—¡Javier! ¡Javier!
A Javier le pareció que el llamado procedía de un grupito que estaba junto al quiosco, en Dieciocho y Convención, pero le costó individualizar al gritón. Sólo cuando un tipo de campera y boina alzó y agitó los brazos, pudo reconocer la corpulencia de Gaspar, pero éste ya se acercaba corriendo.
—¡Cretino! Menos mal que te encuentro en la calle, porque al parecer no frecuentás a los amigos de antaño. Ya me contó Fermín que estás viviendo en una playa insulsa, más solitario que una ostra viuda.
Sólo cuando pudo desprenderse del abrazo constrictor del amigo reencontrado y sobre todo cuando comprobó que no le había quebrado ningún hueso, Javier estuvo en condiciones de festejar lo de la ostra viuda.
—En España dicen más solo que la una.
Gaspar lo miró con detenimiento, como verificando las huellas que diez años de exilio habían dejado en el viejo compinche.
—Te conservás bastante bien, Malambo. Siete u ocho canas y nada más. Se ve que el duro caviar del exilio te sentó divinamente.
—No jodas.
—¿A que no sabés qué miraba toda esa gente? En esta esquina siempre se instalan dos tipos con el jueguito de la mosqueta. Hoy la candidata fue una pobre vieja. Le birlaron quinientos. De los nuevos. Esta semana no comeré, dijo la veterana, pero no lloró. Más bien asumió su puto destino, o sea su inocencia y/o bobería, con la misma entereza que una heroína de Sófocles o del Far West. Casi lloro yo por ella.
—Vos también te mantenés en línea. Se ve que el tierno churrasquito doméstico te sentó bárbaro.
—Te dolió ¿eh? lo del caviar. No me hagas caso. Yo también me las tomé. Estuve un par de años en Brasil. No me fue mal. Los fotógrafos siempre somos necesarios. Alguien tiene que retratar a los políticos con la boca abierta, eso siempre les da bronca. Y yo me he vuelto un especialista. Se les ve hasta la campanilla.
Como disculpa y para anular todo rencor, un nuevo abrazo. Esta vez sí creyó Javier que el buen amigo le había roto una costilla, pero fue una falsa alarma.
Ambos tenían tiempo disponible, así que decidieron meterse en el Manhattan. Había que ponerse al día. Gaspar pidió un cortado y un sándwich caliente; Javier, una cerveza y dos porciones de fainá. De la orilla, por favor.
—El fainá fue siempre una de mis nostalgias y no había caviar que compensara su ausencia. En Madrid no se consigue harina de garbanzos. Una vez estuve a punto de obtenerla, pero sólo a punto. Supimos que viajaba a España un primo de Raquel. Le pedimos que nos trajera un kilo. Y lo trajo. Pobre desgraciado. En Barajas un funcionario llenapelotas, de esos que se saben de memoria la Ley de Extranjería, le revisó el equipaje y creyó que aquello era cocaína. Imagínate: un kilo de blanca, en estado de pureza, toda una fortuna. Para peor el viajero era joven, algo imperdonable. Menos mal que llamaron a uno de la Técnica y este bendito había oído hablar del fainá y por ende de la harina de garbanzos. Incluso hizo gala de su cultura culinaria: algo así como lo que en el sur de Italia llaman la torta de cece, ¿no es verdad? Y por fin el primo pudo pasar. Es claro que nunca más pedimos que nos trajeran esa mala imitación de la coca. Para colmo, cuando Raquel se puso a hacer fainá, algo anduvo mal y se le quemó en el horno. Hice entonces una mala broma, que no fue bien recibida por el primo: che, ¿sería efectivamente harina de garbanzos? ¿estás seguro de que no era coca?
—A propósito, me dijo Fermín que vos y Raquel…
—Sí.
—Lástima ¿no?
—Sí.
Javier no estaba en ánimo de explicar a todos sus amigos, uno por uno, cuál era su situación conyugal.
Por su parte, Gaspar advirtió que no era el momento de profundizar en el tema. El propio Javier lo extrajo del pozo.
—¿Y vos? ¿Qué hacés ahora? Por el alarido que pegaste hace un rato, me pareció entender que ya no estás en la clandestinidad.
La potente risotada del otro hizo que el cajero mirara, azorado.
—¿Te acordás de aquella etapa delirante? Cuando íbamos a lo del Neme.
—Decíamos Neme como si se tratara de un nom de guerre. Y se llamaba Nemesio. ¿Quién se llama Nemesio en estos días?
—Sí, ¿quién se llama Nemesio tras la caída del Muro?
—Y tras la guerra del Golfo.
—Y el asedio a Sarajevo.
—Y las masacres de Ruanda.
—Y la IV Cumbre de Cartagena.
—Y la V de Bariloche.
—Y el ocaso de la ch y la elle.
—Y la defensa patriótica de la eñe.
—Y los dos pases del siglo: Maradona a Boca y Hugo Batalla al Partido Colorado.
—Y el supermercado del condón.
—¡Baaaasta!
—Bueno, basta. Pero cuando nos citábamos en lo del Neme, allá en el Prado, había que tomar un taxi, luego un autobús, después otro taxi, seis cuadras a pie y por último un trole, todo para despistar a la cana. Y mirá vos, la cana estaba en otra cosa.
—¿En qué otra cosa?
—Ah no, viejo. No diré una palabra sin la presencia de mi abogado, que, dicho sea de paso, se fue a Italia y no volvió. Me chismearon que integra el equipo asesor de Berlusconi. Otros, más discretos, lo ubican como experto en la ardua tarea de conchabar niñas orientales con destino al meretricio en Milán.
—¿Meretricio? Debe hacer veinte años que no oía una denominación tan apolillada.
—Fuera de bromas, te aseguro que yo nunca doy crédito a calumnias tan verosímiles.
—¿Qué se habrá hecho del Neme? ¿Sabés algo?
—Ocho años en cana. En Libertad, nada menos. Asistencia a la asociación para delinquir. Y no precisamente por lo del Prado. Salió bien de ánimo, pero físicamente destruido. A los seis meses le falló el bobo.
—La puta madre. Todos los días me entero de algo.
—Sí, la puta madre. Y te seguirás enterando.
—Neme, Nemesio, Némesis.
—Eso dijimos aquella tarde, en el del Norte.
—Némesis: venganza. ¿De quién y contra quién?
—La venganza siempre viene de arriba. Cuando los de abajo queremos vengarnos, nos revientan. Inexorablemente.
—¿Será por eso que yo me aburro de mis rencores?
—Puede ser. Yo en cambio los riego todas las tardes. Y es la única herencia que le dejaré a mi hijo: que los siga regando.