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Sentado junto a la ventana, en uno de los tantos bares, todos cortados por la misma tijera, con mesitas de plástico y servilleteros cuadrados, sin ese acogedor lambris que tenían los de antes, Javier recupera la avenida sin árboles, esta descafeinada Calle Mayor en que ha venido a parar 18 de Julio, a esta hora todavía pululante y agitada, bordeada por los vendedores ambulantes que dieron tanta guerra al Municipio y a los celosos guardianes de la paz ciudadana; recorrida por señores de corbata y portafolio, señoras de taco bajo y bolsas de compras, muchachos/chachas unisex, y también niños descalzos y en harapos que vigilan las propinas de las mesas cercanas a la puerta para arrebatarlas de un zarpazo y salir corriendo en zigzag y atravesar la calzada con el semáforo en rojo y esquivando camiones, como arriesgada medida para que nadie les dé caza.

Ya no hay viejo ni nuevo Tupí, piensa Javier, y al Sorocabana de la Plaza Cagancha lo han arrinconado en un galpón sombrío. Ya no hay cine Ariel ni Grand Splendid ni Rex Theatre (donde vio El Gran Dictador de Chaplin, en la época en que venían nutridas excursiones de porteños porque en Buenos Aires estaba prohibido) ni Iguazú (donde hace un siglo pasaron la deliciosa Tener y no tener, de Howard Hawks). Ya no hay Estadio Auditorio ni Teatro Artigas. Tampoco hay redadas de estudiantes, apenas si las hay de vendedores ambulantes no autorizados o de hinchas que regresan, exultantes o rabiosos, del Estadio. Ahora la lucha armada es entre hinchas.

Cuando amigos españoles viajaban al Uruguay, al regreso en Madrid hablaban maravillas de cómo somos, piensa Javier y enseguida recapacita, pero yo me acuerdo de cómo éramos. A ver, ¿cómo éramos? ¿Más amables, menos hoscos? ¿Más sinceros, menos hipócritas? Quizá éramos menos desagradables, okei, y a lo mejor todavía hoy somos menos soberbios que los porteños. Dice Quino que un uruguayo es un argentino sin complejo de superioridad. No tanto, no tanto. También puede ser que un argentino sea un uruguayo sin complejo de inferioridad. ¿Cómo somos? Menos corruptos tal vez, pero Fermín dice que somos menos corruptos porque aquí hay menos para embolsar. Una de las virtudes que más aprecian los madrileños es que en Montevideo no hay atascos (aquí decimos: nudos) en el tráfico/tránsito (¿cuál es la denominación correcta? tengo que fijarme en el Larousse). Sin embargo Fermín, que, como ya lo habrán notado, es mi asesor sociológico-jurídico-deportivo-político-cultural, opina que a medida que disminuye el salario medio va aumentando (para decirlo al modo de Mairena) el número de automóviles consuetudinarios circulantes en la rúa. Y además, con kilómetro cero. Puede ser, puede ser. Hay más coches, eso es evidente, pero no estoy en condiciones de vigilarles el cuentakilómetros. También voy conociendo a algunos que antes tenían un utilitario y humilde Volkswagen y ahora disponen de un exultante Rover. Y no son ministros, ni siquiera senadores, que conste. En realidad, se trata de chismes que ejercito (sin acento en la segunda e, eh) conmigo mismo. Después de todo, los autochismes no hacen mal a nadie. Concluye Javier y pide otro cortado.