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—Algo debo agradecerles a los milicos —dijo Egisto Dossi (era inevitable que en el Liceo Miranda todos le llamaran «Egipto») la mañana de sábado en que apareció en el videoclub de Javier en busca de dos películas que quería disfrutar por cuarta vez: Casablanca y Viridiana—. Me empujaron al exilio con apenas 120 dólares y un pasaporte al que sólo le quedaban seis meses de validez. Y en esos seis meses, transcurridos en Buenos Aires, la Reina del Plata, tuve que aprender a desempeñar changas periodísticas, pero también a hacer de maletero en la estación Retiro, a barrer hojas secas en la plaza San Martín, a revender entradas de la Bombonera, a lustrar zapatos en la Recoleta, a comprar y vender dólares en Corrientes y Reconquista, a vender viejas partituras de tangos y discos de 78 rpm en la feria de San Telmo, pero sobre todo me dio tiempo para acordarme de mi abuelito genovés por parte de padre (mi otro abuelito, el padre de mi vieja, era napolitano, en estos países machistas los ancestros por línea materna no sirven para un carajo) y así pude conseguir un impecable passaporto tano, que por tanto era y es de la CE y me otorga el privilegio de tener en los aeropuertos europeos una ventanilla especial, en tanto que los tercermundistas vulgares y silvestres hacen tremendas colas y soportan concienzudos y malhumorados interrogatorios. Al fin de cuentas, después de tantos enchufes, fajinas y laburos subsidiarios y mal remunerados, me fui afirmando de a poco en el sector periodístico (de algo me sirvió un meteórico pasaje, allá en el nebuloso pasado pregolpe, por El Bien Público y La Idea), y aunque nunca pasé de free lance, mandé notas a distintos medios desde todos los puntos que voluntaria o involuntariamente fui conociendo, y, lo más extraño de todo, los fueron publicando y hasta pagando, qué me contás. Así conocí, por ejemplo, Quito, que después de Monte y Baires me parece la ciudad más maravillosa de este puto continente mestizo, y también Guanajuato, que viene a ser un prodigioso museo pre y poscolonial que funciona hasta los domingos, y México City, injustamente calificada de capital corrupta, cuando lo que ocurre es que la mordida es el equivalente azteca de la propina en el resto del orbe. Mi teoría es que la mordida mexicana es una propina «a priori», pero ¿acaso la propina propiamente dicha no es una corrupción «a posteriori»? Y conocí La Habana Vieja, con edificios que se están cayendo pero con niños saludables y extrovertidos, que han leído a José Martí en vez de a Constancio Vigil, y eso sólo ya vale una revolución. Y me acosté con gringas malolientes e indiecitas limpitas, nada más que para dejar mal a los estadígrafos, y me enamoré casi de veras solamente una vez, como en el bolero, y fue de una mulata china de Camagüey, pero la ingrata me dejó tres semanas más tarde por un güero de Copenhague, que a su vez la cambió un mes después por una preciosa negrita de Camerún. Pero no me quejo. Hace tres años me casé con una ex puta hamburguesa, que para colmo se apellida McDonald (su padre adoptivo era de Iowa), y que toda su breve vida había soñado con ser fiel a alguien y ha realizado conmigo un ideal tan digno de encomio, además de aportar al folklore conyugal una erudición erótica que cada noche me asombra un poco más. Una de estas tardes te la traigo aquí para que la conozcas y le alquiles cualquier video que incluya la canción Lili Marleen, que es su favorita. Entre nosotros todo está claro. Ella ya sabe que si alguna vez me pone cuernos, con todo lo que la quiero no tendré más remedio que estrangularla, de modo que gracias a ese convenio tácito vivimos felices y mutuamente satisfechos. En Europa he viajado poco. Aun así, durante la Copa del Mundo del 90 mandé copiosas notas deportivo-humorísticas a El Mercurio de Chile y al New Herald de Miami, diarios progresistas si los hay, pero cuando Rubén Sosa erró aquel fatídico penal frente a España, di parte de enfermo y ahogué mi congoja celeste en doce copas de grapa. Con todo, mi especialidad periodística no es el deporte sino la corrupción generalizada, que ya ha adquirido una importancia olímpica y mundial. Ésa es la gran transnacional. Ahora está de moda la globalización de la economía, pero me resulta más excitante la globalización de la corrupción. Javiercito, ahora no se forra el que no puede, y el que no puede trata de. Todo está bodrido, decía premonitoriamente el turco Mustafá. ¿Vos qué pensás (sinceramente, eh) de esta hora histórica? A mí no me entusiasma. Me gustaba mucho más cuando todos éramos pobres pero honrados. Te juro por la tía de mi vieja (por la vieja jamás, eso es sagrado) que yo quisiera ser ético, moral a toda prueba, pero ¿a dónde voy con ese anacronismo? Ya fui suficientemente papanatas en mi sarampión (más bien escarlatina) progresista. Perdí empleo, vivienda, ahorros, título profesional, vida familiar, cielo con Vía Láctea, causal jubilatoria, sobrinitos canallas, zaguanes con novias. Y además enriquecí mi currículo con seis meses de cana, reconozco que livianita. Algo he aprendido. Ay, Anarcoreta, de nuestros viejos tiempos lo mejor que recuerdo es la emoción. La emoción de saber cuál era el tira que te vigilaba, la emoción del teléfono pinchado y cómo nos divertíamos hablando para la grabadora. La emoción ante el miliquito recién salido de la pubertad que te examinaba al derecho y al revés el documento trucho y al final te decía sonriendo: está bien, señor, puede seguir, y el señor seguía, seguía, por lo menos hasta el próximo café para concurrir con urgencia a caballeros a fin de evacuar la entonces endémica diarrea del pánico heroico y constructivo. Ah, las emociones. No quiero más emociones, te lo advierto. Ya cumplí con mi cuota. La última vez que estuve en Estados Unidos, compré en una liquidación dos mordazas para la voz de la conciencia. Allí las hacen de plástico, de acero inoxidable, de tela wash&wear, podés elegir la que más te guste. Pero no vayas a pensar que he rematado todos mis escrúpulos. (¿Vos sabías que en tiempo de los romanos había una moneda llamada «denario», que pesaba cuatro «escrúpulos» y después los bajaron a tres?) Los guardo en una vitrinita de cristal de Bohemia. Para mostrárselos a mis nietos, si vienen. Todavía me falta mucho para proclamarme un PhD de la granujada clásica, simplemente me juzgo un humilde artesano de la triquiñuela. En todo caso, me considero un tipo leal, aunque eso sí, más a los medios que a los fines. Nunca jodí a nadie. A veces me conmuevo al repasar mis virtudes completas. Por otra parte, y para que aquilates hasta dónde ha llegado mi cambio, te diré que ahora soy católico, apostólico y romano. El Papa Wojtyla es mi líder. Seráfico, intolerante y un poquito bandido, pero él besa el suelo y yo beso a las minas, la diferencia es notoria y a mi favor. Tú sacerdote, yo sacrílego, dijo el jefe piel roja antes de recibir la comunión. Y Buffalo Bill no pudo aguantar la risa. Yo tampoco.