Un germánico de la Schwarzwald le dijo una vez a un vallisoletano amigo de Javier que él no entendía el uso del superlativo en castellano. «Fíjate: bueno, estupendo, cojonudo.» Y el vallisoletano, divertido y con ese humor de golpe y porrazo que caracteriza a los ibéricos (excluido Gila, que por suerte practica la sutileza) le enjaretó: «Ah sí, ¿no será que en alemán no tienen cojones?». Y, claro, el teutón que era hijo putativo de la Wehrmacht, no le habló más pero entendió la diferencia.
Javier recordó ese tierno dialoguito porque estuvo un buen rato tratando de definir el oficio de periodista y por fin encontró que el calificativo adecuado era ése: cojonudo. Traducido al rioplatense sería piola o macanudo. Cojonudo idioma éste de Cervantes y Peloduro. Pero, al fin y al cabo, admitida la cojonudez o piolismo del sacro oficio, ¿cuál había sido, en su trayectoria personal de prensa, el capítulo más conmovedor o ridículo o escalofriante? Por ejemplo, había asistido, de pura casualidad, a aquel episodio de la calle Piedras, cuando en plena canícula dos truhanes se fajaron (al parecer a causa de un alijo) durante una nutrida media hora, puñalada va, puñalada viene, sin que nadie interviniera, menos que menos la policía, y allí quedaron quietecitos, en medio de un charco de sangre compartida. Entonces fue corriendo hasta la redacción y describió la refriega con tanto realismo que el jefe le reprendió: Te la acepto porque estamos sobre el cierre, pero mirá que en policiales no quiero ciencia ficción. Otra buena fue la de aquel accidente en Comercio (que todavía no se llamaba Avenida Mariscal Francisco Solano López) y Dalmiro Costa, cuando un motonetista se introdujo con máquina y todo, nadie supo cómo, en un camión, container o algo por el estilo, que estaba inmóvil, candoroso y ajeno, listo para introducirse en el portal de una fábrica. El muchacho reapareció (por supuesto, ya sin casco protector) cinco minutos después, con los pantalones desgarrados, sus partes pudendas al aire vespertino, un zapato en una mano y parte del manubrio en la otra, y preguntando con angustia a los presentes: «¿Dónde estoy? no sean malos, díganme dónde estoy».
Otro hecho fuera de serie, sobre el que no escribió porque se trataba de un colega algo disminuido, ocurrió en el Estadio, una tarde de clásico. El colega, que era fotógrafo, alineó a los dos equipos para la imagen de rigor, pero cuando advirtió que en el visor de su Rolleiflex aparecían desenfocados, en lugar de ajustar el enfoque, hizo retroceder a los 22 jugadores hasta que el conjunto apareció impecable y sin fantasmas en su exigente visor. Hay que aclarar que al día siguiente la foto apareció muy bien enfocada.
Sin embargo, la cobertura periodística que Javier nunca pudo borrar, ocurrió apenas un mes antes de abandonar el diario. Avisaron a la redacción que en una casa abandonada del barrio La Comercial había aparecido una niña que al parecer estaba muerta.
Allá fue Javier y llegó junto con la ambulancia y la policía. Exhibió su carnet y pudo entrar con los enfermeros. La niña tendría once o doce años. Uno de los enfermeros confirmó que estaba muerta. El policía tomó nota. La depositaron en una camilla. Javier caminaba a su lado. No podía dejar de mirar la cabeza de la niña, que había quedado inclinada hacia él. De pronto vio que aquellos labios sin color esbozaban una sonrisa, que los ojos se abrían y le hacían un guiño casi cómplice. Luego se cerraron. Javier tomó fuertemente del brazo a uno de los enfermeros, que era viejo conocido. «Está viva y abrió los ojos», casi le gritó en el oído. El otro puso una terrible cara de incrédulo, pero así y todo se inclinó sobre el cuerpecito, le movió suavemente la cara (que no estaba rígida, observó Javier), intentó tomarle el pulso y se volvió hacia Javier: Vamos che, tan temprano y ya borracho. Más tarde, en la redacción, antes de entregar la nota («su rostro parecía tener vida, sus labios parecían esbozar una imposible sonrisa»), llamó al Maciel, preguntó por un funcionario amigo, éste fue a averiguar y regresó a decirle que cuando la ambulancia había llegado a hospital la niña estaba muerta. O, como dicen en España: ingresó cadáver. (Cada vez que Javier hallaba esa expresión en un diario madrileño, se le figuraba que el cadáver había llegado al hospital haciendo jogging.) Estos detalles nunca los contó a nadie, ni al jefe, ni a otros colegas, ni siquiera a Raquel. Quizá temía hacer el ridículo, pero nadie habría podido convencerlo de que aquel rostro de cera no le había sonreído y hasta dedicado un guiño de complicidad. ¿Qué le había querido transmitir? ¿Que prefería morir? ¿Que este mundo era una mierda? A veces todavía sueña con aquel guiño, con aquella sonrisa. Pero en el sueño la niña lo mira fijo con sus ojos castaños y le dice: No te preocupes, Javier, todos vamos hacia lo mismo, así que cuanto antes, mejor.