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Cuando salió de su habitación hacia el corredor oscuro, Tohr aceptó un rápido abrazo del ángel y luego se quedó mirando cómo Lassiter se alejaba hacia el resplandor que venía del balcón.
Joder, la respiración le retumbaba en los oídos. Al igual que los latidos de su corazón.
Irónicamente, se había sentido igual antes de la ceremonia de apareamiento con Wellsie, y aún recordaba cómo todo su sistema nervioso parecía trinar aquella noche. Entonces pensó que el hecho de que su respuesta fisiológica fuese idéntica en ese contexto demostraba que el cuerpo era una máquina que reaccionaba siempre igual frente al estrés, disparando adrenalina a diestro y siniestro, independientemente de que el estímulo fuese una cosa buena o mala.
Después de un momento, comenzó a caminar por el pasillo hacia la gran escalera y experimentó un gran bienestar al sentirse respaldado por todos los símbolos de sus hermanos. Cuando te apareas, te diriges a la ceremonia solo: te aproximas a tu hembra con el corazón en la garganta y todo tu amor en los ojos, y no necesitas nada ni a nadie más porque todo gira en torno a ella.
Pero cuando vas a realizar una ceremonia de entrada en el Ocaso, necesitas tener a tus hermanos contigo y no solo en la misma habitación, sino lo más cerca que puedas tenerlos. Así, el peso extra que sentía en las manos, alrededor del cuello y en la cintura era lo que lo iba a mantener erguido, sobre todo cuando llegara el momento del dolor.
Al alcanzar las escaleras, Tohr sintió que el suelo comenzaba a moverse bajo sus pies y se formaba una gran ola que lo hacía perder el equilibrio justo cuando más necesitaba mantenerse firme.
Abajo, todo el vestíbulo estaba forrado con metros y metros de seda blanca, que caía desde las molduras del techo hasta el suelo, de modo que todo, desde los adornos arquitectónicos de las columnas hasta las lámparas y el suelo, estaba cubierto de blanco. Habían apagado todas las luces eléctricas de la mansión y para compensar la falta de luz habían colocado varias antorchas con enormes velas blancas y habían encendido todas las chimeneas.
Los miembros de la casa al completo estaban congregados alrededor del vestíbulo: los doggen, las shellans, los invitados, todos vestidos de blanco, según la tradición. La Hermandad había formado una fila que salía del centro y se hallaba encabezada por Phury, que iba a oficiar la ceremonia; luego estaba John, que también iba a formar parte de la ceremonia. Después Wrath. Y luego, por orden, V, Zsadist, Butch y Rhage.
Wellsie se encontraba en el centro de toda la reunión, en su hermosa urna de plata, la cual reposaba sobre una mesita que estaba forrada de seda.
Cuánta blancura, pensó Tohr. Como si la nieve hubiese penetrado desde el exterior y siguiera intacta a pesar del calor.
Eso tenía sentido: el color era para los apareamientos. Pero la ceremonia de la entrada en el Ocaso era exactamente lo opuesto, la paleta monocromática simbolizaba la luz eterna en la que se sumirían los muertos y la intención de la comunidad de reunirse algún día con sus seres queridos en aquel lugar sagrado.
Tohr bajó entonces un escalón, y luego otro, y otro…
Mientras descendía por la escalera, observó las caras de todos. Esa era su familia y también había sido la familia de Wellsie. Esa era la comunidad de la que él seguía formando parte y que ella había abandonado.
Y, a pesar de la tristeza que lo embargaba, era difícil no sentirse agradecido.
Había tanta gente con él en esto, incluso estaba Rehvenge, que ahora formaba parte de la casa como un miembro más.
Sin embargo, Otoño no se encontraba entre ellos; al menos, Tohr no la veía.
Al llegar al primer piso, Tohr se plantó frente a la urna con determinación, entrelazó las manos y bajó la cabeza. Luego John se detuvo junto a él y adoptó la misma posición, aunque estaba pálido y no parecía poder dejar las manos quietas.
Tohr le puso entonces una mano en el brazo y le dijo:
—Está bien, hijo. Vamos a superar esto juntos.
De inmediato, John dejó de moverse y asintió con la cabeza, como si se encontrara mejor.
En los tensos momentos que siguieron, Tohr pensó vagamente en que era increíble que un grupo tan grande de gente pudiera guardar un silencio tan absoluto. Lo único que se oía era el chisporroteo del fuego, a un lado y otro del vestíbulo.
A mano izquierda, Phury se aclaró la voz y se inclinó sobre una mesa en la que había algo cubierto con seda blanca. Al retirar el velo con sus elegantes manos, apareció un inmenso tazón de plata colmado de sal, una jarra de plata llena de agua y un libro antiguo.
Entonces tomó el libro, lo abrió y se dirigió a toda la concurrencia en Lengua Antigua:
—Esta noche nos hemos reunido aquí para recordar la muerte de Wellesandra, compañera del hermano de la Daga Negra Tohrment, hijo de Harm; hija de sangre de Relix y mahmen adoptiva del soldado Tehrror, hijo de Darius. Y también nos hemos congregado para recordar la muerte del aún no nacido Tohrment, hijo del hermano de la Daga Negra Tohrment, hijo de Hharm; amado hijo de sangre de la fallecida Wellesandra y hermano adoptivo del soldado Tehrror, hijo de Darius. —Cuando Phury le dio la vuelta a la página, el pergamino emitió un suave gemido—. Para honrar la tradición, y con la esperanza de agradar a la Madre de la raza y consolar al mismo tiempo a la acongojada familia, os invito a todos vosotros a orar conmigo para que aquellos que han muerto entren con seguridad en el Ocaso…
Tantas voces se elevaron al cielo mientras Phury recitaba frases que la concurrencia repetía, voces masculinas y femeninas mezclándose al unísono, que al final dejaron de entenderse las palabras y lo único que se oía era el murmullo de una triste plegaria.
Al mirar de reojo a John, Tohr vio que el chico parpadeaba insistentemente para tratar de contener las lágrimas como el macho honorable que era.
Entonces Tohr volvió a clavar la mirada en la urna y dejó que su mente repasara una serie de imágenes de distintos momentos de la vida que habían compartido juntos.
Y sus recuerdos terminaron con lo último que había hecho por ella antes de que la asesinaran: poner cadenas a las llantas de la camioneta para que tuviera más tracción en la nieve.
Muy bien, ahora él también estaba parpadeando insistentemente…
Cuando la ceremonia se volvió totalmente borrosa y solo él rompía el respetuoso silencio para responder las preguntas que le hacían, Tohr se alegró de haber esperado todo ese tiempo para realizarla, pues no creía que hubiese podido hacerlo en ningún otro momento.
Al mirar a Lassiter, vio que el ángel resplandecía de la cabeza a los pies y que sus piercings dorados atrapaban la luz y la aumentaban hasta diez veces.
Sin embargo, por alguna razón el ángel no parecía feliz. Tenía el ceño fruncido, como si estuviera tratando de hacer una operación matemática cuyo resultado no le gustaba…
—Ahora voy a pedirle a la Hermandad que les exprese sus condolencias a los dolientes, comenzando por Su Majestad Wrath, hijo de Wrath.
Al oír esas palabras, Tohr decidió que se estaba imaginando cosas que no existían y se volvió a concentrar en sus hermanos. Luego Phury se retiró de la mesa y Wrath fue llevado discretamente hasta ella por V, de modo que el rey quedó frente al tazón de sal. Entonces se recogió la manga del manto, desenfundó una de sus dagas negras y se pasó el filo de la hoja por la parte interna del brazo. Cuando la sangre roja asomó a la superficie del corte, el rey extendió el brazo y dejó que las gotas cayeran sobre la sal.
Cada uno de los hermanos repitió después el mismo ritual, mientras miraban fijamente a Tohr y le reafirmaban, sin palabras, el dolor que todos compartían por lo que había perdido.
El último en pasar fue Phury, y Z sostuvo el libro mientras el Gran Padre completaba el ritual, esparciendo lentamente el agua de la jarra sobre la sal convirtiéndola en una aguasal de color rosa, al tiempo que pronunciaba palabras sagradas.
—Ahora le pediré al hellren de Wellesandra que se quite el manto.
Al oír esas palabras, Tohr procedió a quitarse el manto, pero antes de desatar el precioso cinturón bordado por las Elegidas, tuvo cuidado de retirar primero la huella de Nalla y luego puso las dos cosas sobre el manto.
—Ahora le pediré al hellren de Wellesandra que se arrodille ante ella por última vez.
Tohr obedeció y cayó de rodillas frente a la urna, mientras veía por el rabillo del ojo cómo Phury se acercaba a la chimenea de la derecha. El hermano sacó entonces de entre las llamas un primitivo hierro de marcar que habían traído del Viejo Continente hacía muchos años; un hierro fabricado por manos desconocidas mucho antes de que la raza tuviera una memoria colectiva.
El hierro medía aproximadamente quince centímetros de largo por al menos dos y medio de ancho y la línea de símbolos en Lengua Antigua que contenía estaba tan caliente que resplandecía con una luz amarilla.
Tohr adoptó, entonces, la posición apropiada, con el cuerpo echado hacia delante y los puños apoyados contra la pesada cubierta blanca que habían tendido sobre el suelo, y durante una fracción de segundo, en lo único en lo que pudo pensar fue en el manzano que representaba el mosaico que tenía debajo, ese símbolo de renacimiento que él estaba comenzando a asociar solo con muerte.
Había enterrado a Otoño a los pies de un manzano.
Y ahora se estaba despidiendo de su Wellsie encima de otro.
Cuando Phury se plantó junto a él, Tohr comenzó a respirar aceleradamente, mientras sus costillas se contraían y expandían con fuerza.
Cuando te apareas y te graban el nombre de tu shellan en la espalda, se supone que debes soportar el dolor en silencio, para demostrar que eres digno de su amor y de esa ceremonia.
Respiración. Respiración. Respiración…
Pero no sucede lo mismo con la ceremonia de entrada en el Ocaso.
Respiración-respiración-respiración…
Para la ceremonia de entrada en el Ocaso, se supone que debes…
Respiraciónrespiraciónrespiración…
—¿Cuál es el nombre de tu difunta? —preguntó Phury.
Al oír esas palabras, Tohr tomó una bocanada gigante de oxígeno…
Y cuando sintió el hierro ardiente sobre la piel, justo donde le habían grabado el nombre de su compañera hacía tantos años, Tohr gritó el nombre de Wellesandra, mientras todo el dolor que sentía en su corazón, su mente y su alma salía de una sola vez y sacudía el vestíbulo.
Ese grito era su último adiós, su promesa de encontrarse con ella al otro lado, la última manifestación de su amor.
Y duró toda una eternidad.
Y cuando terminó, Tohr quedó tan débil que apoyó la frente contra el suelo, mientras la piel que recubría la parte alta de su espalda ardía como si estuviera en llamas.
Pero eso solo era el comienzo.
Tohr trató de levantarse, pero su hijo tuvo que ayudarlo porque parecía haber perdido el tono muscular. No obstante, con la ayuda de John volvió a ponerse en pie.
Entonces la respiración tomó de nuevo el control y aquellos jadeos rítmicos restauraron su energía.
Luego Phury repitió la pregunta con una voz tan ronca que sonó casi fantasmagórica:
—¿Cuál es el nombre de tu difunto?
Y Tohr volvió a tomar una gran bocanada de aire para prepararse para gritar de nuevo. Solo que esta vez gritó su propio nombre y el dolor de perder a ese hijo de su propia sangre fue tan intenso que se sintió como si estuviera sangrando por dentro.
La segunda vez el grito fue más largo.
Y entonces se desplomó sobre el suelo, exhausto, aunque todavía no había terminado.
Gracias a Dios, John estaba con él y Tohr sintió cómo su hijo volvía a acomodarlo.
Desde arriba, Phury dijo:
—Y para sellar tu piel para siempre y unir nuestra sangre a la tuya, ahora completaremos el ritual para tus seres queridos.
Esta vez ya no hubo jadeos. Sencillamente, ya no le quedaban fuerzas.
El ardor que le produjo la sal fue tan intenso que perdió la visión momentáneamente y comenzó a convulsionarse y a agitar las extremidades de manera incontrolable, mientras se desplomaba hacia un lado, a pesar de que John trataba de mantenerlo derecho.
Pero lo único que Tohr podía hacer en esos momentos era yacer ahí frente a toda esa gente, muchos de los cuales estaban llorando de manera inconsolable, movidos por su mismo dolor. Mientras recorría sus caras, Tohr sentía deseos de consolarlos de alguna manera, de ahorrarles la pena que él había sufrido, de aliviar su dolor…
Otoño se encontraba al final, junto al arco que llevaba a la sala de billar, y lo observaba desde allí.
Iba vestida de blanco, con el pelo recogido hacia atrás, y se estaba tapando la boca con sus delicadas manos. Tenía los ojos muy abiertos y enrojecidos por el llanto, las mejillas húmedas y su expresión revelaba tanto amor y compasión que Tohr sintió que su dolor se desvanecía enseguida.
Había venido.
Otoño había venido a acompañarlo.
Así que todavía… lo amaba.
Tohr comenzó a llorar y sus sollozos parecían brotar directamente del pecho. Entonces tendió los brazos hacia Otoño y la llamó con la mano, porque en ese momento de desprendimiento, después de un viaje aparentemente interminable y doloroso a lo largo del cual ella y solo ella lo había acompañado, Tohr nunca se había sentido tan cerca de nadie…
Ni siquiera de su Wellsie.
‡ ‡ ‡
Renacer, resucitar…, regresar de entre los muertos.
Al otro extremo del lugar donde Tohr se retorcía de dolor por el baño de aguasal, Lassiter estaba apretando los dientes, pero no porque estuviese conmovido sino porque su propia cabeza lo estaba volviendo loco.
Renacer, resucitar…, regresar de entre los muertos…
Tohr comenzó a sollozar y luego tendió su pesado brazo y abrió la mano… para llamar a Otoño.
Ah, sí…, pensó Lassiter, este era el final. El destino había exigido sangre, sudor… y lágrimas, pero no por Wellsie, sino por otra. Por Otoño.
Este era el final, la parte en que el macho derramaba lágrimas por la hembra que finalmente se había permitido amar.
Enseguida, el ángel levantó la mirada hacia el techo, hacia la representación de los guerreros con sus feroces corceles, y se concentró en el fondo azul…
El rayo de sol pareció salir de la nada y penetró la piedra y el cemento y el yeso del techo que cubría sus cabezas; la luz era tan intensa y tan fuerte que el propio Lassiter tuvo que entornar los ojos cuando aquel brillo llegó a rescatar a una hembra honorable de un infierno que no se merecía…
Sí, sí, ahí, en el centro mismo, con su hijo entre los brazos, Wellsie se veía tan brillante y vibrante como un arco iris, iluminada desde fuera y desde dentro. El color había regresado a ella y la vida se había renovado porque la habían salvado, porque por fin estaba libre…, al igual que su hijo.
Y justo antes de que la luz la absorbiera, Wellsie miró a Tohr y a Otoño desde aquel firmamento, aunque ninguno de ellos la vio. Los miró con un amor inmenso por los dos, amor por el hellren que había tenido que dejar y por la hembra que lo salvaría de su propio tormento, y amor por el futuro que los dos tendrían juntos.
Y luego, con una expresión plácida y comprensiva, Wellsie levantó la mano para despedirse de Lassiter… y desapareció, al tiempo que la luz los consumía a ella y a su hijo y los llevaba al lugar donde los muertos se sienten en casa y descansan por toda la eternidad.
Cuando la luz se desvaneció, Lassiter se quedó esperando su propio rayo luminoso, aquel que vendría a rescatarlo para regresar por última vez junto a su Creador.
Solo que…
El ángel seguía ahí…, sin moverse de su posición.
Resucitar, renacer…, regresar de entre los muertos…
Había algo que no entendía, pensó Lassiter. Wellsie estaba libre, pero…
En ese momento, el ángel se concentró en Otoño, que se había levantado un poco la falda de su manto blanco para dar un paso al frente, hacia Tohr.
Y de repente, un segundo rayo de luz poderosa llegó desde lo alto…
Pero no venía a por él sino… por ella.
Lassiter lo comprendió con la velocidad y el estruendo de un rayo: hacía muchos años que Otoño había muerto. Que se había suicidado…
Y el Limbo era distinto para cada persona. Hecho a la medida…
Cuando se le reveló la segunda verdad, todo comenzó a pasar por la cabeza del ángel a cámara lenta: Otoño había estado en su propio Limbo todo ese tiempo; había migrado al Santuario para servir a las Elegidas durante largos años y luego había bajado a la Tierra para completar el ciclo que había comenzado en el Viejo Continente con Tohrment.
Y ahora que lo había ayudado a salvar a su shellan…, ahora que se había permitido enamorarse de él y abandonar el dolor de su propia tragedia…
Estaba por fin libre. Al igual que Wellsie.
¡Puta mierda! Tohr estaba a punto de perder a otra hembra…
—¡No! —gritó Lassiter—. ¡Nooooo!
Cuando el ángel se abalanzó hacia delante para tratar de impedir la conexión entre los dos, la gente empezó a gritar y alguien lo agarró, como si quisiera evitar que él se atravesara en el camino. Pero no importó.
Ya era demasiado tarde.
Porque Tohr y Otoño no tenían que tocarse. El amor estaba ahí, al igual que el perdón de todo lo pasado y presente y el compromiso de su corazón.
Lassiter seguía tratando de llegar hasta ellos, suspendido en el aire, cuando el último rayo de luz llegó a por él y lo atrapó en pleno vuelo, sacándolo del presente para lanzarlo hacia arriba, a pesar de que él seguía gritando ante la crueldad del destino.
Toda su misión había culminado en que había condenado a Tohr a otra tragedia.