65

Horas más tarde, mientras estaba sentada frente a su escritorio de Safe Place, Marissa contestó su móvil y no pudo evitar la sonrisa que se dibujó en su rostro.

—Eres tú de nuevo.

La voz de Butch, con ese marcado acento bostoniano, resonó al otro lado con un tono muy sensual. Como siempre.

—¿Cuándo vienes a casa?

Marissa miró su reloj y pensó que la noche se había pasado volando. Pero, claro, siempre le sucedía lo mismo en la oficina. Llegaba tan pronto se ponía el sol y, luego, sin que se diera cuenta, la luz comenzaba a asomarse por el este y ya tenía que regresar a casa.

A los brazos de su macho.

Lo cual no era muy difícil, a decir verdad.

—¿En unos cuarenta y cinco minutos?

—Podrías venirte ya…

Butch arrastraba las palabras de una forma muy erótica, dotando de un sentido muy especial a la expresión «regresar a casa».

—Butch…

—Hoy no me he levantado de la cama, ¿sabes?

Marissa se mordió el labio, mientras se imaginaba a Butch entre las sábanas, que ya estaban bastante revueltas cuando ella salió.

—¿No?

—No… —dijo, dejando la frase en suspenso—. Y he estado pensando en ti todo el tiempo…

Butch estaba hablando en un tono de voz tan bajo, tan íntimo, que Marissa se imaginó perfectamente lo que debía de estar haciendo y por un momento cerró los ojos y se permitió perderse en unas imágenes realmente muy provocativas.

—Marissa…, ven pronto…

Esta hizo un esfuerzo por escapar del embrujo que él estaba tendiendo a su alrededor y dijo:

—No me puedo ir todavía. Pero voy a empezar a organizarlo todo para salir en un rato, ¿qué te parece?

—Perfecto. —Marissa podía imaginarse la sonrisa de Butch—. Te estaré esperando… y, mira, ya sabes que puedes tomarte todo el tiempo que necesites. Solo ven aquí antes de la Última Comida, ¿vale? Quiero ofrecerte un aperitivo que no vas a olvidar.

—Ya eres bastante inolvidable.

—Esa es mi chica. Te amo.

—Yo también te amo.

Cuando terminó la llamada, Marissa no pudo borrarse de la cara aquella sonrisa inmensa y feliz. Su compañero era un macho bastante tradicional, «chapado a la antigua», como decía él, y poseía todas las mañas que suelen acompañar esa mentalidad: Butch creía que las hembras nunca debían pagar nada, ni abrir una puerta, ni echar gasolina, ni pisar un charco, ni cargar nada más pesado que lo que cupiera en una bolsa para sándwiches, ni… Pero jamás interfería con su trabajo. Nunca. Esa era la única área de su vida en que ella imponía su posición y él nunca se quejaba de sus horarios, ni de la intensidad del trabajo, ni del nivel de estrés.

Y esa era solo una de las muchas razones por las cuales ella adoraba a Butch. Las hembras y los niños desplazados que vivían en Safe Place eran como una familia para ella, una familia que dependía de ella, pues ella estaba a cargo del refugio, el personal, los programas de atención, los recursos y, lo más importante, se ocupaba de cuidar todo y a todos los que vivían bajo ese techo. Y le encantaba su trabajo. Cuando Wrath le ofreció la posibilidad de dirigir el refugio, ella estuvo a punto de rechazar la oferta, pero luego se empeñó en superar sus temores y ahora se alegraba de haberlo hecho y haber encontrado su vocación profesional.

—¿Marissa?

Esta levantó la mirada y vio a una de las psicólogas nuevas, de pie en el umbral.

—Hola. ¿Qué tal ha estado la reunión de grupo?

—Muy bien. Haré mi informe dentro de una hora, tan pronto terminemos de preparar unas galletas en la cocina. Siento interrumpirte, pero hay un caballero en la puerta y dice que viene a hacer una entrega.

—¿De veras? —Marissa miró el calendario que colgaba de la pared y frunció el ceño—. No tenemos nada programado.

—Lo sé, por eso no he abierto la puerta. Él dice que tú lo conoces, pero no me ha querido dar su nombre. No sé si deberíamos llamar a la Hermandad.

—¿Qué aspecto tiene?

La hembra levantó la mano por encima de su cabeza y dijo:

—Es muy alto. Grande. Tiene el pelo negro y un mechón blanco justo delante.

Marissa se levantó de la silla con tanta rapidez que esta chirrió.

—¿Tohrment? ¿Está vivo?

—¿Perdón?

—Yo me encargaré del asunto. Está bien…, tú regresa a la cocina.

Marissa salió corriendo de la oficina y bajó las escaleras. Luego se detuvo junto a la puerta principal, miró el monitor de seguridad que V había instalado y enseguida abrió la puerta de par en par.

Después se arrojó a los brazos de Tohr sin pensar.

—Ay, Dios, ¿dónde estabas? Llevas varias noches perdido…

—No, no estaba perdido —dijo Tohr, al tiempo que le devolvía el abrazo—. Solo estaba ocupado. Pero todo está bien.

Marissa dio un paso atrás, pero siguió agarrándolo de sus gruesos bíceps.

—¿Estás bien?

Todos en la mansión sabían que Otoño había pasado por su periodo de fertilidad y ella se podía imaginar lo difícil que debía de haber sido eso para Tohr. Y esperaba, al igual que todos, que la relación que había surgido entre el hermano y aquella silenciosa aristócrata caída en desgracia lo ayudara a recuperarse. Pero en lugar de eso, Tohr había desaparecido después de que Otoño saliera de su periodo de fertilidad y luego ella se había marchado de la casa.

Obviamente, las cosas no habían salido muy bien.

—Escucha, sé que recibes donaciones, ¿cierto? —dijo Tohr.

Para demostrarle que respetaba el hecho de que él no hubiese respondido a su pregunta, Marissa dejó de insistir.

—Ah, claro que sí. Recibimos cualquier cosa, somos expertos en adaptar y reutilizar todo lo que llega a nuestras manos.

—Qué bien, porque he traído algunas cosas que me gustaría donarles a las hembras que viven aquí. No estoy seguro de que puedan utilizarlas, pero…

Tohr dio media vuelta y llevó a Marissa hasta la furgoneta de la Hermandad, que estaba aparcada a la entrada de la casa. Fritz se hallaba en el asiento del copiloto y el viejo mayordomo se bajó tan pronto vio que ella se acercaba.

Por primera vez en la vida, el viejo no tenía una sonrisa en el rostro. Sin embargo, le hizo una venia.

—Madame, ¿cómo se encuentra usted hoy?

—Ah, muy bien, Fritz, gracias.

Marissa guardó silencio mientras Tohr abría la puerta lateral…

Un solo vistazo a lo que había dentro la dejó sin aire.

Iluminadas por la luz del techo de la furgoneta, se podían ver varias montañas de lo que parecía ropa, guardada en cestas, cajas de cartón y bolsas de tela. También había faldas, blusas y vestidos que todavía colgaban de sus perchas y que estaban doblados cuidadosamente sobre el suelo de la furgoneta.

Marissa miró a Tohr.

El hermano estaba en silencio y tenía la vista clavada en el suelo, pues era evidente que no quería mirarla en ese momento.

—Como te he dicho, no sé si algo de esto puede servir.

Ella se inclinó y acarició uno de los vestidos.

La última vez que lo había visto, Wellsie lo llevaba puesto.

Tohr estaba regalando la ropa de su shellan.

Con voz quebrada por la emoción, Marissa susurró:

—¿Estás seguro de que quieres regalar esto?

—Sí. Tirar todo esto sería un desperdicio y estoy seguro de que a Wellsie no le gustaría. Ella querría que alguien utilizara sus cosas… Eso sería importante para ella. A ella no le gustaba desperdiciar. Pero, sí, no sé nada sobre tallas femeninas ni todo eso.

—Eres muy generoso. —Marissa estudió la cara del hermano y se dio cuenta de que era la primera vez que lo oía pronunciar el nombre de Wellsie desde que había vuelto a aparecer, después del asesinato—. Vamos a utilizarlo todo.

Tohr asintió, pero evitó mirar a Marissa.

—He incluido también algunos artículos de baño sin abrir. Cosas como champús y acondicionadores, su crema hidratante, ese jabón de Clinique que tanto le gustaba… Wellsie era muy quisquillosa con esa clase de cosas, y si encontraba algo que le gustaba siempre lo utilizaba. También le encantaba tener reservas de todo, así que encontré muchas cosas sin abrir cuando limpié el baño. Ah, y también he traído algunos utensilios de cocina: esas sartenes de cobre que le fascinaban y sus cuchillos. Podría llevarlos a una obra de beneficencia de humanos, si tú…

—Nos quedaremos con todo.

—Aquí están las cosas de cocina —dijo Tohrment, y abrió la puerta trasera—. Ya sé que no permites la presencia de machos en el refugio, pero ¿crees que puedo dejar todo esto en el garaje?

—Sí, sí, por favor. Déjame ir a buscar más ayuda…

—Me gustaría descargar todo personalmente, si no te molesta.

—Ah, sí, claro… Sí —respondió Marissa, y enseguida corrió a teclear el código para abrir las puertas del garaje.

Cuando las puertas se abrieron, ella esperó junto al mayordomo mientras Tohrment iba y venía con parsimonia, llevando con mucho cuidado las posesiones de su compañera y ordenándolas una sobre otra junto a la puerta que llevaba a la cocina.

—¿Está vaciando toda la casa? —le susurró Marissa a Fritz.

—Sí, madame. Hemos trabajado durante toda la noche: John, Qhuinn, él y yo. Él se ha ocupado de las habitaciones y la cocina, mientras que los demás hemos trabajado en el resto de la casa. Me ha pedido que regrese con él después de que anochezca, para poder sacar todos los muebles y las obras de arte y llevarlos a la mansión.

Marissa se tapó la boca con la mano para disimular un poco su impresión. Pero no había razón para preocuparse de que Tohr se sintiera incómodo por su reacción: el hermano estaba absorto en su tarea.

Cuando vació la furgoneta, Tohr cerró todas las puertas y se acercó a Marissa. Mientras ella trataba de encontrar las palabras de gratitud más apropiadas y las que mejor expresaran su profundo respeto y solidaridad, él la interrumpió y se sacó algo del bolsillo: una bolsita de terciopelo.

—Tengo una cosa más. Dame tu mano. —Cuando Marissa extendió la palma de su mano, él soltó el cordón de la bolsita, la volvió hacia abajo y dejó salir…

—¡Ay, por Dios! —exclamó Marissa.

Rubíes. Grandes rubíes combinados con diamantes. Muchos rubíes: un collar, no, un collar y un brazalete. También había unos aretes. Marissa tuvo que poner las dos manos para sostenerlo todo.

—Le compré esto a Wellsie allá por 1964. Son de Van Cleef & Arpels. Se suponía que era mi regalo de aniversario, pero no sé en qué diablos estaba pensando. A Wellsie no le gustaban mucho las joyas, le gustaban más las obras de arte. Siempre decía que las joyas eran incómodas. En todo caso, ya sabes, vi este juego de joyas en una revista, en Town and Country. Y pensé que haría juego con su pelo rojo. Además, quería hacer algo increíblemente romántico solo para demostrarle que sí era capaz de hacer algo así. Pero a ella realmente no le gustó mucho. Aunque lo sacaba de la caja de seguridad una vez al año, sin falta, y se lo ponía para el día del aniversario. Y cada año, cada año sin falta, yo tenía que decirle que esas joyas no eran ni remotamente tan hermosas como ella… —Tohr se quedó callado de repente—. Lo siento, estoy divagando.

—Tohr…, no puedo aceptarlas. Esto es demasiado…

—Quiero que las vendas. Véndelas y utiliza el dinero para ampliar la casa. Butch me ha dicho que necesitáis más espacio. Creo que esto debe de valer un cuarto de millón, o tal vez más. A Wellsie le habría encantado lo que estás haciendo aquí. Estoy seguro de que te habría apoyado, se habría ofrecido como voluntaria para trabajar con las hembras y los niños, se habría involucrado mucho. Así que, ya sabes, no hay mejor lugar para dejar esto.

Marissa empezó a parpadear con rapidez, para que las lágrimas no resbalaran por sus mejillas. Tohr había asumido una actitud realmente valiente…

—¿Estás seguro? —le preguntó—. ¿Estás seguro de que quieres hacer todo esto?

—Sí. Ya es hora. Aferrarme a estas cosas no ha servido para traerla de regreso y nunca lo hará. Pero al menos les pueden servir a las hembras que viven aquí… Así que no se va a perder nada. Para mí es importante que las cosas que compramos juntos, que tuvimos, que usamos juntos… no…, ya sabes, no se pierdan. —Y con esas palabras, Tohr se inclinó y le dio un abrazo rápido—. Que te vaya muy bien, Marissa.

Luego cerró la furgoneta, ayudó al mayordomo a montarse tras el volante y, después de darle un último adiós con la mano, se desintegró en medio de la noche.

Marissa miró la fortuna que tenía entre las manos y luego retrocedió, mientras Fritz sacaba cuidadosamente la furgoneta marcha atrás. Ella lo siguió durante un momento y guardó las gemas en su bolsita. Cuando el mayordomo arrancó, Marissa se despidió con la mano y él hizo lo mismo.

Después se envolvió entre sus brazos para protegerse del frío y se quedó mirando hasta que las luces se perdieron en la distancia.

Con las joyas todavía en la mano, Marissa dio media vuelta hacia la casa y se imaginó la ampliación que podría hacer en el patio de atrás, donde podría poner más habitaciones para más hembras y sus hijos, sobre todo habitaciones subterráneas, donde estaban más seguros durante el día.

Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas y esta vez no trató de contenerlas. Cuando la casa se volvió borrosa, el futuro brilló con claridad frente a sus ojos: Marissa sabía exactamente qué nombre le pondría a la nueva ala de la casa.

Wellesandra era un nombre muy sonoro.