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Arriba, en el comedor formal, la comida que Tohr compartía con los demás era solo textura, materia sin sabor. De la misma forma, la conversación que se desarrollaba en torno a la mesa era solo un conjunto de sonidos irrelevantes. Y la gente que estaba a su izquierda y a su derecha no era sino un grupo de dibujos bidimensionales, nada más.

Mientras permanecía sentado con sus hermanos y sus shellans y los otros huéspedes de la mansión, apenas percibía un murmullo distante.

Solo había una cosa en todo el salón que le producía una cierta impresión.

Al otro lado de la porcelana y la platería, detrás de los ramos de flores y los candelabros, una figura envuelta en un manto permanecía inmóvil y rígida, sentada en la silla que estaba precisamente frente a él. Con la capucha puesta, lo único que se podía ver de la hembra era un par de delicadas manos que cortaban de vez en cuando un trozo de carne o cogían un poco de arroz.

Comía como un pajarito. Y se mantenía en silencio. Era como una sombra.

Y Tohr no tenía ni idea de por qué estaba allí.

La había enterrado hacía muchos años en el Viejo Continente. Debajo de un manzano, porque tenía la esperanza de que el aroma de las flores pudiera darle un poco de alivio en la muerte.

Dios sabía que ella no lo había tenido fácil al final.

Y, sin embargo, allí estaba, viva otra vez, tras llegar con Payne desde el Otro Lado, lo cual era la prueba definitiva de que, en lo que tenía que ver con las bendiciones de la Virgen Escribana, cualquier cosa era posible.

Un doggen interrumpió sus cavilaciones.

—¿Más cordero, amo?

Tohr ya tenía el estómago lleno, pero todavía se sentía un poco bajo de fuerzas y mareado. Se dijo que comer más era mejor que afrontar la tortura de alimentarse de la vena de otros, así que asintió con la cabeza.

—Gracias.

Mientras le llenaban el plato con más carne y más arroz, Tohr miró a los demás para entretenerse con algo.

Wrath se situaba en la cabecera, presidiendo. Beth, que se suponía que tenía que estar en el otro extremo, se encontraba, como siempre, encima de las piernas de su hellren. Y, como solía ocurrir, Wrath parecía más interesado en atender a su hembra que en alimentarse él mismo. Aunque se había quedado totalmente ciego, acostumbraba a alimentar a su shellan de su plato y levantaba el tenedor lleno de comida para que ella se inclinara y recibiera lo que él le ofrecía.

Lo orgulloso que se sentía de ella, la satisfacción que obviamente le producía ocuparse de cuidarla, la maldita intimidad que compartían transformaban los rasgos duros y aristocráticos del rey en un rostro casi tierno. Y de vez en cuando él enseñaba los colmillos, como si estuviera esperando el momento de encontrarse a solas con ella para poseerla… de todas las formas posibles.

Pero no eran esas las cosas que Tohr quería ver. No lo entretenían, sino que le traían dolorosos recuerdos.

Así que volvió la cabeza y sus ojos cayeron sobre Rehv y Ehlena, que, sentados uno junto al otro, no dejaban de acariciarse. Y Phury y Cormia. Y Z y Bella.

Rhage y Mary…

En ese momento Tohr frunció el ceño y recordó cómo la hembra de Hollywood había sido salvada por la Virgen Escribana. Había estado a punto de morir, pero había sido salvada y ahora disfrutaba de una larga vida.

Abajo, en la clínica, la doctora Jane era un caso similar. Había muerto, pero regresó y ahora tenía toda la eternidad para vivir con su hellren.

Acto seguido Tohr clavó otra vez los ojos en la figura del manto que estaba frente a él. Y sintió cómo hervía la rabia en su estómago distendido. Esa aristócrata caída en desgracia que ahora respondía al nombre de N’adie también estaba de regreso, después de que la maldita madre de la raza le concediera el regalo de vivir de nuevo.

En cambio su Wellsie…

Muerta y desaparecida para siempre. De ella no quedaban nada más que recuerdos y cenizas.

Para toda la eternidad.

Cada vez más furioso, Tohr se preguntó a quién habría que sobornar o golpear para obtener esa clase de privilegio. Su Wellsie había sido una hembra honorable, como las otras tres, si no más. Entonces, ¿por qué no la habían salvado? ¿Por qué él no era como esos otros machos, que podían mirar hacia el futuro con ilusión?

¿Por qué él y su shellan no habían recibido esa bendición cuando más la necesitaban?

‡ ‡ ‡

Era verdad, la estaba observando.

O mejor dicho, la estaba fulminando con la mirada.

Al otro lado de la mesa, Tohrment, hijo de Hharm, observaba fijamente a N’adie con ojos llenos de rabia, como si no pudiera soportar no solo su presencia en esa casa, sino cada uno de los latidos de su corazón.

La expresión rabiosa no lo favorecía mucho, la verdad. De hecho, había envejecido considerablemente desde la última vez que lo vio, aunque los vampiros, en especial los que provenían de un linaje fuerte, mantenían la apariencia juvenil hasta poco antes de morir. Y ese no era el único cambio que podía apreciar en él. Sufría una persistente pérdida de peso; independientemente de lo mucho que comiera, nunca parecía tener suficiente carne sobre los huesos. Tenía la cara chupada, la mandíbula demasiado afilada y los ojos hinchados. Había bolsas por debajo y por encima de sus ojos.

Sin embargo, esa dolencia física, fuera cual fuera, no le impedía salir a pelear. No se había cambiado para cenar y su ropa húmeda estaba llena de manchas de sangre roja y de una especie de aceite negro. Pruebas visibles de la actividad a la que los machos dedicaban las noches.

Sin embargo, sí se había lavado las manos.

¿Dónde estaría su pareja?, se preguntó N’adie. No había visto a ninguna shellan. ¿Había permanecido soltero durante todos estos años? Porque, si tuviera una hembra, con seguridad ella estaría allí, brindándole sus cuidados y su apoyo.

N’adie bajó la cabeza y dejó el tenedor y el cuchillo junto al plato. No tenía más apetito.

Y tampoco quería escuchar los ecos del pasado. Sin embargo, eso era algo que no podía evitar tan fácilmente.

Tohrment era tan joven como ella cuando pasaron juntos muchos meses en aquella choza fortificada en el Viejo Continente, refugiándose del frío del invierno, la lluvia de la primavera, el calor del verano y los vientos del otoño. Habían tenido cuatro estaciones para observar cómo su vientre se hinchaba con una nueva vida, todo un ciclo del calendario en el que él y su mentor Darius la habían alimentado, protegido y cuidado.

Nunca debió transcurrir de esa manera su primer embarazo. No era así como debería vivirlo una hembra de su linaje. No se parecía en nada al destino que ella se había imaginado.

Ah, qué arrogancia, imaginarse un bello futuro. Pero ya no había marcha atrás. Desde el momento en que fue capturada y arrancada del seno de su familia, su destino fue alterado para siempre, como si le hubiesen rociado el rostro con ácido, o su cuerpo se hubiese quemado hasta quedar irreconocible, o hubiese perdido las extremidades, o la vista, o el oído.

Pero eso no era lo peor. Ya era suficientemente malo el hecho de haber sido mancillada, pero es que además lo hizo un symphath, y la tensión que eso provocó disparó su primer periodo de fertilidad.

Ella había pasado esas cuatro largas estaciones bajo aquel techo de paja, consciente de que en su vientre estaba creciendo un monstruo.

Ciertamente, también habría perdido su posición social si hubiese sido un vampiro el que la secuestrara y le arrebatara a su familia lo más preciado de ella: su virginidad. Antes del secuestro, al ser la hija del leahdyre del Consejo, había sido un bien muy valioso, la prenda que tienes guardada y exhibes en ocasiones especiales como si de una joya se tratase, para despertar la admiración de todos.

De hecho, su padre había estado haciendo arreglos para aparearla con alguien que le habría brindado un estilo de vida incluso más elevado que el que conocía…

Con terrible claridad, N’adie recordó cómo estaba cepillándose el pelo cuando oyó el suave clic de los ventanales al abrirse.

Había dejado el cepillo sobre el tocador.

Y luego sintió cómo una mano que no era la suya corría el cerrojo…

Desde entonces, en los momentos de soledad, a veces imaginaba que esa noche había bajado con su familia a las habitaciones subterráneas.

Pero no lo hizo. No se sentía bien, probablemente debido a los primeros síntomas de su periodo de fertilidad, y se había quedado en el piso superior ya que allá tenía más distracciones.

Sí…, a veces fingía que había seguido a sus parientes hasta el sótano y, una vez allí, finalmente le había hablado a su padre de la extraña figura que solía aparecer en la terraza, junto a su habitación.

Eso la habría salvado.

Y habría salvado a ese guerrero que ahora tenía enfrente de la rabia que…

N’adie había usado la daga de Tohrment. Justo después de dar a luz, se la había quitado. Sin poder soportar la realidad de lo que había traído al mundo, incapaz de seguir viviendo el destino al que estaba condenada, había apuntado la hoja contra su propio vientre.

Lo último que oyó antes de que la luz se apoderara de ella fue el grito de ese guerrero…

El ruido de una silla que alguien empujaba hacia atrás la sobresaltó. Todos los que estaban en la mesa guardaron silencio y dejaron de comer. Cesó todo movimiento y la conversación se suspendió mientras el guerrero salía del salón.

N’adie levantó su servilleta y se limpió la boca bajo la capucha. Nadie la observaba. Era como si ninguno hubiese notado la fijación que el guerrero parecía tener con ella. Pero desde el otro extremo de la mesa, el ángel con el pelo rubio y negro la miraba fijamente.

N’adie vio cómo Tohrment salía de la sala de billar, situada al otro lado del vestíbulo. Tenía en cada mano una botella con un líquido oscuro y su expresión adusta parecía una máscara mortuoria.

N’adie cerró los ojos y trató de buscar en lo más hondo de su interior la fuerza necesaria para acercarse al macho que acababa de salir de manera tan abrupta. Ella había venido a este lado, a esta casa, para hacer las paces con la hija que había abandonado. Pero había alguien más que también merecía una disculpa.

Aunque su objetivo final era expresar su contrición, pensaba comenzar con el vestido, devolvérselo tan pronto terminara de limpiarlo y plancharlo con sus propias manos. Parecía un detalle insignificante, pero había que comenzar por algún lado y el vestido era claramente algo que pertenecía al linaje del guerrero y que le había prestado a su hija, pues ella no tenía familia.

Incluso después de todos esos años, él seguía cuidando a Xhexania.

Era un macho de honor.

N’adie intentó retirarse de la manera más sigilosa, pero el salón volvió a quedar en silencio cuando ella se levantó de la silla. Con la cabeza gacha, salió del comedor, aunque no por el arco que conducía al vestíbulo, como el guerrero, sino por la puerta que llevaba a la cocina.

Después de pasar cojeando por delante de hornos y encimeras bajo la mirada censuradora de varios doggen muy atareados, N’adie tomó la escalera trasera, hecha de escalones de pino y una sencilla pared de yeso blanca…

—Era de la shellan de Tohr.

Sorprendida, se dio la vuelta. El ángel estaba plantado en el último escalón, abajo. Y aclaró sus palabras:

—El vestido. Ese fue el vestido que llevó Wellesandra la noche en que ellos se aparearon, hace casi doscientos años.

—Ah, entonces debo devolvérselo a su compañera…

—Está muerta.

Un temblor frío le recorrió la espalda.

—Muerta…

—Un restrictor le disparó en la cara. —Al ver que N’adie ahogaba una expresión de horror, los ojos blancos del ángel ni siquiera parpadearon—. Estaba embarazada.

N’adie se agarró a la barandilla al notar que se tambaleaba.

—Siento ser tan crudo —dijo el ángel—. No suelo endulzar las cosas y tú debes saber en qué te estás metiendo si pretendes entregárselo. Xhex debería habértelo dicho. Me sorprende que no lo hiciera.

No era tan raro, pues al fin y al cabo no es que ellas hubiesen pasado mucho tiempo juntas. Además, las dos tenían varios asuntos de su exclusiva incumbencia que debían solucionar primero.

N’adie tardó unos segundos en responder.

—No lo sabía. Los cuencos de cristal del Otro Lado…, nunca… —Lo cierto era que no pensaba en Tohrment cuando recurrió a ellos; solo le preocupaba Xhexania.

—La tragedia, como el amor, hace que la gente se vuelva ciega. —Parecía que el ángel podía percibir los remordimientos de N’adie.

—No se lo voy a llevar. —La mujer sacudió la cabeza—. Ya he hecho suficiente daño. Y entregarle ahora el… vestido de su compañera…

—Sería un bonito gesto. Creo que debes devolvérselo. Tal vez eso ayude.

La mujer se quedó desconcertada.

—¿A qué?

—A que asuma que ella ya no está aquí.

N’adie frunció el ceño.

—¿No lo tiene claro?

—Tal vez te sorprenda, querida, pero a veces hay que romper las cadenas del recuerdo. Así que te digo que le lleves el vestido. Lo mejor será que lo reciba de tus manos.

N’adie trató de imaginarse el intercambio.

—Eso sería cruel… No lo haré; si usted está tan interesado en torturarlo, entonces hágalo usted mismo.

El ángel arqueó las cejas.

—No se trata de torturarlo. Se trata de afrontar la realidad. El tiempo pasa y él debe seguir con su vida, y hacerlo cuanto antes. Llévale el vestido.

—¿Por qué está usted tan interesado en los asuntos del guerrero?

—Porque su destino es mi destino.

—¿Cómo es eso posible? No entiendo.

—Confía en mí, las cosas son como son, y yo no tengo la culpa.

El ángel se quedó mirándola, como si la estuviese desafiando a encontrar una pizca de falsedad en lo que acababa de decir.

La mujer siguió hablando con tono brusco.

—Perdóneme, pero ya le he hecho suficiente daño a ese valioso macho. Y no quiero añadir más sufrimiento a su existencia.

El ángel se restregó los ojos como si tuviera dolor de cabeza.

—Maldición. No necesita mimos. Necesita una buena patada en el trasero, y si no la recibe pronto estará perdido para siempre, sin posibilidad de vuelta atrás.

—No entiendo nada de esto…

—El Infierno tiene muchos niveles. Y el lugar hacia el que él se dirige ahora hará que su actual agonía le parezca casi la gloria.

N’adie retrocedió.

—Usted no se expresa con mucha claridad, ángel.

—¿De veras? No me digas.

—No puedo… No puedo hacer lo que usted quiere que haga.

—Sí, sí puedes. Tienes que hacerlo.