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La primera vez que se reunieron para festejar la vuelta del «Anarcoreta» (el nuevo apodo, con la autoría de Fermín, había sido rápidamente adoptado por el clan, y, salvo Gaspar, ya nadie se acordaba del viejo mote de Malambo) no hablaron casi nada de política, que precisamente había sido el menester o artesanía o fajina que antes los había unido. Empezaron a rememorar películas de antaño o de hogaño, a ver quién se acordaba del reparto completo. Siempre ganaba Leandro, que hasta el golpe militar había poseído «el fichero cinematográfico más completo de esta margen del Plata» (así había sido calificado por un crítico profesional que años después murió de infarto). A partir del golpe, no. Ahí se le acabó a Leandro esa manía o extraño sustituto de la filatelia, porque cuando los milicos le allanaron el luminoso estudio que entonces alquilaba frente a Parque Rodó, llegaron a la conclusión de que nombres como Humphrey Bogart, Merle Oberon, Jean Gabin, Vittorio de Sica, Anna Magnani o Emil Jannings, no correspondían a actores y actrices de fama sino que eran meros seudónimos de subversivos locales y foráneos. Y que títulos como Ladrones de bicicletas, Sangre y arena, El asalto al Expreso de Oriente, Rififí, Los desconocidos de siempre, Viñas de ira, Doce hombres en pugna o Pacto de sangre, no pertenecían a películas como cualquier ingenuo podría creer sino que servían de cobertura a operaciones armadas, ya realizadas o a realizar. Ergo: se llevaron todo el fichero y si te he visto no me acuerdo. Leandro no lo pudo recuperar ni siquiera con el vigilado advenimiento de la democracia.

Así estuvieron como dos horas en un reservado de la cervecería del Chueco, hasta que alguien mencionó Los amantes, y otro El último tango en París, y entonces Fermín (aprovechando que ni Rosario ni Sonia ni Rocío estaban presentes) lanzó al ruedo una pregunta removedora: ¿todos ustedes se acuerdan de cómo y cuándo fue la primera vez? Como los otros vacilaron entre la cortedad y la jactancia, el autor de la ponencia quiso dar el ejemplo y dijo que él sí se acordaba: que fue en un quilombo del Cerro, y que había sido un tío materno, de ascendencia siciliana, quien lo había llevado poco menos que a los tirones.

—Por entonces yo era más pusilánime que una violeta tímida —confesó el demagogo—. Nunca olvidaré el culo cosmogónico de mi voluntariosa iniciadora. Cada nalga era un hemisferio, y entre hemisferio y hemisferio había un agujero en la capa de ozono que me inspiró mucho más pánico que deseo. No te rías, Gaspar, y tené en cuenta que yo tenía catorce y esa mina como cuarenta y siete, aunque representaba sesenta y dos. Sin embargo, aquella fogueada obrera de la cachondez comprendió ipso facto mi desconcierto. No te asustes, botija, las nenas de ahora lo tienen más chiquito, pero conviene que empieces a lo grande. Lo cierto es que me trató como una madre y al final hasta pude corresponder a su cosmogonía con una erección deslumbrante y bien desinfectada. Por suerte aún no había sida. Ahora en cambio hay que cuidarse hasta de la suegra.

—Mi estreno fue con una primita de Durazno, a orillas del Yi —dijo Lorenzo—. Yo tenía quince. Me llevaba dos años pero también era nuevita. Como éramos tan inexpertos, nos pusimos de acuerdo y conseguimos un ejemplar de El matrimonio perfecto de Van de Velde, que era el Zendavesta erótico de la época. Estuvimos repasándolo durante una semana, y una tarde, a la hora de la siesta, cuando sus tíos y mis viejos roncaban en la casa solariega la lenta digestión de una raviolada alla bolognesa, nosotros dos, que apenas habíamos probado aquel manjar porque la ansiedad nos había vuelto inapetentes, nos fuimos a la costa del Yi, que es un río monosilábico pero simpatiquísimo, y en un sector de arboleda bastante tupida, abrimos el libro con la santa intención de repasar los capítulos de rigor pero cuando íbamos sólo por los prolegómenos arrojamos el manual a un costado y nos empezamos a quitar mutuamente las ropas, que no eran muchas porque hacía calor, extendimos luego las prendas sobre la hierba, y allí nomás, sobre ellas, después de asombrarnos durante dos minutos al vernos en pelota por vez primera, dimos comienzo a nuestro primer cuerpo a cuerpo, sin atenernos a ninguno de los requisitos estipulados por el experto internacional pero gozando como locos con nuestra inexperiencia. Después de esa vez lo volvimos a hacer como en diez o doce siestas (inclusive una vez, que fue la mejor, bajo la lluvia) o sea, hasta que concluyó el verano y yo tuve que volver a Montevideo y ella se quedó con sus tíos y la orilla venturosa del Yi. No nos vimos durante quince años, pero una vez nos encontramos, no fue ni en Montevideo ni en Durazno, sino en Buenos Aires (Corrientes y San Martín), casado yo, casada ella, y decidimos tomar un cafecito en La Fragata (ya no existe), porque se había citado ahí, pero una hora más tarde, con su marido, y estuvimos largo rato riéndonos de aquel viejo y mutuo bautismo y también de la bibliografía consultada. Y al final mi prima, ya treintañera pero todavía muy apetecible, confesó: Yo creo que en aquel primer curso intensivo, lo aprendimos todo y para siempre, te puedo asegurar que nunca lo he olvidado. Estuve a punto de tomarle una mano, pero fue una suerte que vacilara, porque la hora había transcurrido sin que lo advirtiéramos y en ese instante apareció el marido y ella pudo presentarme muy campeona: Mira, querido, éste es mi primo Lorenzo, con quien tanto jugábamos y nos divertíamos cuando éramos niños. Mucho gusto, dijo él, y me estrechó la mano con tanto vigor que casi me fractura el metacarpo.

—No tengo tan buena memoria como ustedes —dijo a su turno el Viejo—. Consideren que ya pasé los setenta y que vengo del campo. Mi viejo era domador, ¿lo sabían? No recuerdo si la primera vez fue con una ternerita, preciosa ella, o con la hija de unos peones, que tampoco estaba mal. Pero les juro por esta cruz, yo que soy ateo confesado, que nunca engañé a mi señora, que en paz descanse, con una ternerita, por hermosa que fuera. Y además en Montevideo no son fáciles de conseguir.

Los otros festejaron la autosemblanza de ficción, conscientes de que el Viejo cumplía así con su firme propósito de siempre: no hacer confidencias. Ni políticas ni personales. Era el tipo más reservado del mundo y sus alrededores. También el más honesto y más leal. Pero si se trataba, por buenas razones, de ocultar algo, podía ser el más mentiroso del Mundo Occidental y Cristiano, después del Papa, claro.

Cuando le había llegado el turno a Javier, asomó en el reservado la cabeza poco agradable del «Tucán» Velasco, y hubo que suspender la mesa redonda, porque siempre se dijo que el Tucán había sido espontáneo confidente de la policía, algo que nunca se pudo demostrar pero que fue profusamente difundido gracias a una cadena de coincidencias que adornaron su currículo con una alfombra de sospechas.

—¿Qué tal, muchachos? ¿Otra vez conspirando? ¿Así que volviste, Javier? Alguien me lo chismeó, pero no te había visto. ¿Te vas a quedar? Ya sé que tuviste un exilio espléndido. Te lo merecías, qué carajo. ¿De qué hablaban? ¿De política?

—No —dijo el Viejo—. El tema de hoy es más escabroso. A ver, Tucán, ¿cuándo fue tu primera vez?

La pregunta quedó sonando. Todos se hicieron los distraídos, pero el rostro del Tucán se puso primero verde oscuro y luego verde pálido. Miró a los cuatro con todo un cargamento de rencor, y luego dijo, recalcando cada palabra:

—Está visto que ustedes nunca aprenderán. Pasaron los años y siguen siendo los mismos hijos de puta.

Y se fue, rabioso, sin saludar a nadie. Nadie supo qué decir, pero Javier tuvo la impresión de que el Tucán quizá había interpretado que la pregunta del viejo Leandro se refería a otra primera vez.