cuánto tiempo hace que no tenía con quien hablar así, como hablo contigo. Aunque discutamos, aunque no siempre estemos de acuerdo, vos y yo sabemos qué supuestos y presupuestos manejamos, vos y yo compartimos un lenguaje, una etapa de vida, una ansiedad y también una esperanza, aunque esté deshecha.
Entonces Rocío le pidió que le hablara de su vida en España, de por qué había vuelto, de su mujer, de su hija. Javier empezó por el final.
—Camila es lo que más extraño, lo que más echo de menos. Me siento exiliado de mi hija. En una de sus cartas, hace ya unas semanas, Raquel citaba a Pessoa: «La patria, ese lugar en que no estoy». Y cuando leí esa frase, que yo desconocía, aunque tengo bien leído mi Pessoa, la sentí como mía. Sí, desde Madrid la patria era el Uruguay en que no estaba. Pero ahora, aquí, ¿la patria es el lugar en que estoy? No lo sé, y me amarga bastante no saberlo. A veces creo que la he recuperado, pero otras veces me siento también aquí un exiliado. Y otras más, pienso que mi patria es Camila, que Camila es el lugar en que no estoy. Sé que la veré, porque no bien podamos, vendrá a verme, a estar un tiempo conmigo, pero luego volverá a Raquel, a Madrid. Y yo pasaré largos períodos sin mi hija, y cada vez comprobaré cuánto y cómo cambió desde su última visita, pero me habré perdido la transformación cotidiana.
Javier iba a seguir respondiendo a las otras preguntas de Rocío, pero de pronto el sol se fue, Rocío miró el reloj y se asombró del tiempo transcurrido.
—¿Por qué no te quedás? —dijo Javier.
—No, mañana empiezo a trabajar a las ocho y media.
—Mirá que aquí tenés ómnibus departamentales desde muy temprano. Podés dormir en mi cama y yo me arreglo con un colchón en la cocina.
Ella agachó la cabeza y lo pensó durante unos minutos.
—Está bien, me quedo. ¿Tenés despertador? Por la mañana siempre me cuesta despabilarme.
Javier trajo frazadas y sábanas limpias.
—Vine a darte trabajo —dijo ella.
Él se quedó leyendo como una hora en su colchón. Luego apagó la luz y vio que también el dormitorio estaba a oscuras. Durmió aproximadamente otra hora y de pronto se despertó y sintió la necesidad imperiosa de levantarse. Entonces caminó hacia el living. Y allí la vio. Alta y desnuda, iluminada por la luna que atravesaba el ventanal. Se fueron acercando, paso a paso, frío a frío. Como dos fantasmas, pero cuando se abrazaron ya eran otra vez dos cuerpos en busca de calor.