Fermín movió lentamente el vaso de grapa con limón y luego lo situó a la altura de sus ojos, para mirar, a través de esa transparencia, el rostro distorsionado de Javier.
—Parece mentira. Casi una hora de carretera, no siempre impecable, con el correspondiente y abusivo gasto de nafta, nada más que para tener el honor de conversar un rato con el ermitaño que volvió del frío.
—Del calor, más bien.
—Veo que no has perdido la vieja costumbre de enmendar mis lugares comunes, que, por otra parte, siempre han sido mi fuerte. La verdad, Javier, no comprendo por qué, desde que volviste, te has recluido en esta playa de mierda.
—No tan recluido. Dos veces por semana voy a Montevideo.
—Sí, en horas incómodas, cuando todos estamos laburando. O durmiendo la siesta, que es uno de los derechos humanos fundamentales.
—Ya sé que ustedes no lo entienden, pero necesito distancia, quiero reflexionar, tratar de asimilar un país que no es el mismo, y sobre todo comprender por qué yo tampoco soy el mismo.
—Quién te ha visto y quién te ve. De insumiso a anacoreta.
—Nunca fui demasiado insumiso. Al menos, no lo suficiente.
—¿Vas a seguir solo? ¿No pensás traer a Raquel?
—Eso terminó. Aunque te parezca mentira, el exilio nos unió y ahora el desexilio nos separa. Hacía tiempo que la cosa andaba mal, pero cuando la disyuntiva de volver o quedarnos se hizo perentoria, la relación de pareja se pudrió definitivamente. Quizá «pudrió» no sea el término apropiado. Tratamos de ser civilizados y separarnos amigablemente. Además está Camila.
—¿Por qué Raquel quiere quedarse? ¿Qué le ha brindado España? ¿Por qué permanecer allí es para ella más importante que seguir contigo?
—Aquí lo pasó mal.
—¿Y vos no?
—Yo también. Pero reconocé que hay una diferencia entre pasarlo mal por lo que vos hacés y pasarlo mal por lo que hizo otro. Y para ella ese otro soy yo.
—Vamos, Javier. No me vendas ni te vendas tranvías. Ni carretas de bueyes. Justamente a mí, que me sé de memoria tu currículo. A ver, confesate con este sacerdote. ¿Qué fue eso tan grave que hiciste?
—Sólo pavadas. En cana, propiamente en cana, estuve apenas quince días, y no lo pasé tan mal. Pero en el libro de los milicos figuro siete veces. Conversaciones telefónicas, algún articulito, firmas aquí y allá. Pavadas ¿no te dije?
—¿Y Raquel?
—Raquel nada. La interrogaron tres veces. Le preguntaban sobre mí, pero a esa altura yo ya estaba fuera del país, al principio en Porto Alegre, luego en España. Muerta de miedo, la pobre. Y sin embargo los convenció de que lo ignoraba todo. La verdad es que efectivamente lo ignoraba. Quizá por eso los convenció. En cambio nunca la pude persuadir (a ella, no a la policía) de que yo no era un pez gordo, sino una simple mojarrita. Más aún, siempre creyó que yo no le confesaba mis notables misiones secretas, simplemente porque no confiaba en ella. Ahora bien, esa crisis pasó; fue difícil, pero pasó. Muy pronto nos sentimos felices por estar a salvo. Y poco después más felices aún, porque quedó embarazada, y todavía más cuando, precisamente el día que nació la nena, conseguí por fin un trabajo casi decente. No obstante, aquella vieja sospecha había quedado sin resolver. Más de una vez estuve a punto de mentirle, de inventar cualquier historia heroica que le sonara a verosímil, pero no pude. Pensé que algún día se enteraría e iba a ser mucho peor. Y además me pareció una falta de respeto hacia aquellos que sí habían arriesgado mucho. Además, en Raquel hay otro elemento que también cuenta: no tiene confianza en la invulnerabilidad de esta democracia, cree que en cualquier momento todo puede desmoronarse y no se siente con ánimo para empezar, de nuevo y desde cero, otro recorrido de angustias. Si antes fue difícil, me decía, imaginate ahora que somos doce años más viejos.
Fermín se inclinó para dejar el vaso sobre el caminero de yute y luego se acercó al ventanal. Por entre los pinos se filtraba un sol decreciente y también un trozo de la playa, totalmente desierta.
Desde su rincón de sombras preguntó Javier:
—¿Realmente te parece una playa de mierda?
—En invierno todas las playas me parecen de mierda. ¿A vos no?
—A mí me gustan en invierno casi más que en verano.
—Confirmado: anacoreta.
—Aquí podés pensar. Y es bárbaro. Casi había perdido esa costumbre y recuperarla me parece un milagro.
—No me digas que en Madrid no pensabas.
—Sólo lo imprescindible. Pensamientos cortitos, como telegramas. Miniaturas de reflexión. Apenas para salir del paso y hacerle un regate al estrés.
—¿Regate?
—Moña, dribbling, finta. Eso que, según dicen, hacía Julio Pérez, allá por los cincuenta.
—Ah. La próxima vez traeré un traductor.
—Mirá, Madrid es una ciudad lindísima, pero sería realmente maravillosa si la trasladaran a la costa. Es muy deprimente no ver nunca el mar.
—Aquí es río. No lo olvides.
—Ése es un mote histórico. Ridículo, además. Para mí es mar y se acabó. Vos, nacido y criado en Malvín, ¿dijiste acaso o pensaste alguna vez que vivías frente al río? Siempre te oí decir que tus ventanas daban al mar.
—Eso es semántica y no geografía.
—Pues a mí me gusta el mar semántico.
La risa de Fermín culminó en un estornudo ruidoso.
—¿Lo ves? Tengo alergia a las playas invernales.
—¿Querés que te preste un saco de lana?
—No. También soy alérgico a la lana. Y a los gatos. Y al musgo. Y al viento norte. Y al catecismo. ¿O ya no te acordás?
—Me acuerdo sí. Pero has nombrado seis, y antes eran siete alergias ¿no? Tantas como pecados capitales. ¿No habrás omitido por ventura la alergia al imperialismo?
—Ah, los viejos tiempos. Qué memoria, che. Esa alergia ya pasó de moda.
—Salvo cuando es incurable.
—Hermano, tenés que ponerte al día. Democracia es amnesia ¿no lo sabías?
Se acercó a Javier y lo abrazó.
—Me hace bien hablar contigo. Anacoreta, o más bien Anarcoreta, me alegro de que hayas vuelto. Debo tener los ojos llorosos ¿verdad? No sé si será por el estornudo o por tu regreso. Digamos que por ambas provocaciones.
Javier, para disimular su propia vulnerabilidad, se dedicó a servir otras dos grapas.
—Éstas van en estado de pureza. Se me acabaron los limones.
—¿Y allá qué tomabas?
—Fino. O sea jerez. Lo más parecido a la grapa es el orujo. Son casi iguales. La verdadera diferencia es la que media entre «grapa en Montevideo» y «orujo en Madrid». El contexto, que le dicen. Preferí habituarme al jerez, que no admite falsos cotejos y además no desfonda el hígado.
—Ahora decime, con franqueza: ¿cuándo te empezó la nostalgia, o al menos una nostalgia tan compulsiva como para que rompieras con Raquel?
—Ruptura no es la palabra. Implica violencia, y lo nuestro fue más suave. Doloroso sí, pero suave. Son muchos años de querernos, y querernos bien. Digamos separación.
—Digamos separación, entonces. Replay: ¿cuándo te empezó la nostalgia?
—Fueron varias etapas. Una primera, ésa en que te negás a deshacer las maletas (bueno, las valijas) porque tenés la ilusión de que el regreso será mañana. Todo te parece extraño, indiferente, ajeno. Cuando escuchás los noticieros, sólo ponés atención a los sucesos internacionales, esperando (inútilmente, claro) que digan algo, alguito, de tu país y de tu gente. La segunda etapa es cuando empezás a interesarte en lo que sucede a tu alrededor, en lo que prometen los políticos, en lo que no cumplen (a esa altura ya te sentís como en casa), en lo que vociferan los muros, en lo que canta la gente. Y ya que nadie te informa de cómo van Peñarol o Nacional o Wanderers o Rampla Juniors, te vas convirtiendo paulatinamente en forofo (hincha, digamos) del Zaragoza o del Albacete o del Tenerife, o de cualquier equipo en el que juegue un uruguayo, o por lo menos algún argentino o mexicano o chileno o brasileño. No obstante, a pesar de la adaptación paulatina, a pesar de que vas aprendiendo las acepciones locales, y ya no decís «vivo a tres cuadras de la Plaza de Cuzco», ni pedís en el estanco (más o menos, un quiosco) una caja de fósforos sino de cerillas, ni le preguntás a tu jefe cómo sigue el botija sino el chaval, y cuando el locutor dice que el portero (o sea el golero) «encajó un gol» sabés que eso no quiere decir que él lo hizo sino que se lo hicieron; cuando ya te has metido a codazos en la selva semántica, igual te siguen angustiando, en el recodo más cursi de la almita, el goce y el dolor de lo que dejaste, incluidos el dulce de leche, el fainá, la humareda de los cafés y hasta la calima de la Vía Láctea, tan puntillosa en nuestro firmamento y, por obvias razones cosmogónicas o cosmográficas, tan ausente en el cielo europeo. No obstante, as time goes by (te lo dice Javier Bogart) por fin se borran las vedas políticas que te impedían el regreso. Sólo entonces se abre la tercera y definitiva etapa, y ahí sí empieza la comezón lujuriosa y casi absurda, el miedo a perder la bendita identidad, la coacción en el cuore y la campanita en el cerebro. Y aunque sos consciente de que la operación no será una hazaña ni un jubileo, la vuelta a casa se te va volviendo imprescindible.
—Mirá lo que son las cosas. Mientras vos te enfrentabas allá con tus nostalgias completas, yo y unos cuantos más estábamos aquí locos por irnos.
—Siempre andamos a contramano.
—Nada es fácil.
—Nada. En mi caso particular, reconozco que, pese a toda mi obsesión por volver, no habría podido hacerlo sin ese golpe de suerte que me desenredó el futuro.
—¿De qué tío abuelo heredaste?
—¡Cómo! ¿No sabías que gané un montón de pasta (o sea de guita) con la pintura?
—¿Pintor vos? ¿De cuadros o de paredes?
—Cuadros. Pintados por otros, claro. Te cuento. Durante un tiempo estuve trabajando en una empresa de importación/exportación. Y como me defiendo en varios idiomas (inglés, francés, italiano), me mandaban con cierta frecuencia a otros países europeos. Una tarde, en Lyon, me topé con un mendocino (no lo conocía de antes, pero resultó que era amigo de otro amigo al que sí yo conocía) y fuimos a cenar a un restorán chino. Hacía como ocho años que él vivía en Francia, no en Lyon sino en Marsella. ¿Sabés con qué se ganaba la vida? Pues vendiendo en Francia cuadros de pintores que conseguía por ahí, en otros países europeos; pintores franceses poco menos que desconocidos en el exterior pero sí valorados en las galerías de París o Marsella. Los compraba por una bicoca, y luego los vendía a muy buen precio en Francia. Y fue generoso, me prestó la idea: «¿Por qué no te dedicás a algo así, pero con pintores españoles? A mí dejame los franceses ¿eh?». Creo que no fue una operación consciente, pero es obvio que el plan del mendocino me quedó archivado en el disco duro del marote. Al poco tiempo la empresa me envió a Italia y fue mi primer viaje exploratorio. En los ratos libres empecé a hurgar, no en las elegantes galerías de Via Condotti o Via del Babuino sino en las ferias y en los seudoanticuarios de baja ralea, cuyos propietarios a veces ni se enteran de alguna que otra maravilla, perdida en medio de su caos. Por supuesto, era como buscar una aguja en un pajar, pero esa vez el azar me llevó de la mano hasta un óleo que estaba arrinconado y cubierto de polvo. Me acerqué porque me pareció un Blanes Viale. Pero me equivoqué. Era un paisaje costero y en el ángulo inferior izquierdo la firma era legible: H. Anglada Camarasa. Desde la primera vez que había visto en Puerto Pollensa un cuadro de este pintor (nacido en Barcelona, 1871, pero residente por 33 años en Mallorca), me convertí en un fiel adicto a su pintura, de modo que conocía bien su estilo y sus modalidades, bastante cercanas por cierto a Blanes Viale. Para no despertar las sospechas del desenterado propietario, adquirí aquel Anglada junto con dos porquerías, que abandoné tres cuadras más adelante en un contenedor de basura. El precio del paisaje era irrisorio. Una vez en el hotel, le quité el marco, con bastantes dificultades pude enrollar la tela y finalmente la metí en un tubo. No volé directamente a Madrid sino a Palma de Mallorca, que es donde más valoran las obras de Anglada. Tengo allí varios amigos (incluido un compatriota), que están bien relacionados con el mundo del arte. A todos les sorprendió el hallazgo. Al parecer era un cuadro al que se le había perdido la pista. En 24 horas consiguieron un comprador, y, previo el pago de comisión al intermediario, pude embolsarme el equivalente a casi 20 mil dólares. Ése fue el comienzo. De a poco me fui convirtiendo en un especialista en Anglada Camarasa (en Palma hay un museo estupendo con buena parte de su obra) y tan buen resultado me dio ese filón, que poco tiempo después, y aunque Raquel me repetía hasta el cansancio que era una locura, dejé mi empleo y me dediqué con ahínco a la pesquisa de sus obras. Mi campo de operaciones siguió siendo Roma, aunque luego lo amplié a Nápoles, Salerno y hasta a Palermo. Siempre con Anglada. Fui vendiendo los cuadros no sólo en Mallorca sino también en Barcelona y Madrid. En Florencia hallé asimismo (y eso sí fue una sorpresa) un Blanes Viale, pero ése no lo vendí en Mallorca sino que lo traje conmigo a Montevideo y aquí encontré un barraquero interesado. Por desgracia, nunca encontré un Klimt polvoriento e ignorado, pero reconozco que mi afición por Anglada me proporcionó un buen capital. Pude hacer algunas seguras y rendidoras inversiones. Ahí nomás organicé el despegue. Raquel y yo tuvimos una ardua e interminable confrontación. No quiso volver. Por nada del mundo. Quizá encontró por fin el pretexto válido para terminar con una situación que estaba pudriendo nuestra convivencia. Dividimos la guita, de modo que en ese aspecto me quedé tranquilo. Pudo comprar un apartamento y no pasarán apuros, ni ella ni Camila. Además, animada por mi éxito, Raquel abrió una galería de arte y le va bien. Desde aquí la ayudaré, siempre que pueda. Y en las vacaciones me mandará a Camila. Por otra parte, quedó establecido que nos escribiríamos regularmente y con toda franqueza.
—¿Y cuál es tu proyecto?
—La casa de Montevideo la perdí, por razones obvias, pero me queda ésta. Como ves, no se deterioró demasiado, gracias a que en todos estos años la ocupó un matrimonio amigo, que justamente ahora se radicó en Florianópolis. Así que vivienda, la tengo segura. Ya sabés que instalé un videoclub en Punta Carretas, más para ayudar al hijo de un amigo (el flaco Rueda ¿te acordás?) que para sacar algún provecho. Y eso anda bastante bien. Habrás visto que todos los videoclubes trabajan casi exclusivamente con dos ramas: violencia pornográfica o pornografía violenta. No son sinónimos, tienen matices que los diferencian. Pues bien, pensé que una ciudad como Montevideo, que tuvo hace treinta o cuarenta años una buena y exigente cultura cinematográfica, no podía haberla perdido por completo. Y entonces abrí un videoclub nada más que de buen cine. No hicimos publicidad (el negocio no da para tanto) pero se fue corriendo la voz y estamos trabajando cada día mejor. Voy dos veces por semana, normalmente los viernes y los sábados, porque en esos días el botija Rueda y su noviecita no dan abasto. Ahora trabajan con más comodidad y eficacia, porque les instalé una computadora. Es estimulante ver cómo la gente llega preguntando por Fellini, Visconti, Bergman, Buñuel, Welles, etcétera, y (ahora que por fin somos latinoamericanos) también por Gutiérrez Alea, Glauber Rocha, Leduc, Aristarain o Subiela. Tenés que ver la reacción (para mí, inesperada) de algunos chicos, que nunca habían visto La strada, El ciudadano, El verdugo o Umberto D. Me alegra que eso les guste y hasta les asombre. Más aún: algunos de ellos se enfrentan al blanco y negro casi con la misma curiosidad que tuvieron nuestros viejos cuando se enfrentaron al tecnicolor de Natalia Kalmus.
—O sea que sos un boom.
—Algo mucho más modesto: un nostálgico del buen cine.
—¿Y con esa nostalgia te alcanza para vivir?
—Con eso, más algo de intereses de lo que quedó después de la partición. También conseguí una corresponsalía para el Río de la Plata de una agencia de segunda categoría, radicada en Madrid. No pagan bien, pero tampoco exigen mucho. Y me sirve para no perder la mano periodística. Además, tené en cuenta que viviendo aquí no pago alquiler. Ni tengo auto. Viajo en ómnibus, que me deja a una cuadra.
—Seré curioso. Esta franja de la costa ¿no se llamaba antes El Arrayán?
—Sí, pero a la compañía que adjudicaba los solares le pareció una etiqueta poco vendedora. Algún gerente debe haber pensado que aquí nadie sabe qué es un arrayán, y el muy tarado lo cambió por Nueva Beach. Al parecer inicialmente estuvieron barajando otros nombres como South Beach y Neo Beach, pero un último escrúpulo les hizo no perder del todo la raíz hispánica y le pusieron Nueva Beach.
—Que suena como el culo.
—Y ni siquiera somos originales. En España irrumpió en el mercado una nueva cerveza que lleva como distintivo: New Botella.
—¿Te has relacionado con los vecinos?
—No demasiado. Esto no es una casa de apartamentos. Y menos aún en invierno. Hay gente que vive aquí todo el año pero otros llegan sólo los fines de semana, y si el tiempo está malo, ni siquiera eso. Además, sólo hace dos meses que me instalé. Con todo, a veces converso un rato con la pareja de jubilados que vive al lado, en esa casita con techo de tejas. Parecen buena gente. Entre otras cosas, me van a conseguir un perro. Aquí es indispensable. Tengo ese muro, que por lo común desanima a los rateros adolescentes, pero no a los verdaderamente idóneos. Claro que esto no es Carrasco, aquello les atrae más. Por suerte.
Fermín bostezó con cierta rara pujanza. Como si el bostezo formara parte de una calistenia.
—No es que tenga sueño ni que me aburra. Es la jodida hora del ángelus.
—¿Te bajó la tristeza?
—Vamos, che. Ni que fuera la regla.
Fermín se levantó y se puso a mirar el único cuadro que decoraba la pared del fondo.
—¿Éste también forma parte de tu cosecha italiana?
Sí, es un Anglada. Lo conseguí en Milán. Pertenece a la serie «Rayo de sol. Bahía de Pollensa». Después de que pasaran tantos por mis manos, me hice este regalo. Por suerte es un óleo sobre tela y no sobre tabla, y por eso me resultó más fácil de trasladar. Lo elegí por dos razones: una, que me encanta como pintura, y dos, que reproduce la bahía de Pollensa, en Mallorca, uno de los lugares de España que siempre he preferido.
Por primera vez se produjo un silencio prolongado. Desde la costa llegó, amortiguado por la distancia, el graznido de alguna gaviota rezagada.
—La semana pasada —dijo de pronto Fermín— tuvimos una reunioncita en lo del viejo Leandro. Te adelanto que varios de los que asistieron, incluido el viejo, expresaron su intención de visitarte. No sé si lo harán en barra o de a uno, pero van a venir: Sonia, Gaspar, Lorenzo, Rocío.
—¿Conspirando otra vez?
—No, viejo. Eso se acabó. Pero quedó algo, algo que nos une. A veces recordamos. Cosas. Cositas. Peliagudas cositas. Nos animamos, nos reímos un poco. De pronto nos cae la tristeza. Como en esta jodida hora del ángelus. Pero el problema es que la tristeza nos cae a cualquier hora. Tenemos ángelus del desayuno, ángelus del mediodía y ángelus de ángelus. No te niego que es bueno saber que estamos vivos y a salvo. ¿A salvo? Es un decir, comentaría el escepticismo de tu Raquel. Siempre hay un auto quemado, una cruz gamada en algún muro, simples recordatorios de que están ahí, probablemente leyendo el horóscopo para ver si vuelven los tiempos propicios.
—Tengo muchas ganas de ver a todo el grupo. Pero no sabía cómo localizarlos. Intenté algunas llamadas a viejos números. Pero responden voces extrañas. Ni siquiera sabía si se habían ido, si se habían quedado o si habían vuelto.
—Sonia estuvo dos años en Mendoza. Gaspar consiguió un trabajo en San Pablo. Pero ya hace un tiempo que volvieron. Leandro, Rocío y Lorenzo no se fueron. Yo también me quedé. Justamente estuvimos hablando de esos años fuleros. Un repaso de la historia más o menos patria. Si habíamos hecho bien o mal en quedarnos. O en irnos. A esta altura, quienes nos quedamos creo que hicimos mal. Al menos nos habríamos librado de la cana y de todo lo que ella trajo consigo. Pero no todos piensan así. Nosotros no, pero hay quienes hasta reciben mal a los que regresan. Quizá sea, en el fondo, una forma oblicua de reconocer que ellos también debieron irse.
—¿Cómo está Rocío? ¿Se ha repuesto?
—Bastante. Es una tipa muy vital. Pero diez años de cana son muchos años. Nunca habla de esa temporada más bien horrible. Ni nosotros se lo preguntamos. Hicieron todo lo posible por reventarla, por enloquecerla. Y ella aguantó. Pero nada de eso sucede en vano.
—¿Y vos?
—¿Yo? A mí tampoco me gusta rememorar.
—Tenés razón. Disculpame.
—No importa. Con vos no importa. Físicamente salí mal, con un diagnóstico de cáncer ¿sabés? Muchos salimos de allí con esa etiqueta. Los médicos dicen que, en la mayoría de los casos, es una consecuencia de las biabas, que fueron muchas y muy perfeccionistas. Desde entonces he estado en tratamiento y parece que el proceso se ha detenido. En realidad, me siento bien. Volví a dar clases en Secundaria. El trabajo siempre ayuda. Ver diariamente los rostros de los pibes, más inocentes de lo que ellos creen, eso me estimula. Siempre se puede hacer algo, inculcar alguna duda saludable, sembrar una semillita, eso sí, todo con mucho cuidado. Como sabés, doy literatura, y afortunadamente los clásicos siempre fueron bastante subversivos. El Siglo de Oro, especialmente, es una jauja. Me encantan esos tipos, los esquives que le hacen a la censura y otras inquisiciones. El día que volví a dar clases, empecé, en homenaje a Fray Luis: «Decíamos ayer».
—¿Y Rosario?
—Ahora estamos bien. Pero te confieso que también en ese aspecto la reinserción no fue fácil. Diez años son diez años. Dejaron huellas. En ella y en mí. Aunque te parezca mentira, creo que tuvimos que reenamorarnos, empezando ahí también desde cero. O desde menos cinco. Porque Rosario es otra y yo soy otro. Por suerte, desde ambas otredades volvimos a gustarnos. Con los chicos fue más difícil. Fijate que, cuando me llevaron, Dieguito tenía cinco años y cuando salí tenía quince, todo un hombre. Muchos besos, muchos abrazos, muchas lágrimas pero te das cuenta de que en el fondo sienten que los abandonaste. Aunque comprendan el motivo y hasta lo compartan. Pero los abandonaste. Diez años de abandono. Es demasiado. El verano pasado decidí tomar el toro por las guampas. Era una noche cálida, serena, llena de estrellas, con sólo los gatos maullando de amor. Me llevé al botija a la azotea y allí, iluminados por una luna veterana, todo fue más fácil. Yo admití mi responsabilidad, mi tronco de culpa, y él asumió su incomprensión, su astilla de egoísmo. Fue lindo. Desde entonces, todo mejor. Así y todo, noche a noche me aturde con su rock imposible. Pero ahí no me meto. Cada uno es dueño de su propia catarsis y de sus propios tímpanos. Lo malo es que aporrea los tímpanos ajenos, incluidos los de este servidor, y mi catarsis huye despavorida.
—No sé si es bueno que no hablemos del pasado entre nosotros, porque, de lo contrario ¿con quién vamos a hablar? Tengo la impresión de que para los chicos de ahora somos gliptodontes, seres antediluvianos. En España, por ejemplo, ya casi no se habla del franquismo. Ni a favor (salvo uno que otro taxista) ni en contra. La derecha no habla a favor, porque ha aprendido de apuro un dialecto más o menos democrático y, en un momento en que tiene la obsesión de ser centro y de privatizarlo todo, hasta a Jesucristo, no quiere que le recuerden su querido apocalipsis. En cuanto a la izquierda, cierta parte no habla en contra para que no la tilden de rencorosa o vengativa, pero otra porción se calla porque también se ha encandilado con el centro. Hay tantos marxistas que reniegan de Marx como cristianos que abominan de Cristo. John Updike cuenta en su autobiografía que a su abuelo, todo un erudito, la familia le tomaba el pelo diciendo que «sabía estar callado en doce idiomas». Pues bien, ahora ha proliferado otro tipo de silenciosos, que saben estar callados en tres o cuatro ideologías.
—Te retruco con Borges, que si bien dijo muchas lúcidas gansadas a lo largo de su ceguera, las fue compensando con visiones geniales como ésta: «Una cosa no hay, y es el olvido».
—Es cierto, ¿pero te has preguntado de qué sirve no olvidar? Después de todo, a Borges le era más fácil porque, como buen ciego, vivía y sobrevivía gracias a su memoria, que precisamente es el no olvido.
—Te confieso que a mí me sirve no olvidar. Es una zona triste, lúgubre, pero imprescindible. Lo peor que podría sobrevenirme es una amnesia.
—A veces hablás como un personaje de Henry James que hubiera leído al primer Onetti.
—Algo cronológicamente imposible.
—Y por eso más sabroso.
—Ego te absolvo.