No recordaba haber visto un horizonte dibujado con tanta nitidez. Como trazado con un tiralíneas. Así, desierta, la playa tenía cierta dignidad. Entre la costa vacante y la lejanía, un poco más acá del horizonte, la procesión de toninas giraba sobre sí misma. Javier aspiró con fruición aquel aire salitroso. Y, casi sin proponérselo, empezó a bajar. A bajar por la pendiente de la memoria.
En otra playa, más al Este, quizá con una franja más ancha de arena y con un horizonte no tan finamente trazado, con treinta años menos, claro, había conocido a Raquel. Bien instalada en la adolescencia, con un aura de virginidad que todavía se usaba a mediados de los sesenta, discretamente custodiada por hermanos y hermanas, primos y primas, y no demasiado consciente de su desbordante simpatía y de su cuerpo recién acabado de moldear, nerviosa cuando se recogía el pelo negro y tranquila cuando se sabía mirada y admirada por los codiciosos fornidos de fin de semana, Raquel tenía un modo casi melancólico de coquetear. Cuando se desplazaba entre las dunas, lo hacía muy derechita, sin bambolear el trasero como sus primas querendonas ni acariciarse morosamente los muslos con el pretexto de quitarse la arena. Miraba y frecuentaba a los muchachos casi como otro muchacho, pero era consciente de que ellos sabían establecer la diferencia. La institución del topless era todavía algo inconcebible, pero imaginar lo medianamente oculto era un estimulante ejercicio y una constante revelación, de modo que cada uno de los atléticos mirones creaba su visión personal de aquellos pechitos candorosos, apenas cubiertos por una malla verde que hacía juego con sus ojos esmeralda y esbozaba, con dos leves promontorios, los pezones prematuramente enhiestos.
Frente a ese despliegue de seducción e inocencia, Javier había empezado a enamorarse. No obstante, se resistía todo lo que podía, ya que estaba convencido de que Raquel no le concedía la menor importancia, y que, en todo caso, era Marcial (un musculoso que años después iba a consagrarse vicecampeón nacional en 400 metros llanos) quien recibía sus muestras de atención. Javier acabó archivando sus secretas pretensiones cierta luminosa mañana en que asistió por azar a un encuentro no programado del musculoso y la bella. Ambos estaban junto a la orilla, apenas a dos metros de Javier. El agua mojaba los grandes y toscos pies de Marcial y los breves y perfectos de ella, y cuando el futuro vicecampeón preguntó, entrador: «¿Qué te pasa que hoy estás tan linda?», ella enrojeció tan visiblemente que Javier sintió que el ánimo le bajaba hasta los meniscos, y, simulando indiferencia, se puso a caminar con parsimonia, como si intentara pisar las olitas que morían entre cantos rodados. De vez en cuando recogía alguno y lo arrojaba al mar con toda su fuerza, como quien se desprende de ilusiones, de sentimientos, de algo así.
Dos gaviotas que desfloraron su soledad y quebraron la mansedumbre del crepúsculo, tironearon de nuevo a Javier hasta su presente de recién regresado. Pensó en otra (o la misma) Raquel, la que había quedado en Madrid. Sintió frío en los hombros, en el estómago, en las rodillas. Las mujeres, las pocas mujeres de su vida, le habían dado calor, y ahora echaba de menos esos brazos, esos vientres, esos labios, esas piernas.