71
Al salir de la ducha, desnudo y chorreando agua, Tohr sintió que llamaban a su puerta. Era un golpe fuerte pero amortiguado, como si estuvieran golpeando con el borde de la mano y no con los nudillos. Y después de tantos años como hermano, Tohr sabía que esa manera de golpear indicaba que solo podía tratarse de un macho en particular.
—¿Rhage? —Tohr se envolvió en una toalla y abrió la puerta—. Hermano, ¿qué sucede?
Rhage estaba en el pasillo y su rostro increíblemente apuesto tenía una expresión de solemnidad. Vestía un manto de seda blanca que le caía desde los hombros y lo llevaba atado a la cintura con un sencillo cordón blanco. Sobre el pecho lucía un arnés de cuero blanco, del cual colgaban sus dagas negras.
—Hola, hermano… Yo… Ah…
Después de un momento de tensa incomodidad, Tohr fue el que rompió el hielo.
—Pareces una rosquilla enharinada, Hollywood.
—Gracias. —El hermano clavó la mirada en la alfombra—. Oye, te he traído algo. Es de parte de Mary y mía.
Al abrir la palma de la mano, Rhage le ofreció un pesado Rolex dorado, el mismo que usaba Mary y que Rhage le había regalado cuando se aparearon. Era un símbolo de su amor… y su apoyo.
Tohr tomó el reloj y sintió todo el cariño que rodeaba al metal.
—Hermano…
—Mira, solo queremos que sepas que estamos contigo… Le he añadido algunos eslabones a la correa para que puedas ponértelo.
Tohr se puso el reloj y, sí, se ajustaba perfectamente a su muñeca.
—Gracias. Te lo devolveré…
Rhage abrió los brazos y envolvió a Tohr en uno de aquellos abrazos épicos por los que era famoso; de aquellos que te aprietan tanto el cuerpo que luego tienes que respirar con cuidado hasta asegurarte de que no tienes ninguna costilla rota, o el pulmón perforado.
—No tengo palabras, hermano —dijo Hollywood.
Cuando Tohr le puso una mano sobre el hombro sintió que el tatuaje del dragón se movía, como si él también le estuviera ofreciendo sus condolencias.
—Está bien. Sé que esto es difícil.
Después de que Rhage se marchara, Tohr estaba cerrando la puerta cuando sintió otro golpecito.
Al asomar la cabeza, vio a Phury y a Z, uno junto al otro. Los gemelos llevaban puesto un manto igual que el de Rhage y sus ojos tenían la misma expresión que los ojos increíblemente azules de Hollywood: estaban tristes, espantosamente tristes.
—Hermano —dijo Phury, y dio un paso al frente y lo abrazó. Cuando el Gran Padre lo soltó, le extendió algo largo y adornado—. Es para ti.
De su mano colgaba una cinta de seda blanca de metro y medio de largo, en la cual habían bordado, con hilo dorado y con extremo cuidado, una plegaria para pedir fortaleza.
—Las Elegidas, Cormia y yo, todos estamos contigo.
Tohr se tomó un momento para observar la cinta y estudiar los caracteres en Lengua Antigua, mientras recitaba las palabras en su cabeza. Esto debía de haberles costado muchas horas de trabajo, pensó Tohr. Y debían de haberse necesitado muchas manos para hacerla.
—Por Dios, es preciosa…
Mientras hacía un esfuerzo para contener las lágrimas, Tohr pensó que si eso solo era el calentamiento para la ceremonia, cuando empezara iba a estar hecho un maldito desastre.
Luego Zsadist carraspeó y entonces el hermano que detestaba tocar a los demás se inclinó y puso sus brazos alrededor de Tohr. Lo abrazó con tanta suavidad que este se preguntó si sería por falta de práctica o porque en esos momentos él parecía tan frágil como se sentía.
—Esto es de parte de mi familia —dijo Zsadist en voz baja.
El hermano le ofreció entonces un pequeño pergamino y a Tohr le temblaron los dedos al abrirlo.
—Ay…, mierda…
El centro del pergamino lo ocupaba la huella de una mano diminuta, pintada con tinta roja. Era la mano de un bebé. La mano de Nalla…
Para un macho no había bien más precioso que sus hijos, en especial si eran hembras. Así que esa huella representaba que Z le estaba ofreciendo todo lo que él era y todo lo que tenía, en el presente y en el futuro.
—Mierda —soltó simplemente Tohr, al tiempo que se estremecía de pies a cabeza.
—Nos vemos abajo —dijo entonces Phury, y ellos mismos tuvieron que cerrar la puerta, pues Tohr había retrocedido hasta sentarse en la cama y se había quedado allí, con la cinta sobre las piernas y mirando la huella del bebé.
Cuando se oyó otro golpe en la puerta, Tohr ni siquiera levantó la mirada.
—¿Sí?
Era V.
El hermano parecía tenso e incómodo, pero, claro, en lo que tenía que ver con las emociones, probablemente V era el peor de todos.
V no dijo nada y tampoco trató de abrazarlo ni nada parecido, lo cual estuvo muy bien.
En lugar de eso, se dirigió directamente a la cama y puso un estuche de madera junto a Tohr. Luego exhaló una bocanada de humo y se encaminó hacia la puerta, como si no pudiera esperar ni un minuto más para salir de allí.
Solo que antes de salir se detuvo un momento y, mirando hacia la puerta, dijo:
—Estoy contigo, hermano mío.
Cuando V salió, Tohr se volvió para mirar el estuche de caoba. Tras abrir el herraje negro y levantar la tapa, no pudo evitar soltar una maldición.
El juego de dagas negras era… sencillamente magnífico. Al sacar una, Tohr se maravilló por la forma en que se ajustaba a su mano y luego notó que había unos símbolos grabados en la hoja.
Más plegarias, cuatro en total, una en cada lado de las dagas.
Todas para pedir fortaleza.
Estas dagas no eran realmente para pelear, pues eran demasiado valiosas. Por Dios, V debía de haber trabajado en ellas durante un año, o quizá más… Aunque, claro, tal como sucedía con todo lo que V hacía en su forja, las dagas eran tan mortales como el infierno…
El siguiente en llegar fue Butch. Tenía que ser él.
—¿S-s… —Tohr tuvo que aclararse la voz—. ¿Sí?
Sí, era el policía. Vestido como los otros, con el manto y el cordón blancos.
Cuando el hermano atravesó la habitación, Tohr notó que no llevaba nada en las manos. Pero no había ido con las manos vacías, eso seguro.
—En una noche como esta —dijo Butch con voz ronca—, lo único que me queda es mi fe. Eso es lo único que tengo para ofrecerte, porque ninguna palabra mortal puede aliviar el dolor que estás sintiendo y que conozco bien. —Entonces levantó los brazos y comenzó a manipular algo en su cuello. Cuando volvió a bajar las manos, le ofreció a Tohr la pesada cadena de oro que nunca se quitaba y de la cual colgaba una cruz todavía más pesada—. Sé que mi Dios es distinto al tuyo, pero ¿puedo ponerte esto?
Tohr asintió con la cabeza y se inclinó. Cuando sintió que Butch ya había cerrado el broche y la cadena colgaba de su cuello, levantó la mano y tocó la cruz, símbolo de la profunda fe católica de Butch.
Era increíblemente pesada, pero se sintió bien.
Entonces Butch le puso una mano en el hombro y dijo:
—Te veré abajo.
Mierda. Ya no le quedaban palabras.
Durante un momento permaneció allí, tratando de no desmoronarse. Hasta que oyó un ruido, como si alguien estuviera arañando la puerta…
—¿Milord? —dijo Tohr, al tiempo que se ponía de pie y se dirigía a abrir.
Independientemente del estado en que te encuentres, siempre hay que abrirle la puerta al rey.
Wrath y George entraron juntos y entonces el rey dijo, con su característica franqueza:
—No te voy a preguntar cómo estás.
—Te lo agradezco, milord. Porque estoy a punto de desmoronarme.
—¿Y por qué tendría que ser de otro modo?
—Cuando la gente es amable, es casi más difícil.
—Sí. Bueno, supongo que ahora tendrás que aguantar un poco más de esa mierda —dijo, y comenzó a hacer dibujos en el aire con su dedo. Y luego le ofreció algo…
—Ay, mierda, no. —Tohr levantó las manos y se alejó, aunque el rey era ciego—. No, no. De ningún modo. Jamás…
—Te ordeno que lo aceptes.
Tohr soltó una maldición y esperó un momento para ver si el rey cambiaba de opinión.
Pero no logró nada.
Mientras Wrath miraba al frente, Tohr se dio cuenta de que iba a perder esa discusión.
Así que tomó a regañadientes el anillo con el diamante negro que solo había sido utilizado por el rey, mientras se sentía mareado y fuera de la realidad.
—Mi shellan y yo queremos que sepas que estamos contigo. Llévalo durante la ceremonia para que sepas que mi sangre, mi cuerpo y mi corazón están contigo.
En ese momento George resopló y batió la cola, como si quisiera respaldar a su amo.
—Puta mierda. —Esta vez fue Tohr el que envolvió a su hermano entre sus brazos y el rey le devolvió enseguida el abrazo con fuerza y determinación.
Después de que Wrath se marchara con su perro, Tohr dio media vuelta y se recostó contra la puerta.
El último golpe apenas fue audible.
Aunque se sentía internamente como un afeminado, hizo el esfuerzo de parecer un macho y abrió la puerta.
Fuera se encontraba John Matthew, y el chico ni siquiera hizo el esfuerzo de decir nada por señas. Solamente estiró el brazo hasta encontrar la mano de Tohr y le puso algo sobre la palma…
Era el anillo de sello de Darius.
—Él habría querido estar aquí contigo —dijo John por señas—. Y este anillo es lo único que tengo de él. Sé que él habría querido que lo llevaras durante la ceremonia.
Tohr se quedó mirando el sello que estaba grabado en el metal y pensó en su amigo, su mentor y el único padre que realmente había tenido.
—Esto significa… más de lo que te imaginas.
—Estaré a tu lado —dijo John—. Todo el tiempo.
—Lo mismo te digo, hijo.
Los dos machos se abrazaron y luego Tohr cerró la puerta suavemente. Al regresar a la cama, se quedó observando todos los símbolos de sus hermanos… y supo que cuando tuviera que enfrentarse a la difícil prueba que lo esperaba, todos estarían allí con él… Aunque, la verdad, nunca lo había dudado.
Sin embargo, le faltaba algo.
Otoño.
Tohr necesitaba a sus hermanos. Necesitaba a su hijo. Pero también la necesitaba a ella.
Esperaba que lo que le había dicho fuera suficiente, pero hay algunas cosas que sencillamente no puedes superar, cosas que realmente no tienen cura.
Y tal vez ella tenía razón en todo ese asunto del ciclo.
No obstante, Tohr esperaba que su relación fuera más allá de eso. De verdad lo deseaba.
‡ ‡ ‡
Mientras observaba desde un rincón de la habitación de Tohr, Lassiter se mantuvo invisible. Afortunadamente. Porque ver a todos esos machos entrando y saliendo había sido difícil y el ángel se preguntaba cómo había sido Tohr capaz de sobrevivir a eso. ¡Era un verdadero milagro!
Pero las cosas por fin estaban volviendo a la normalidad, pensó Lassiter. Por fin, después de todo ese tiempo, después de toda esa… mierda, francamente, las cosas parecían marchar por el buen camino.
Tras pasar toda la noche y el día con una Otoño bastante callada, el ángel la había dejado sola al anochecer, para que reflexionara, y tenía fe en que al repasar una y otra vez en su mente la visita de Tohr, ella no encontrara más que sinceridad en sus palabras.
Si Otoño se presentaba en la mansión esa noche, Lassiter por fin quedaría libre. Lo había logrado. Bueno, sí, todos lo habían logrado. En realidad él se había mantenido más bien al margen…, excepto por el hecho de que más o menos se había encargado de cuidar a esos dos. Y también a Wellsie.
Al fondo de la habitación, Tohr se dirigió al armario y pareció reunir fuerzas.
Entonces sacó el manto blanco y se lo puso. Luego regresó a la cama y se lo cerró con la magnífica cinta que Phury le había llevado. Después tomó el pergamino que Z le había dado, lo dobló con cuidado y se lo metió entre el cinturón, y al ponerse el arnés blanco, deslizó en él las dos espectaculares dagas negras de V. Se puso el anillo con el sello de Darius en el dedo corazón de la mano izquierda y el diamante negro en el pulgar de la mano con la que combatía.
Con la extraña sensación del deber cumplido, Lassiter pensó en todos los meses que había pasado en la Tierra y recordó la manera en que él, Tohr y Otoño habían trabajado juntos para salvar a una hembra que, a su vez…, bueno, también los había liberado a todos ellos, de diferentes maneras.
Sí, el Creador sabía lo que hacía cuando le asignó esa tarea: Tohr ya no era el mismo. Y Otoño tampoco.
Y el propio Lassiter también había cambiado: ya le resultaba imposible desconectarse de todo eso, sentirse totalmente indiferente, actuar como si no le importara nada…, y lo curioso era que, en realidad, no quería marcharse.
Joder, esa noche eran muchos los purgatorios, reales e imaginarios, que estaban llegando a su fin, pensó Lassiter con nostalgia: cuando Wellsie entrara en el Ocaso, él podría salir por fin de su prisión. Y la liberación de Wellsie significaría que Tohr se quitaría por fin ese peso de encima, así que los dos quedarían en libertad.
¿Y en cuanto a Otoño? Bueno, con algo de suerte, ella se permitiría amar a un macho honorable y ser amada a su vez, de modo que después de tantos años de sufrimiento, por fin podría comenzar a vivir de nuevo y renacer, como quien resucita y regresa de entre los muertos…
De pronto Lassiter frunció el ceño, al sentir que una extraña alarma se disparaba en su cabeza.
Cuando miró a su alrededor casi esperaba encontrarse con un grupo de restrictores que estuvieran escalando las paredes de la mansión o aterrizando en los jardines desde un helicóptero. Pero no…
Renacer, resucitar…, regresar de entre los muertos.
Purgatorio. Limbo.
Sí, se dijo Lassiter. Donde estaba Wellsie…
Mientras sentía cómo lo invadía una misteriosa sensación de pánico, el ángel se preguntó cuál podría ser el problema…
Entonces Tohr se quedó quieto y miró hacia el rincón.
—¿Lassiter?
El ángel se encogió de hombros y pensó que ya podía volverse visible. No había razón para esconderse, aunque, mientras tomaba forma, sí decidió reservarse sus temores. Dios…, ¿qué diablos le pasaba? Por fin estaban llegando a la meta. Lo único que Otoño tenía que hacer era presentarse en la ceremonia y, a juzgar por la ropa que estaba preparando cuando el ángel se marchó, era bastante evidente que no se iba a quedar fregando suelos, sola en esa cabaña, durante toda la noche.
—Hola —dijo el hermano—. Supongo que esto es el final.
—Sí. —Lassiter se obligó a sonreír—. En efecto, es el final. Por cierto, estoy orgulloso de ti. Lo has hecho muy bien.
—Ese sí que es un elogio —dijo Tohr, y abrió los dedos para contemplar sus anillos—. Pero ¿sabes una cosa? Realmente me siento preparado para la ceremonia que vamos a celebrar. Aunque nunca pensé que lo diría.
Lassiter asintió con la cabeza, mientras el hermano daba media vuelta y se dirigía a la puerta. Pero justo antes de llegar, Tohr se detuvo junto al armario, buscó algo en la oscuridad y sacó el vestido rojo.
Mientras acariciaba la delicada tela del vestido entre el pulgar y el índice, sus labios se movían como si estuviera hablando con el satén…, o con su antigua compañera…, o, mierda, tal vez solo estaba hablando consigo mismo.
A continuación soltó el vestido y dejó que este regresara al tranquilo espacio vacío en el que estaba colgado.
Cuando salieron juntos, Lassiter se detuvo un momento en señal de apoyo y luego se adelantó y echó a andar por el pasillo de las estatuas.
Sin embargo, con cada paso que daba y que lo acercaba a las escaleras, el ángel se sentía cada vez más alarmado, hasta que el sonido de su pánico reverberó por todo su cuerpo y notó que el estómago se le descomponía y las piernas le temblaban.
¿Qué demonios le estaba pasando?
Por fin habían llegado al final feliz. Eso era lo bueno. Entonces, ¿por qué sus entrañas parecían avisarle de que estaba a punto de suceder algo terrible?