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Layla nunca antes había estado fuera hasta tan cerca del amanecer y le pareció interesante notar cómo el aire parecía cambiar y se producía una revitalización que ella podía sentir pero no ver. El sol era realmente muy poderoso, capaz de iluminar todo el mundo, y la creciente luz le causaba en la piel una picazón en señal de alarma: eran sus instintos más profundos diciéndole que era hora de ir a casa. Sin embargo, no quería irse.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Xhex desde atrás.

Había sido una noche muy larga. Llevaban varias horas dando vueltas por las afueras de Caldwell, deambulando en medio de la oscuridad, siguiendo a Xcor y a sus soldados, lo cual había resultado bastante fácil, por cierto. Layla podía sentir al macho con tanta claridad como si estuviera en un escenario iluminado, gracias a que el lazo que los unía por haberlo alimentado aún no se había desvanecido. Y en lo que tenía que ver con él…, Xcor parecía tan absorto en el combate que no se daba cuenta de que ella se encontraba en las inmediaciones; y si era consciente de que ella estaba cerca, ciertamente no se atrevía a acercarse y el otro soldado tampoco.

—¿Layla?

Esta levantó la vista hacia Xhex.

—Sé exactamente dónde está. No se ha movido.

—Eso no es lo que estoy preguntando.

Layla no pudo evitar sonreír. Una de las mayores sorpresas de la noche había Xhex que, desde luego, no parecía para nada una symphath. Era muy aguda mentalmente y tan fuerte físicamente como un macho, pero tenía una calidez que contrastaba con sus otros rasgos: no la había dejado sola en ningún momento y había estado pendiente de ella toda la noche, como una mahmen con sus hijos, siempre atenta y protectora, como si supiera que esa labor era muy estresante para ella.

—Estoy bien.

—No, no lo estás.

Mientras volvía a concentrarse en la señal que le enviaba su sangre a unas dos calles de allí, Layla guardó silencio.

—Estoy segura de que tú ya lo sabes —murmuró Xhex—. Pero realmente estás haciendo lo correcto.

—Lo sé. Está cambiando de posición.

—Sí, puedo sentirlo.

Abruptamente, Layla se volvió hacia un faro altísimo e iluminado que se levantaba al oeste de allí: el rascacielos más alto de la ciudad. Mientras clavaba la vista en las luces blancas y rojas que parpadeaban en la punta, se imaginó a Xcor en medio del viento helado, encima del monumento, reclamando su dominio sobre la ciudad.

—¿Crees que es perverso? —preguntó repentinamente—. Me refiero a que puedes leer sus emociones, ¿verdad?

—Sí, hasta cierto punto.

—Entonces, ¿es perverso?

La otra hembra soltó una exhalación larga y lenta, como si lamentara tener que decir lo que tenía que decir.

—Xcor no sería una buena apuesta, Layla. Ni para ti ni para nadie. Y no solo por el asunto de Wrath. Xcor tiene algo siniestro en su interior.

—Así que es un alma oscura.

—No necesitas leer sus emociones para saberlo. Solo piensa en lo que le hizo a tu rey.

—Sí. Sí, así es.

De Qhuinn a Xcor. Layla realmente tenía un espléndido olfato para elegir machos…

—Se está moviendo muy deprisa —dijo Layla con tono de alarma—. Se acaba de desintegrar.

—Eso es. Aquí es donde entras tú.

Layla cerró los ojos y congeló todos sus sentidos, excepto el instinto para seguir su propia sangre.

—Está viajando hacia el norte.

Tal como habían acordado antes, las dos se desintegraron y tras avanzar dos kilómetros se encontraron de nuevo; luego progresaron otros diez y se reunieron otra vez; quince kilómetros más adelante se encontraron de nuevo, y después otros veinte…, dirigidas por los instintos de Layla, que actuaban como la brújula que orientaba su rumbo.

Y, mientras tanto, el tiempo se iba agotando, pues el amanecer estaba cada vez más cerca y el resplandor que asomaba por el horizonte se iba haciendo cada vez más intenso.

El último tramo de su viaje las llevó hasta un bosque situado a dos kilómetros largos del lugar donde él por fin se había detenido para no moverse más.

—Puedo llevarte todavía más cerca —murmuró Layla.

—¿Ya no se mueve?

—No, se ha quedado quieto.

—Entonces vete. Vamos, ¡vete!

Layla echó un último vistazo en la dirección en la que él se encontraba. Sabía que tenía que marcharse, porque, así como ella podía sentirlo, Xcor quizá también podría sentir su presencia. Desde luego, se esperaba que, aunque lograra sentirla, Xcor no pudiera reaccionar lo suficientemente rápido, pues cuando ella desapareciera tras el manto de mhis, su rastro se desvanecería y él quedaría totalmente bloqueado. El mhis no solo haría que perdiera todo rastro de Layla, sino que provocaría que cambiara absolutamente su percepción de las cosas. La percepción de su sangre se dispersaría de tal forma que terminaría dirigiéndolo en una dirección totalmente distinta, como si fuera el reflejo de una luz sobre un espejo.

El temor aceleró las palpitaciones del corazón de Layla y ella se aferró a esa sensación, consciente de que parecía más real que su recuerdo del momento en que estuvieron juntos y él se alimentó de su vena.

—¿Layla? ¡Vete!

Querida Virgen Escribana, acababa de condenar a muerte a ese macho…

No, se corrigió Layla. Él se había condenado solo. Suponiendo que Xhex pudiera encontrar aquel rifle en el refugio de la Pandilla de Bastardos, y que este demostrara lo que los hermanos creían que demostraría, la verdad era que el mismo Xcor había puesto en marcha su condena desde hacía varios meses.

Ella podía ser el medio, pero la carga eléctrica que detendría su corazón estaba constituida por las acciones del propio Xcor.

—Gracias por darme esta oportunidad para hacer lo correcto —le dijo Layla a Xhex—. Ya me voy a casa.

Y, con esas palabras, se desintegró lejos de aquel bosque pantanoso y se dirigió hacia la mansión, y justo cuando llegó al vestíbulo la luz comenzaba a hacerle arder los ojos.

Porque la picazón que sentía no era efecto de las lágrimas. No, era el amanecer que ya llegaba.

Derramar aunque fuera una lágrima por ese macho sería… un error en muchos sentidos.

‡ ‡ ‡

—Tenemos que irnos, amigo.

John asintió al oír las palabras de Qhuinn, pero no se movió. De pie, en medio de la cocina de Wellsie, estaba sufriendo una especie de conmoción.

Los armarios estaban vacíos. La alacena también. Al igual que todos los cajones y los dos armaritos de la pared. Y lo mismo que los estantes para libros que colgaban sobre el escritorio. Y el propio escritorio.

John rodeó la mesa y recordó las cenas que Wellsie solía servir allí. Luego recorrió la larga encimera de granito, recordando los platos con masa de pan recién preparada y envuelta en un paño, las tablas de cocina llenas de cebollas y champiñones cortados en rodajas finas, el recipiente en el que guardaba la harina, la vasija de barro en la que conservaba el arroz. Al llegar junto a la cocina, John estuvo a punto de inclinarse para sentir el aroma de los guisos, de las salsas que tan bien le salían.

—¿John?

Este dio media vuelta y se dirigió hacia donde estaba su amigo, pero luego siguió de largo, hacia el salón. Mierda, era como si hubiesen bombardeado el lugar. Habían descolgado todos los cuadros y en las paredes no quedaban más que los clavos desnudos. Todo lo que tenía marco se hallaba ahora en un rincón, las obras de arte unas contra otras, protegidas por gruesas toallas.

También habían movido todos los muebles y ahora estaban organizados en lotes de sillas, mesitas, lámparas… Por Dios, las lámparas. A Wellsie no le gustaban las luces directas, así que había como cien lámparas de diferentes formas y tamaños.

Lo mismo ocurría con las alfombras. Ella detestaba las alfombras grandes, las que van de pared a pared, así que había, o había habido, cientos de alfombras orientales cubriendo el suelo de madera y mármol. Ahora, sin embargo, al igual que todo lo demás, las alfombras estaban enrolladas y formaban una especie de cerca contra la pared del salón.

Los mejores muebles y todas las obras de arte serían transportados a la mansión. Los doggen iban a alquilar un camión de U-Haul para llevarlos. El resto se lo ofrecerían a Safe Place y lo que estos rechazaran sería donado a una obra de beneficencia o al Ejército de Salvación.

Joder…, aun después de diez horas de trabajo continuo de los cuatro, todavía quedaba mucho por hacer. Sin embargo, el primer empujón parecía el más crítico.

De repente, Tohr apareció en su camino y John frenó en seco.

—Hola, hijo.

—Ah, hola.

Mientras se estrechaban la mano y luego se abrazaban, John pensó que era un alivio estar de nuevo en buenos términos con Tohr, tras varios meses de distanciamiento. El hecho de que el hermano le hubiese pedido ayuda había sido una demostración de respeto que había sorprendido gratamente a John y lo había conmovido muchísimo.

Porque, tal como Tohr había dicho cuando iban hacia la casa, Wellsie también era parte de la vida de John.

—Mandé a Qhuinn a casa. Supuse que estas son circunstancias muy especiales y tú y yo estamos juntos.

John asintió. A pesar de que quería mucho a su amigo, lo correcto parecía ser que él y Tohr estuvieran solos, aunque fuera apenas unos momentos.

—¿Cómo te ha ido en Safe Place? —preguntó John por señas.

—Muy bien. Marissa se portó… —Tohr se aclaró la voz—. Ya sabes, ella es una hembra encantadora.

—Sí, así es.

—Quedó feliz con todas las donaciones.

—¿Y le entregaste los rubíes?

—Sí.

John volvió a asentir. Él y Tohr habían revisado cuidadosamente lo poco que había en el joyero de Wellsie. Ese collar, ese brazalete y los pendientes a juego eran lo único que tenía un valor intrínseco. El resto eran cosas más personales: pequeños amuletos, un par de aros, unos aretes de diamante diminutos. Habían decidido conservar todo eso.

—Te repito lo que ya te dije, John. Quiero que te quedes los muebles que quieras. Y lo mismo con las obras de arte.

—De hecho, hay un Picasso que me gusta mucho.

—Pues es todo tuyo. Todos los cuadros, el que quieras es tuyo.

—Nuestro.

Tohr hizo una inclinación de cabeza.

—Así es. Nuestro.

John volvió a recorrer el salón y el eco de sus pisadas rebotaba contra las paredes.

—¿Qué te ha impulsado a hacerlo? ¿Y por qué esta noche? —preguntó por señas.

—No ha sido una sola cosa en particular. Ha sido más bien el resultado de un cúmulo de cosas.

John tenía que admitir que le gustaba esa respuesta. Pensar que todo tuviera que ver únicamente con Otoño lo irritaba, aunque eso no fuera justo con ella.

La gente seguía adelante con su vida. Eso era sano.

Y quizá esa rabia permanente era señal de que él también tenía que seguir adelante.

—Siento mucho no haber sido más comprensivo, ya sabes…, con respecto a Otoño.

—Ah, no tiene importancia. Yo sé que es difícil.

—¿Vas a aparearte con ella?

—No.

John levantó las cejas con sorpresa.

—¿Por qué no?

—Es complicado… Aunque, en realidad, no. Es bastante sencillo. Lo eché todo a perder hace un par de noches. Y ya no hay marcha atrás.

—Ay…, mierda.

—Sí. —Tohr sacudió la cabeza y miró a su alrededor—. Sí…

Los dos machos se quedaron un rato allí, recorriendo con los ojos el desastre que habían creado a partir del orden que en su día había existido. El estado actual de la casa, supuso John, era una imagen bastante aproximada de lo que había sido la vida de ellos dos desde el asesinato de Wellsie: un caos en el que todo estaba en el lugar equivocado y en el centro había un gran vacío.

De todos modos, eso era más apropiado que lo que había antes: un orden falso, preservado por la negativa a seguir adelante, lo cual era una mentira muy peligrosa.

—¿Estás seguro de que quieres vender la propiedad?

—Sí. Fritz va a llamar al agente inmobiliario tan pronto como empiece el día laboral. A menos… Bueno, si Xhex y tú la queréis no tienes necesidad ni de decirlo…

—No, estoy de acuerdo contigo. Es hora de desprenderse.

—Escucha, me gustaría que pudieras tomarte libres las próximas dos noches. Aquí todavía hay mucho que hacer y me gusta que estés conmigo.

—Por supuesto. No me gustaría estar en ninguna otra parte.

—Perfecto. Eso está muy bien.

Los dos machos se quedaron mirándose.

—Supongo que es hora de irnos.

Tohr asintió lentamente.

—Sí, hijo. Así es.

Sin decir ni una palabra más, los dos salieron por la puerta principal, cerraron bien… y se desintegraron de vuelta a la mansión.

Mientras sus moléculas se dispersaban, John se dijo que todo había sido de lo más normal, sin intercambio trascendental de palabras, sin discurso solemne, sin un acto simbólico… Pero, claro, eso era natural. El proceso de sanación, a diferencia de lo que ocurría con el dolor, era suave y lento.

Una puerta que se cierra discretamente, en lugar de un portazo.